Permítanme empezar con un simple recordatorio. El actual Gobierno de la Generalidad de Cataluña, presidido por Salvador Illa, está compuesto con la misma falsilla que sirvió para armar, en 2003 y 2006, los presididos por Pasqual Maragall y José Montilla, respectivamente. Tres piezas, PSC, ERC e ICV-EUiA –o sea, la aleación de comunistas y verdes–. Es verdad que al de Illa le falta la última pieza. Pero Els Comuns, versión actualizada de la aleación rojiverde de antaño, presta su apoyo a socialistas y republicanos desde el Parlamento catalán. Pues bien, en esos tres tripartitos –demos por bueno, si les parece, que los rojiverdes siguen formando parte de él, aunque renombrados y desde el extrarradio parlamentario– quien ha mandado ha sido siempre el nacionalismo. Y no porque la política lingüística haya estado en los tres casos en manos de ERC –hace un par de décadas, con rango de secretaría; ahora, elevada al rango de consejería–, sino porque los socialistas, aun constituyendo el grupo gubernamental mayoritario y presidiendo el ejecutivo, se han sentido siempre muy a gusto participando de un proyecto de construcción nacional que tiene en la lengua y la cultura catalanas su eje rector y su razón de ser.

Tanto es así que no ha habido en el medio año transcurrido desde la formación del gobierno de Salvador Illa un solo hecho, un solo gesto, capaz de dar a entender que puede producirse en el futuro alguna rectificación en la magna obra de ingeniería social emprendida en el ya lejano 1980 por Jordi Pujol y sus huestes. Y ello a despecho de lo ocurrido en los doce años anteriores, caracterizados, como es sabido, por la radicalización del movimiento independentista en las instituciones y en la calle, con amago de golpe de Estado incluido.

En el campo de la enseñanza, la encomiable labor de asociaciones como Impulso Ciudadano o Escuela de Todos para lograr que el español, nuestra lengua común, disponga de un cachito de horario escolar en el que sea lengua vehicular ha topado hasta ahora, pese a las reiteradas sentencias favorables de distintas instancias judiciales, con la negativa de los sucesivos gobiernos autonómicos a obedecer a los tribunales y con la renuencia de los sucesivos gobiernos de España a ponerse del lado de la ley para que la ley efectivamente se cumpla.

En cuanto al ámbito institucional, debemos también al afán de Impulso Ciudadano las denuncias de ayuntamientos de cuya fachada había desaparecido la bandera de España, sin que la institución se hubiera tomado la molestia de reponerla. (A propósito del valor simbólico de las banderas del país, Antonio Muñoz Molina nos regalaba el sábado en el DOGE [Diario Oficial del Gobierno de España, antes El País] un artículo lleno de nostalgia sobre los tiempos en que “fuera de España todo era más sólido” y en el que ponía, entre otros ejemplos, el de “los lycées franceses, con sus fachadas de columnas y sus banderas tricolores al viento”. Al articulista sólo le faltó apostillar, y es una verdadera pena que dejara pasar la ocasión, que ya sería hora de que el Gobierno de España, tras casi medio siglo de democracia constitucional, prescribiera la colocación de nuestra bandera bicolor en todos los centros de enseñanza del país.)

Y aún en relación con la manipulación institucional, estamos asistiendo estos días en la Comunidad Valenciana al uso fraudulento de ayuntamientos y centros educativos para influir en la libre decisión de los padres con respecto a la lengua en la que quieren que sus hijos sean escolarizados, si valenciano o castellano. Las distintas acciones, promovidas por los partidos favorables a la inmersión lingüística en valenciano, o sea, por los que gobernaban en la anterior legislatura autonómica, y las asociaciones afines, financiadas generosamente por la Generalidad de Cataluña, constituyen una respuesta a la ejemplar campaña informativa del actual Gobierno de la Generalidad valenciana para que las familias elijan la lengua de escolarización de sus hijos. Una campaña diáfana, sin medias tintas, en la que el ejecutivo de la Comunidad se ha comprometido, muy diferente, por cierto, de la del Gobierno Balear, hecha a regañadientes, con la boca pequeña, como si la cosa no fuera con él y temiera la reacción del colectivo de docentes.

Y en el afán por imponer el catalán ahí donde no llega de forma natural –por múltiples razones, entre las que destacan el parco rendimiento del uso de la lengua en la comunicación interpersonal y la incorporación cada vez mayor de profesionales llegados de Hispanoamérica, como ocurre en la Sanidad– la Administración de la Generalidad de Cataluña se sirve de dos recursos. De una parte, de la exigencia del conocimiento de un grado superior de catalán para acceder a una plaza, lo que impide a muchos profesionales ocupar un puesto de trabajo y les lleva a migrar a otra parte de España o a ni siquiera plantearse la posibilidad de trasladarse a Cataluña desde otra comunidad autónoma. (Dicho requisito, existente también en Baleares, fue eliminado por el actual gobierno del PP, cumpliendo de este modo, esta vez sí, una de sus promesas electorales). Y como segundo recurso, la delación llevada a cabo por ciudadanos supuestamente de a pie, aunque auspiciados por asociaciones como la Plataforma per la Llengua o directamente vinculados a ella.

En este sentido, hemos sabido hace poco, por boca de la titular del Departamento de Salud de la Generalidad de Cataluña, en manos socialistas, que se dan anualmente unas doscientas quejas de pacientes o familiares por no haber sido atendidos en catalán. La consejera también indicó que existe una instrucción a los centros –introducida en la pasada legislatura por ERC y corroborada ahora por el PSC– para que elaboren “un sistema de gestión de las quejas en materia lingüística y de las acciones correctoras adoptadas”.

En síntesis, al igual que en la enseñanza, se trata de ir taponando la espita de la libertad lingüística allí donde esta se esfuerza por abrirse paso. Nos queda, eso sí, el triste consuelo de pensar que no lo van a tener fácil.

En una entrada de sus Diarios fechada el 23 de marzo de 1936 Victor Klemperer anotó lo siguiente: “Hitler dijo hace poco: ‘No soy un dictador, sólo he simplificado la democracia’.” Ignoro en qué circunstancias pronunció el dictador estas palabras, si fue en un mitin o en un discurso parlamentario –suponiendo que pueda distinguirse en su caso una cosa de otra–; si improvisó o se ciñó a leer lo que llevaba escrito; si fueron de cosecha propia o debidas al ingenio de Joseph Goebbels, al que Klemperer calificaba en otra anotación del mismo año como “el más venenoso y falso de todos los nazis”; fuese de un modo u otro, la frase de Hitler, que había ido laminando la democracia alemana desde el mismo día de su acceso (democrático) al poder, convirtiendo el Reichstag en un coro de fieles, suprimiendo la prensa libre y los partidos políticos de oposición, persiguiendo a todo funcionario desafecto, empezando por los de justicia, y dando caza sin tregua al judío, se hallara donde se hallara; sustituyendo, en fin, un régimen democrático por una dictadura; la frase, decía, no sólo revela el cinismo de quien la pronunció, sino que contiene un sintagma, “simplificar la democracia”, que parece hecho adrede para caracterizar las aspiraciones de muchos políticos de nuestro tiempo.

Ahora bien, ¿cómo puede simplificarse una democracia –liberal, por supuesto–, sin prescindir de alguno de los poderes que la constituyen o por lo menos sin someterlo? Mejor dicho, ¿se puede? Tomemos lo que tenemos más cerca. Es evidente que el presidente del Gobierno no se ha parado en barras a la hora de controlar el legislativo, por más que le falle de vez en cuando el apoyo de uno de los grupos que integran la variopinta mayoría que facilitó su investidura y eso le cueste perder algunas votaciones y no lograr sacar adelante algunas iniciativas. ¿Que cómo lo ha hecho? Pues vaciando sin recato los haberes del Estado y cediéndolos al chantajista de turno, ya sea en forma de competencias, ya de quitas de deuda, ya de bienes inmuebles, ya de dinero contante y sonante. Que el tira y afloja pueda terminar impidiendo la aprobación de unos nuevos presupuestos no preocupa demasiado a quien no importa quemar las naves del Estado mientras él se mantenga a flote.

El llamado cuarto poder no ha corrido mejor suerte. El afán de Pedro Sánchez y del Gobierno que preside por controlar los medios de comunicación ha tenido dos vertientes. De una parte, han lanzado una campaña de desprestigio contra las cabeceras no afines, bautizadas como seudomedios, acusándolas de difundir bulos y de haber tejido una suerte de ámbito maléfico, que han motejado de fachosfera y cuyo fin sería vituperar todo cuanto hace, dice u opina el presidente. La fachosfera incluiría no sólo los medios de comunicación; también cualquier ciudadano, agrupación o empresa que disintiera de los propósitos presidenciales. Al igual que durante el franquismo, ese empeño censurador –cancelador, diríamos hoy– ha contado con otra vertiente: la propaganda. Es decir, las consignas que han replicado los medios públicos y los privados a los que el ejecutivo ha regado generosamente con dinero público y licencias televisivas. Sirva como ejemplo la interpenetración entre Prisa y Moncloa, concretada en la persona de José Miguel Contreras, director de contenidos del grupo empresarial y, a un tiempo, asesor de cabecera de Pedro Sánchez.

Pero ahí donde el Gobierno ha machacado en hierro frío es en su lucha contra el poder judicial. La voluntad de doblegarlo recurriendo al juego sucio y a la difamación –acusaciones de lawfare mediante– para intentar frenar los procesos judiciales en curso que afectan a familiares del presidente, ministros y exministros del Gobierno, y al fiscal general del Estado, entre otros, no parece que vaya a tener un final feliz. Para el Gobierno y sus socios, se entiende. Y es que nuestra democracia, por suerte, es robusta y no admite simplificaciones. 

Simplificar la democracia

    6 de febrero de 2025