En una entrada de sus Diarios fechada el 23 de marzo de 1936 Victor Klemperer anotó lo siguiente: “Hitler dijo hace poco: ‘No soy un dictador, sólo he simplificado la democracia’.” Ignoro en qué circunstancias pronunció el dictador estas palabras, si fue en un mitin o en un discurso parlamentario –suponiendo que pueda distinguirse en su caso una cosa de otra–; si improvisó o se ciñó a leer lo que llevaba escrito; si fueron de cosecha propia o debidas al ingenio de Joseph Goebbels, al que Klemperer calificaba en otra anotación del mismo año como “el más venenoso y falso de todos los nazis”; fuese de un modo u otro, la frase de Hitler, que había ido laminando la democracia alemana desde el mismo día de su acceso (democrático) al poder, convirtiendo el Reichstag en un coro de fieles, suprimiendo la prensa libre y los partidos políticos de oposición, persiguiendo a todo funcionario desafecto, empezando por los de justicia, y dando caza sin tregua al judío, se hallara donde se hallara; sustituyendo, en fin, un régimen democrático por una dictadura; la frase, decía, no sólo revela el cinismo de quien la pronunció, sino que contiene un sintagma, “simplificar la democracia”, que parece hecho adrede para caracterizar las aspiraciones de muchos políticos de nuestro tiempo.

Ahora bien, ¿cómo puede simplificarse una democracia –liberal, por supuesto–, sin prescindir de alguno de los poderes que la constituyen o por lo menos sin someterlo? Mejor dicho, ¿se puede? Tomemos lo que tenemos más cerca. Es evidente que el presidente del Gobierno no se ha parado en barras a la hora de controlar el legislativo, por más que le falle de vez en cuando el apoyo de uno de los grupos que integran la variopinta mayoría que facilitó su investidura y eso le cueste perder algunas votaciones y no lograr sacar adelante algunas iniciativas. ¿Que cómo lo ha hecho? Pues vaciando sin recato los haberes del Estado y cediéndolos al chantajista de turno, ya sea en forma de competencias, ya de quitas de deuda, ya de bienes inmuebles, ya de dinero contante y sonante. Que el tira y afloja pueda terminar impidiendo la aprobación de unos nuevos presupuestos no preocupa demasiado a quien no importa quemar las naves del Estado mientras él se mantenga a flote.

El llamado cuarto poder no ha corrido mejor suerte. El afán de Pedro Sánchez y del Gobierno que preside por controlar los medios de comunicación ha tenido dos vertientes. De una parte, han lanzado una campaña de desprestigio contra las cabeceras no afines, bautizadas como seudomedios, acusándolas de difundir bulos y de haber tejido una suerte de ámbito maléfico, que han motejado de fachosfera y cuyo fin sería vituperar todo cuanto hace, dice u opina el presidente. La fachosfera incluiría no sólo los medios de comunicación; también cualquier ciudadano, agrupación o empresa que disintiera de los propósitos presidenciales. Al igual que durante el franquismo, ese empeño censurador –cancelador, diríamos hoy– ha contado con otra vertiente: la propaganda. Es decir, las consignas que han replicado los medios públicos y los privados a los que el ejecutivo ha regado generosamente con dinero público y licencias televisivas. Sirva como ejemplo la interpenetración entre Prisa y Moncloa, concretada en la persona de José Miguel Contreras, director de contenidos del grupo empresarial y, a un tiempo, asesor de cabecera de Pedro Sánchez.

Pero ahí donde el Gobierno ha machacado en hierro frío es en su lucha contra el poder judicial. La voluntad de doblegarlo recurriendo al juego sucio y a la difamación –acusaciones de lawfare mediante– para intentar frenar los procesos judiciales en curso que afectan a familiares del presidente, ministros y exministros del Gobierno, y al fiscal general del Estado, entre otros, no parece que vaya a tener un final feliz. Para el Gobierno y sus socios, se entiende. Y es que nuestra democracia, por suerte, es robusta y no admite simplificaciones. 

Simplificar la democracia

    6 de febrero de 2025