A la tercera ha ido la vencida. No en cuanto a victorias, puesto que en 2003 el candidato Mas ya había ganado en escaños, y en 2006 en escaños y en votos, pero sí en cuanto a victorias suficientes. O sea, en cuanto a victorias que van a permitir a Artur Mas gobernar. Y es que el voto cosechado ayer por Convergència i Unió fue —nunca mejor dicho— un voto masivo.

Más incluso —con perdón—: nunca la federación nacionalista había logrado un triunfo tan claro, tan contundente, con respecto a su gran rival electoral. Ni en los mejores tiempos de Jordi Pujol, cuando las mayorías absolutas iban cayendo una tras otra. En aquellos años —de 1984 a 1992— la máxima distancia entre CIU y el principal partido de la oposición, el PSC, fue de 31 escaños —en 1984—. Ahora, en cambio, todo indica que será superior.

Es verdad que esa brecha se explica en gran parte por la debacle socialista, la mayor de toda su historia en unos comicios autonómicos. Y que en semejante debacle ha pesado tanto la crisis como las propias torpezas y desatinos del gobierno tripartito. Pero también lo es que CIU ha sabido encarnar, a ojos del electorado, una alternativa fiable, lo mismo en el campo económico que en el identitario. De ahí su victoria y su notable aumento con respecto a 2006.

Aun así, sería erróneo afirmar que las aguas han vuelto a su cauce. El Parlamento actual ya no es lo que era. Aunque CIU gobierne, no lo hará con mayoría absoluta, por lo que se verá obligada a pactar. Eso sí, tendrá donde escoger. A expensas de lo que depare el último recuento, parece que el surtido de siglas sigue creciendo. Y una de ellas, el PSC, puede incluso generar, en el futuro, más de una sorpresa. Para ello, bastará con que algunos se acuerden de la coletilla. O sea, PSC-PSOE.


ABC, 29 de noviembre de 2010.

Un voto masivo

    29 de noviembre de 2010
Hasta hace unos días, yo lo ignoraba todo sobre los productos de proximidad. Por ignorar, hasta ignoraba que existieran. Ahora ya no. Ahora sé que existen y que merecen ser tenidos en cuenta. Algo es algo. Aun así, sigo preguntándome por la naturaleza de esta clase de productos. Si todo depende —como intuyo— de la distancia que media entre el lugar donde se halle uno y el producto en sí, para alguien situado, pongamos por caso, en Martorell, serán productos de proximidad las Aromas de Montserrat, también llamadas «Flors del Remei», e incluso la mismísima abadía benedictina. ¿La abadía un producto?, tal vez objete algún lector. ¿Y por qué no? Al fin y al cabo, alguien empezó a levantarla en tiempos del románico y allí sigue, produciendo encima toda clase de obras: religiosas, culturales y, por supuesto, patrióticas.

En cambio, si uno se encuentra por casualidad en Gandesa, le va a pillar cerquita alguna de esas rutas relacionadas con la batalla del Ebro a las que el Memorial Democrático ha prestado su apoyo entusiasta: la que permite revivir la batalla en un día; la que permite revivirla a fondo; la que recrea el paso del río e incluso la que transcurre por la retaguardia franquista. Pues bien, todos esos itinerarios deben ser considerados un producto de proximidad, en la medida en que es la mano del hombre —o, mejor dicho, los pies— la causante misma de su existencia. Y, en fin, lo que vale para Martorell y su abadía, o para Gandesa y su batalla, valdrá —no creo que nadie lo ponga en duda— para Baqueira y el snowpark de Beret.

Lo que ya me resulta más difícil de comprender es por qué el consejero Huguet considera el pan con tomate o los embutidos de la tierra productos de proximidad. Yo puedo comprender que al consejero le guste desayunarse con esos comestibles y que, en uso del poder que le confiere el cargo, obligue por decreto a todos los hoteles catalanes de cuatro estrellas o categoría superior —o sea, los que él utiliza— a incluirlos a partir de ahora en el menú. Qué se le va a hacer, contra gustos no hay disputas. Y como los gustos, aquí, son los del consejero del ramo… Pero que no se escude en el genérico, que obligue a poner en el decreto mismo, allí donde corresponda, «los hoteles de cuatro estrellas o categoría superior van a incluir en adelante, en el desayuno, el pan con tomate y el embutido de la tierra, para satisfacción gástrica del consejero Huguet». Verá, consejero, las cosas, cuanto más claras mejor. Sobre todo si uno está a punto de dejarlo, como parece ser su caso.

ABC, 27 de noviembre de 2010.

Productos de proximidad

    27 de noviembre de 2010
Miércoles 1 de diciembre de 2010 a las 20:00 horas
Biblioteca de Babel, C/ Arebí 3 (Palma de Mallorca)


Aly Herscovitz en Palma

    26 de noviembre de 2010
… otra clase política. La que ha tenido a lo largo de estas tres décadas de autonomía ha demostrado ya de lo que es capaz. Lo mismo en el gobierno que en la oposición. Y si alguien todavía lo duda, que eche un vistazo al Estatuto de Autonomía, tal como salió del Parlamento autonómico en septiembre de 2005. Lo que ha venido después, hasta hoy mismo, no ha sido sino la agonía de unos políticos —y de una sociedad civil que de civil no tiene nada, pues está subvencionada por los cuatro costados— que lo mejor que podrían hacer en favor de sus conciudadanos sería jubilarse anticipadamente. Y que no nos vengan ahora con que no les alcanza el retiro que ellos mismos se han adjudicado...

ABC, Especial Elecciones Catalanas

Lo que Cataluña necesita es…

    24 de noviembre de 2010
Constataba el otro día un analista político que en esta campaña electoral, y al contrario de lo que sucediera en la de 2006, nadie anda por ahí prometiendo la luna. Es decir, prometiendo que, en caso de ser elegido y formar gobierno, va a poner en marcha la repartidora, untando a jóvenes y no tan jóvenes con el dinero público que haga falta. Tiene razón el analista. Ahora todos los candidatos hacen voto de austeridad, y si alguno promete la luna no es nunca en lo material, sino en lo simbólico —ya saben: la independencia, el concierto económico, el planeta verde y la igualdad divino tesoro—. La crisis, claro, y sus secuelas. Aunque en esta ocasión, y por paradójico que parezca, esas secuelas deban ser celebradas.

En primer lugar, porque seguramente no existe nada tan tedioso como los cantos de sirena de nuestros líderes políticos cuando están en campaña. Hasta las salidas de tono y la inevitable comedia humana —esta semana, con inmigrantes cazados, orgasmos fingidos y exhibición de toallas preservativas—, a pesar de su zafiedad, resultan más soportables. Y, en segundo lugar, porque al sustituir las dádivas por los sacrificios en el gasto, nuestros políticos actúan al dictado. Ante la tremenda irresponsabilidad que les ha caracterizado a lo largo de tantos años —a unos más que a otros, por supuesto—, es un consuelo saber que sus decisiones, presentes y futuras, son en gran medida vicarias. Me refiero, por supuesto, a las importantes, a las que afectan a nuestros bolsillos. Estas, la mayoría de las veces no las toman ellos, les vienen dadas. Y les vienen dadas por la superioridad. En el caso de nuestros profesionales, por el Gobierno del Estado. En el caso del Estado, por el Gobierno de la Unión Europea. Y en el de la Unión Europea, por el propio presidente de los Estados Unidos.

Es un consuelo, insisto. Lo cual no excluye que las promesas de contención presupuestaria, los recortes anunciados en las partidas de personal, las mil y una agencias públicas de las que, se asegura, se va a prescindir —en la medida en que nada aportan, excepto una inútil superposición de funciones y un despilfarro considerable—, no sean también, en el fondo, más de lo mismo. A saber: un nuevo brindis al sol —al sol electoral, que es el que más calienta—.

Ya puestos, no veo por qué no prometen también hacerse el haraquiri. Sí, como sus señorías en las últimas Cortes franquistas. No sólo darían un maravilloso ejemplo de austeridad, sino que, encima, hasta lograrían que muchos ciudadanos se acercaran a las urnas.

ABC, 20 de noviembre de 2010.

Gracias a la crisis

    20 de noviembre de 2010
El 10 de septiembre de 2009, coincidiendo con el 150 aniversario del nacimiento de Francesc Macià, el Parlamento catalán acogió un homenaje a su figura. Que el homenaje tuviera lugar en aquella fecha y no once días más tarde —que es cuando se cumplía en verdad el siglo y medio conmemorado— obedecía, por supuesto, a la voluntad de entreverar la efeméride en los fastos de la Diada. La Cataluña política llevaba ya entonces tres largos años sin vivir en sí, atenta al menor suspiro del Tribunal Constitucional, por lo que reforzar los actos del día de la patria catalana con la evocación de quien fuera primer presidente de la Generalitat republicana e impulsor del primer Estatuto de Autonomía de la era moderna —y de todas las eras imaginables— no sólo permitía conjuntar pasado y presente, sino también, y muy especialmente, seguir calentando motores. De ahí que el presidente del Parlamento, Ernest Benach, reuniera para la ocasión a los sucesores vivientes del homenajeado, o sea, a Jordi Pujol, Pasqual Maragall y José Montilla, y les invitara a hablar. Como es natural, quien más, quien menos, todos hablaron del «abuelo» Macià y de su ejemplo. Y todos enlazaron el —a su juicio— glorioso ayer republicano con el sombrío presente de hace poco más de un año. El Estatuto y sus miserias, claro. Pero también la necesidad de contar con un Macià redivivo, con alguien que acaudillara, llegada la hora, un movimiento unitario de respuesta a una sentencia adversa del Constitucional, que cada vez se presumía más probable.

Ese hombre, ese nuevo caudillo catalán, no podía ser otro —legalidad obliga— que José Montilla. Así lo indicaron, así lo reclamaron entonces públicamente, tanto Pujol como Maragall. Y así lo asumió el propio afectado: «Estaré al frente de la respuesta institucional que haga falta». Quizá por ello, cuando hizo falta —esto es, diez meses más tarde, tras conocerse el fallo y el consiguiente alcance de la tijera y de la lima—, el presidente de la Generalitat se puso, resuelto, al frente del movimiento. Y convocó una manifestación. Pero —lo recordarán, sin duda— las cosas se torcieron y en vez de terminar la marcha en loor de multitud, como hubiera sido su deseo y como habría cabido esperar de un guía supremo, conductor de su pueblo, tuvo que abandonarla fuertemente escoltado, entre el griterío y los insultos de los manifestantes, para refugiarse en la sede del Departamento de Justicia.

Ignoro, por supuesto, qué le pasó por la cabeza aquel infausto 10 de julio de 2010 mientras aguardaba allí dentro a que la marabunta escampara. Pero no me extrañaría lo más mínimo que pensara ya entonces en pisar el freno. Y, si no entonces, al cabo de poco. No era sólo aquel fin de fiesta inesperado, aquel caudillaje que no pudo ser. Estaban también las encuestas. Desde mediados de marzo dibujaban un panorama francamente distinto al de meses anteriores: el tripartito ya no sumaba lo necesario, y, aunque el principal batacazo se lo llevaban los independentistas de ERC, los socialistas también recibían lo suyo. Total, que, en los pronósticos demoscópicos, CIU se hallaba muy cerca de esa mitad más uno del Parlamento autonómico que permite no tener que gobernar en comandita. Por otro lado, el número dos del Gobierno y máximo representante del ala nacionalista del PSC, el consejero de Economía Antoni Castells, había empezado a expresar por lo bajín a quien quisiera oírle que con él ya no contaran. Así las cosas, el fracaso del todavía presidente de la Generalitat era un hecho. Ni había podido erigirse en el caudillo de todos los catalanes; ni había sido capaz de conservar la mayoría parlamentaria surgida de las urnas y de los pactos a tres; ni había logrado, en fin, que el sector catalanista de su partido, al que se había entregado en cuerpo y alma, siguiera secundándole. En lo sucesivo, ya sólo le quedaba cambiar de rumbo.

Pero para eso, claro, necesitaba tiempo. Mucho más del que tenía por delante. De ahí que empezara creándolo. Y como no podía estirar el calendario añadiéndole algún mes más, apuró hasta límites insospechados el margen de que disponía para fijar la fecha de las elecciones. Al fin y al cabo, no pesan igual cien días de campaña que sesenta. Porque lo que Montilla emprendió nada más volver de vacaciones fue una verdadera campaña. Eso sí, harto singular. Y no tanto por su duración exagerada como por su insólita naturaleza. Lejos de basarse en una suma de propuestas, más o menos razonadas, sobre lo que los socialistas catalanes piensan hacer en la próxima legislatura autonómica como prolongación de sus siete años de gobierno de presunto progreso, la campaña ha consistido hasta la fecha en un goteo incesante de renuncias. En soltar lastre, vaya. Y en nada más.

Bien es cierto que ese desprendimiento doctrinal no ha sido en modo alguno aleatorio. Al contrario. Ya sea por boca del presidente de la Generalitat en alguno de sus esforzados discursos; ya sea a través de las declaraciones de algún palafrenero; ya sea mediante vídeos o comunicados; ya sea, en fin, porque el programa electoral así lo recoge, el partido se ha ido desasiendo poco a poco de muchos de los oropeles identitarios con que había adornado en los últimos años su discurso y sus obras. Sobre todo en el frente lingüístico. Tras apoyar durante el septenio tripartito cuantas medidas coactivas iba tomando el Gobierno de la Generalitat, y ello tanto si correspondían a un departamento propio como si concernían a uno de ERC, los dirigentes socialistas se han destapado ahora como unos firmes partidarios del bilingüismo y de una política para la lengua catalana basada en el estímulo, el convencimiento y el imprescindible consenso. Ver para creer.

¿Significa ello que Montilla y los suyos han llegado a la conclusión de que la vía identitaria no conduce a ninguna parte? O, en otras palabras, ¿puede inferirse de ese cambio de rumbo que las famosas dos almas del PSC, la españolista y la catalanista, van a quedar reducidas en el futuro a una sola, y no precisamente la segunda? En absoluto. Si algo han evidenciado esos siete años de tripartito es el carácter meramente instrumental —y, en consecuencia, oportunista— de la bipolaridad socialista. Por más que los rectores del partido hayan insistido, una y otra vez, en la transversalidad del PSC en tanto que supremo garante de la cohesión social en Cataluña, los hechos han demostrado, con parecida insistencia, que en esta parte de España no existe otra transversalidad —es decir, otra instancia de poder político y social— que la constituida por el nacionalismo catalán. Así fue con Pujol y Maragall, así ha sido con Montilla, y así será, presumiblemente, con Artur Mas. Si ahora el partido opta por esconder su cara más autonomista en vísperas de unas elecciones autonómicas es tan sólo porque está convencido de que las va a perder. Y porque considera que, ya puestos, más vale perder por poco tratando de recuperar unos votos, los del cinturón de Barcelona, que en otro tiempo fueron suyos, que hacerlo por goleada. Al fin y al cabo, aquel caudillo que no pudo ser aspira a seguir viviendo, mejor o peor, del cuento. Y, con él, toda la tropa.

ABC, 13 de noviembre de 2010.

El caudillo que no pudo ser

    14 de noviembre de 2010
Artur Mas descarta que, tras el 28-N, pueda producirse en Cataluña un pacto a la vasca, o sea, un pacto de gobierno como el que sellaron, a comienzos de abril de 2009, el Partido Socialista de Euskadi y el Partido Popular del País Vasco. Cuando alguien descarta que dos fuerzas políticas vayan a ponerse de acuerdo para gobernar es, una de dos, o porque sabe que esas dos fuerzas están lejos de lograr los escaños necesarios para ello, o porque sabe que sus principios, sus programas o sus intereses son tan contrapuestos que no se les ocurriría por nada del mundo asociarse. O por ambas razones a la vez, claro. En lo tocante al caso catalán, el candidato de CIU circunscribe dicha imposibilidad al primero de los factores, esto es, a la evidencia de que una suma a la vasca difícilmente puede darse por estos lares —recuérdese que, a día de hoy, las encuestas más optimistas sitúan una hipotética alianza entre PSC y PPC a 18 escaños de la mayoría absoluta—. En otras palabras: según el político nacionalista, si en manos de los socialistas y los populares catalanes estuviera el llegar a un pacto de gobierno, seguro que llegaban.

Es verdad que nos hallamos en campaña y que en campaña todo sirve. Por lo tanto, no deja de ser hasta cierto punto normal que Artur Mas recurra a semejante argumento para resaltar el carácter supuestamente españolista del PSC, que no es sino la mejor manera de realzar el carácter decididamente catalanista —léase, nacionalista— de la federación que él preside. Ahora bien, si hay algo que nunca puede haberle quitado el sueño al candidato de CIU es la filiación llamémosle patriótica de los socialistas catalanes. Desde que el partido existe —y hace de ello ya tres largas décadas—, siempre que los intereses particulares de Cataluña han entrado en conflicto con los generales de España, el PSC ha optado por los primeros. Y siempre que las circunstancias le han llevado a levantar un muro para echar del tablero político a un adversario, este adversario no ha sido otro que el PPC —el Pacto del Tinell constituye sin duda la máxima expresión, y la más deleznable, de esa práctica antidemocrática—.

De ahí que una alianza entre socialistas y populares catalanes esté muy lejos de poderse siquiera imaginar. Y es que, bien mirado, ese pacto a la vasca al que se alude como modelo y cuya fragilidad resulta más que manifiesta, ni siquiera se habría planteado de no mediar el terrorismo. Desengáñense, en España manda el nacionalismo, así en provincias como en la capital. Y todo indica que seguirá mandando.

ABC, 13 de noviembre de 2010.

Un pacto a la vasca

    13 de noviembre de 2010
Por aquello de que más vale estar prevenido, se me ha ocurrido echar un vistazo al programa electoral de Convergència i Unió y, en concreto, al apartado referido a la educación. Si disponen de cinco minutos, les aconsejo que hagan lo propio. No tiene desperdicio. A medida que uno lo va leyendo, no puede por menos de preguntarse, una y otra vez, cómo es posible que una gente que ha regido la política catalana durante casi un cuarto de siglo sea capaz de semejante desvergüenza. Y es que, a juzgar por esa decena de páginas, los gobiernos de Pujol no habrían influido para nada en el estado paupérrimo en que se encuentra hoy en día la enseñanza. No, toda la culpa del desastre actual habría que achacarla al «exceso de burocracia, ruido y medidas improvisadas y sin consenso» de «los últimos años». Es decir, al tripartito. Y no sólo eso. En la medida en que el documento expresa también la «voluntad de trabajar para que el sistema educativo vuelva a ser garantía de ascensor social y de igualdad de oportunidades», parece evidente que, para los hacedores del programa, así era este mismo sistema en los tiempos de CIU.

Es verdad, a qué negarlo, que los gobiernos de Maragall y Montilla han llevado la política educativa a niveles de deterioro difícilmente superables. Sobre todo por la impudicia con que han tratado las cuestiones más espinosas —el uso de la lengua, la condición del profesorado—. Pero de ahí a cargarles el muerto como si lo de antes fuera el mismísimo paraíso hay un buen trecho. Es más, nada de lo realizado por los gobiernos tripartitos puede considerarse, en el fondo, fruto de su estricta iniciativa. El surco estaba ya trazado y ellos se han limitado a regarlo —con tan malas artes, eso sí, que han dejado el terreno hecho un lodazal—. En realidad, todo arranca de hace por lo menos dos décadas. De la aprobación de la Logse, para ser exactos. Allí CIU pactó con el socialismo la reforma educativa vigente —no olviden que la Loe de nuestros días no es sino un remedo de la Logse de entonces—. Le convenía. No porque creyera en ella y en sus principios —el igualitarismo buenista no ha sido nunca santo de su devoción—, sino porque le permitía un grado de autonomía en la definición de los contenidos y en la gestión del proceso de reforma que jamás había soñado. Y, encima, le daba carta blanca en el campo lingüístico.

Ahora promete devolver la educación al estado del que nunca debió salir y que ella contribuyó en gran medida a destruir. Demasiado tarde. A estas alturas, el barro ya lo cubre todo.

ABC, 6 de noviembre de 2010.

La educación de CIU

    6 de noviembre de 2010