En primer lugar, porque seguramente no existe nada tan tedioso como los cantos de sirena de nuestros líderes políticos cuando están en campaña. Hasta las salidas de tono y la inevitable comedia humana —esta semana, con inmigrantes cazados, orgasmos fingidos y exhibición de toallas preservativas—, a pesar de su zafiedad, resultan más soportables. Y, en segundo lugar, porque al sustituir las dádivas por los sacrificios en el gasto, nuestros políticos actúan al dictado. Ante la tremenda irresponsabilidad que les ha caracterizado a lo largo de tantos años —a unos más que a otros, por supuesto—, es un consuelo saber que sus decisiones, presentes y futuras, son en gran medida vicarias. Me refiero, por supuesto, a las importantes, a las que afectan a nuestros bolsillos. Estas, la mayoría de las veces no las toman ellos, les vienen dadas. Y les vienen dadas por la superioridad. En el caso de nuestros profesionales, por el Gobierno del Estado. En el caso del Estado, por el Gobierno de la Unión Europea. Y en el de la Unión Europea, por el propio presidente de los Estados Unidos.
Es un consuelo, insisto. Lo cual no excluye que las promesas de contención presupuestaria, los recortes anunciados en las partidas de personal, las mil y una agencias públicas de las que, se asegura, se va a prescindir —en la medida en que nada aportan, excepto una inútil superposición de funciones y un despilfarro considerable—, no sean también, en el fondo, más de lo mismo. A saber: un nuevo brindis al sol —al sol electoral, que es el que más calienta—.
Ya puestos, no veo por qué no prometen también hacerse el haraquiri. Sí, como sus señorías en las últimas Cortes franquistas. No sólo darían un maravilloso ejemplo de austeridad, sino que, encima, hasta lograrían que muchos ciudadanos se acercaran a las urnas.
ABC, 20 de noviembre de 2010.