Les supongo al corriente del episodio protagonizado el pasado domingo por el ministro de Consumo del Gobierno de España y coordinador federal de Izquierda Unida, Alberto Garzón, pero, por si no fuera el caso, se lo recuerdo. Este día Garzón se dirigía a los suyos por vía telemática y en apenas veinticinco segundos fue capaz de decir –se refería al encarcelamiento de Pablo Hasél, aunque eso aquí es lo de menos– “se está poniendo de manifestación (…) con esa sentencia” y “estas leyes que ya hemos proponido cambiar varias veces”. Confieso que cuando lo escuché en Twitter pensé que no era posible. Que aquello tenía truco, seguro. No sería la primera vez que un vídeo manipulado circulaba por la red. Pero no, no lo tenía. Al poco pude comprobar, Europa Press mediante, su autenticidad. El ministro era el autor y único responsable de semejante atropello a la gramática y, como reza el tango, a la razón.

Enseguida pensé: Izquierda Unida, claro. O sea, Partido Comunista, clase obrera, extracción social baja, analfabetismo estructural de generaciones anteriores. A saber qué educación habría recibido el crío en casa. Como desconocía la genealogía de la familia Garzón Espinosa acudí raudo a Wikipedia para corroborar mis sospechas. Seguro que la falta de estudios del padre o la madre, cuando no de ambos, iba a confirmarlas. No les cuento cuál fue mi sorpresa al comprobar que el padre del ministro es profesor de geografía e historia en un instituto y la madre, ya fallecida, era farmacéutica. ¿Entonces?

Todos los que tenemos hijos conservamos sin duda el recuerdo –o, si todavía son pequeños, lo experimentamos a diario– de la cantidad de veces que había que corregirlos cuando pronunciaban mal una palabra o una expresión, la usaban de manera defectuosa o la construían de manera inapropiada. Esa práctica no desaparecía del todo con la escolarización de los retoños, pero se atenuaba, en tanto en cuanto la escuela, lógicamente, echaba también una mano. Es cierto que con los nuevos métodos de aprendizaje constructivista, en los que está prohibido corregir al alumno para no dañar su desarrollo creativo, cabe la posibilidad de que esa mano no se echara o se echara más bien poco. Recuérdese que Garzón tiene 35 años. Pertenece, pues, a la generación LOGSE, esa cuya etiqueta nuestra izquierda sigue enarbolando como uno de sus “logros indudables” –sin ir más lejos, en el preámbulo de la actual LOMLOE, más conocida como ley Celaá–, por más que las estadísticas del escaparate europeo le desmientan año tras año con tozuda insistencia. Sea como fuere, lo que está claro es que ni en casa ni en el aula le corrigieron esa contaminación analógica con que aliñó el pasado domingo su discurso. Y si en alguna parte sí se esforzaron en corregirle, parece evidente que fue en vano.

Tan en vano que mucho me temo que ni el propio ministro es consciente de la gravedad del asunto. La misma tarde Garzón publicó un tuit en el que se excusaba por lo que calificaba de equivocación: “Esta mañana he dicho ‘proponido’ en vez de ‘propuesto’. Lo siento mucho. Me he equivocado, No volverá a ocurrir…” Para, a renglón seguido, desdecirse: “… o quién sabe: porque una de las cosas que tiene hablar –y en general hacer cualquier cosa– es que te puedes equivocar”. Por supuesto. Todos podemos equivocarnos. Pero cuando a uno se le escapa un “proponido”, al acto añade “perdón: propuesto”. Si no lo hace, es porque ni siquiera sabe que ha cometido un error. Pero peor resulta la otra contaminación analógica, por la que ni siquiera se excusó. Me refiero al “se está poniendo de manifestación”. Como se había referido poco antes a las “manifestaciones inoportunas” de Hasél, es posible que el “manifiesto” preceptivo se le volviera “manifestación”. O incluso que de tanto salir a la calle a armar barullo, el “manifestación” sea ya metastásico en los de su cuerda. En cualquier caso, también aquí lo esperable en alguien que se equivoca es una pronta rectificación, un “perdón: de manifiesto”. Si no se da, es que esa persona ni siquiera es consciente de haber errado.

Hay quien considerará que este episodio, al cabo, no reviste mayor importancia. Que en nuestro país ocurren a diario cosas muchísimo más graves. Sin duda alguna. Pero lo de nuestro ministro analógico tiene una trascendencia simbólica incontestable. ¿Se imaginan por un momento algo parecido en boca de un ministro francés, italiano, inglés, alemán o portugués –por recurrir a lo más cercano–? ¿Verdad que no? Pues a través de bocas como la del ministro Garzón hablamos, para nuestra vergüenza, los españoles en el mundo.

(VozPópuli, 25 de febrero de 2021)

Alberto Garzón, ministro analógico

    25 de febrero de 2021

  

Han pasado ya cuatro días desde el desplome de Ciudadanos en las autonómicas catalanas y todavía no le hemos oído a Inés Arrimadas ni una sola explicación razonable de lo ocurrido. Mal síntoma cuando en un partido político hay que recurrir a un grupo de exdiputados y cargos orgánicos apartados de todo nivel de representación para dar con un relato, si no plenamente certero, sí como mínimo verosímil de las causas que han conducido a semejante despeño. Señal inequívoca de que la actual dirección del partido –tan similar en su estructura, por cierto, a la de aquel Consulado tripartito salido del 18 Brumario en el que Napoleón ejercía de primer cónsul–, ha optado por eludir el análisis racional y ha impuesto, en su lugar, el cierre de filas.

Así, no hemos oído ningún argumento consistente; sólo burdas excusas. Que si una convocatoria electoral en plena pandemia iba a perjudicar al constitucionalismo –¿y cómo se explica, pues, el incremento porcentual y en votos del PSC, al que Cs ofrecía, nada más comenzar la campaña, entre abrazo y abrazo, una alianza futura junto al PP?–. Que si el electorado constitucionalista es el que más fácil se desmoviliza –¿no tendrá algo que ver en ello la capacidad del partido para movilizarlo, y no sólo en campaña, sino durante los tres largos años de una legislatura en la que era el primer partido de Cataluña?–. Que “la clave no es si lo hemos hecho bien o mal, sino si hemos hecho lo correcto” –de lo que se deduce que basta con hacer lo correcto para estar libre de reproche–. Y, en fin, esta excusa que ni siquiera es burda sino manifiestamente falsa y torticera y que consiste en echar la culpa a la anterior dirección de los pésimos resultados obtenidos; hace un año, y lo saben perfectamente quienes ahora dirigen el partido, las expectativas electorales en Cataluña eran porcentualmente muy superiores, por lo que una porción sustancial de su mengua es achacable tan sólo a quienes han gobernado desde entonces la nave.

Está claro que exigir a esta dirección tripartita que dimita, en pleno o en parte, es tiempo perdido. ¿Cómo van a dimitir quienes consideran que, dentro de lo que cabe, lo han hecho razonablemente bien y sólo han cometido pequeños errores? Parece que en el seno del partido e incluso del Comité Ejecutivo hay un evidente descontento ante la nula asunción de responsabilidades. Y que ya hay quien se está moviendo para promover una suerte de impeachmentmediante alguno de los mecanismos previstos en los Estatutos de la formación. Sobra añadir que no les va a resultar fácil. Si existe un partido con una estructura diseñada para que el debate y la rendición de cuentas no pongan nunca en peligro la estabilidad del liderazgo este es Ciudadanos.

De las declaraciones de Arrimadas tras el desplome merece la pena destacar asimismo unas palabras que, aun siendo también un intento de justificar lo injustificable, tienen a mi entender un alcance mucho mayor, por cuanto son comunes a toda nuestra clase política. Es lo que podríamos denominar “la falacia del voto cautivo”. Según ella, no es justo comparar las elecciones de 2017 con las del pasado domingo, por cuanto en las primeras Ciudadanos recibió muchos apoyos circunstanciales. Sin duda. Como los recibió el PP de Alejo Vidal-Quadras en 1995, cuando pasó de 7 a 17 diputados y tuvo un incremento en el voto del 167% con respecto a los anteriores comicios. O como los ha recibido ahora Vox con Ignacio Garriga al frente al irrumpir en el Parlamento con 11 diputados y habiendo cosechado 218.000 sufragios. Tanto en 1995 como en 2017 o 2021 una parte considerable del electorado catalán vio en una determinada fuerza política el mejor muro de contención del nacionalismo. Y todo lo demás –ideología, programa, etc.– pasó a segundo término. Pero hablar en estos casos de voto prestado es creer que existe, por contraste, un voto propio. O sea, cautivo. El de los que siempre votarán un mismo partido. Por supuesto, haberlos haylos. Y en los partidos tradicionales más que en otros. Pero incluso en estos casos cuando un líder político se refiere a estos votantes como a “los nuestros”, está incurriendo en un grave error. El de despreciarlos. El de considerar que los votantes carecen de libre albedrío electoral. En el fondo, el único voto verdaderamente cautivo es el de los militantes, cargos y representantes públicos de una formación política –y aún habría que comprobarlo–. Y por razones que van mucho más allá de la lealtad a unas siglas.

Acaso esa debería ser, al cabo, la principal lección para la dirección de Ciudadanos de los resultados del pasado domingo. La de asumir que 952.000 ciudadanos dejaron de considerar que resultaba útil votarles. Y, acto seguido y sin dilación, olvidarse de trampantojos balsámicos y preguntarse por qué.

(VozPópuli, 18 de febrero de 2021)

El desplome de Ciudadanos

    18 de febrero de 2021

  

La política catalana ha tenido siempre un halo sentimental. Cosas del nacionalismo, sin duda, que todo lo impregna. Ya Josep Pla hablaba, en plena Segunda República, de “la mermelada sentimental que lo pringa todo”. Es verdad que no lo aplicaba de forma específica a Cataluña, sino que lo ofrecía más bien al por mayor. Pero también lo es, claro, que cuanta más mermelada, más pringue. Y de ese pringue tenía ya entonces en cantidad suficiente aquella Cataluña. Hasta el punto de que el propio Pla –a quien la cultura, los viajes y un antisentimentalismo notorio habían ido alejando del nacionalismo– afirmaba el 8 de marzo de 1933 en Las Provincias que “cuando llega la hora de votar el sentimentalismo del catalán busca más lo simbólico que lo verdadero”.

Acaso ese fuera el motivo por el que Josep-Lluís Carod Rovira, setenta años más tarde, en el mitin de final de campaña de las elecciones autonómicas que terminarían llevándole, a la zaga de Pasqual Maragall, al Gobierno de la Generalidad, pedía a sus huestes que “votaran con el corazón”. Un ruego que repetiría en la misma jornada electoral al ir a depositar su voto, y que tornaría en agradecimiento ya entrada la noche, tras conocer el resultado obtenido por su partido. Los catalanes habían sido valientes, habían votado con el corazón, habían votado más que nunca a ERC.

Desde aquel 2003 en que se conformó el primer Gobierno tripartito en Cataluña –“Pacto del Tinell” incluido– hasta el día de hoy, no sólo han pasado cerca de 18 años –con intento de golpe de Estado incluido–; también se han vertido en el ámbito público toneladas y toneladas de mermelada sentimental. Cierto es que ahora se habla más de emociones que de sentimientos, quién sabe si en justa correlación con el auge de los libros de autoayuda y de la llamada inteligencia emocional. Pero, al cabo, estamos en lo mismo. Los políticos, llegado el momento de pedirnos el voto, no acostumbran a apuntar a la cabeza sino algo más abajo y a la izquierda –lo que no excluye, sobra precisarlo, que algunos apunten incluso más abajo todavía y esta vez en el centro–. ¡Si hasta Ciudadanos, ay, nacido para combatir mediante la razón ese derroche sentimental del nacionalismo, ha acabado adoptando un corazón como emblema –eso sí, un corazón identitariamente tripartito–! Por no hablar de esa desdichada campaña de los abrazos, de infausto recuerdo.

Hoy faltan apenas cuatro días para que los catalanes con derecho al voto que no hayan optado por recurrir al correo y no piensen refugiarse en la abstención acudan a sus respectivos colegios electorales. Yo les pediría, si no lo han hecho ya, que lean 2017, el último libro de David Jiménez Torres (Deusto). El tiempo del que disponen de aquí al domingo les alcanza. Y ese libro, del que Juan Claudio de Ramón ha dicho con toda justicia que era “la crónica definitiva del Procés” –sin que ello desmerezca en modo alguno, claro está, la calidad de cuantos títulos sobre el mismo tema le han precedido, entre ellos el del propio De Ramón–; ese libro, decía, les ayudará, estoy seguro, a discernir el voto bueno del voto malo. O si lo prefieren, el voto útil del voto inútil. No porque su autor exprese preferencia alguna en este sentido, por más que de sus palabras pueda desprenderse lo que él jamás votaría de poder hacerlo en Cataluña, sino porque constituye una magnífica exposición de por qué ocurrió lo que ocurrió en 2017 y por qué las secuelas han sido las que han sido. 

No es este el lugar para hacer una reseña de la obra. Pero sí me parece importante destacar un par de ideas que se infieren de su lectura. La primera: adiós a lo de Ortega. O sea, adiós a la famosa conllevancia. Lo que Jiménez Torres bautiza como “la Premisa” no es sino la creencia, compartida por una mayoría considerable de españoles –y en particular por su clase política– hasta el mismísimo 2017, de que los excesos y los aspavientos del nacionalismo no iban a poner en jaque el Estado de las Autonomías, esto es, el marco constitucional. Por incómodos que manifestaran sentirse, por más que reclamaran y reclamaran un encaje del que a su juicio Cataluña carecía, por insignificantes que les parecieran cuantas compensaciones económicas y transferencias competenciales llegaran a ofrecerles los sucesivos gobiernos centrales, existía el convencimiento de que esos irredentos siempre terminarían por volver al redil, de que nunca romperían la baraja; de que bastaba, en definitiva, con saber conllevar el tan traído “problema catalán”. 2017 ha acabado con la ensoñación.

La segunda idea guarda relación con lo que ha venido después. O sea, con las consecuencias. Y aquí la carga de la prueba corresponde a los socialistas. Al PSC desde la Transición misma y, en particular, desde el primero de los gobiernos tripartitos, y al PSOE desde el primero de los gobiernos de Rodríguez Zapatero y, en particular, desde la moción de censura que permitió a Pedro Sánchez encaramarse al poder. Una carga de la prueba que no es otra que su constitucionalismo. En la España de 2021 –y esto también es un efecto de la crisis de 2017– ya no basta con proclamarse constitucionalista; hay que probarlo. En la política española actual, quien no defiende con hechos la Constitución no es constitucionalista. Y los socialistas, aunque de palabra sostengan lo contrario, no se han parado en barras a la hora de favorecer con sus hechos el desguace del Estado de derecho. Todo eso no lo dice, insisto, Jiménez Torres. Pero no creo que constituya ninguna adulteración de su pensamiento deducirlo de su ensayo.

Este domingo, como viene sucediéndome desde el día aquel de 2003 en que Carod Rovira pidió a los suyos votar con el corazón, no voy a poder votar en Cataluña. Pero si no fuera el caso, si pudiera participar en la cita electoral, tengo muy claro que, hoy más que nunca, sólo votaría a un partido que defendiese sin subterfugios ni medias tintas la Constitución. Es el único voto útil, decente y razonable que puede emitir quien crea que esa España de ciudadanos libres e iguales que nos dimos en 1978 sigue mereciendo la pena.

(VozPópuli, 11 de febrero de 2021)

Ante el 14-F

    11 de febrero de 2021

  

Aunque parezca mentira, lo que llevamos de legislatura nos deja por lo menos una certeza: la de que esto no funciona. Es fácil achacar semejante deficiencia al gobierno que salió de los designios de las urnas en noviembre de 2019. E incluso remontar un poco el río electoral, detenerse en el mes de abril de aquel mismo año y ponerse a jugar a contrafácticos, o sea, al “qué habría pasado si...” y otras conjeturas. Pero, por más que la tentación esté ahí, si esto no funciona no es porque a los españoles nos haya tocado el gobierno que nos ha tocado. O no sólo. En realidad, puede afirmarse sin temor a errar el tiro que nos ha tocado el gobierno que nos ha tocado porque esto ya no funcionaba.

Y esto son básicamente tres cosas: el Estado autonómico, la separación de poderes, y el sistema electoral y de partidos. Vayamos, pues, por partes. Nuestro Estado de las Autonomías sólo puede funcionar o, lo que es lo mismo, sólo puede resolver los problemas de los españoles en tanto que ciudadanos libres e iguales si la delegación de competencias del poder central en el autonómico se asienta en los principios de lealtad institucional y obediencia a la ley. Así ocurre en los países cuya estructura de Estado es parecida a la nuestra, llámesele federal o como se le quiera llamar. Lo que no significa, claro, que en esos países la gobernanza esté exenta de desajustes y tensiones. Haberlos, haylos, como en todo sistema complejo, pero sin que ello impida que hallen, por lo general, una vía de solución. En España, en cambio, los problemas no se resuelven; o se agudizan, o se soslayan y se eternizan –con lo que terminan agudizándose aún más–. En España no hay lealtad entre las partes; hay chantaje. En España no se respeta el marco de la ley; se vulnera.

El Estado de las Autonomías que los españoles nos dimos en 1978 al aprobar de forma amplísimamente mayoritaria la actual Carta Magna pide a gritos una reforma que, en esencia, garantice la preeminencia del todo con respecto a la parte, o, si lo prefieren, del poder central con respecto al autonómico. Lo vivido durante este primer y largo año de legislatura ha demostrado hasta qué punto esa reforma resulta apremiante. Y, en especial, en lo referente a los ámbitos sanitario y educativo. Por excepcional que sea la pandemia que asola el mundo, por muchos tumbos y bandazos que hayan dado tantos gobiernos de nuestro entorno a la hora de abordarla, ninguno ha obrado como el de España. Aunque mejor sería decir, para no faltar a la verdad, como los de España. La renuncia del Gobierno central a su función rectora escudándose en que las competencias no están ya en sus manos; su enfrentamiento con los ejecutivos autonómicos, y en particular, pero no tan sólo, con los de un color político distinto; el uso y abuso del Estado de alarma para menesteres ajenos a los propiamente sanitarios, todo ello ha devenido en una gestión caótica cuyas víctimas no han sido sólo los ciudadanos contagiados por el virus –y entre ellos, por supuesto, quienes han perdido la vida como efecto de ese contagio–, sino también eso que el exministro del ramo caracterizó navideña y festivamente como familiares y allegados. O sea, casi todos nosotros.

En cuanto a la educación, la aprobación exprés de la ley Celaá, que además de ser una ley de parte en lo ideológico lo es también en lo competencial, pues legitima de iure lo que ya se daba de facto en la periferia del territorio nacional –esto es, la vulneración sistemática y en buena medida sistémica de la Constitución–, supone un raspado inmisericorde de los pocos poderes con que contaba aún en este campo el Gobierno central. El que emanaría de la Alta Inspección educativa, por ejemplo. O el que resultaría de la condición del castellano como lengua vehicular. Aquí también una reforma en profundidad que restituya al Gobierno del Estado los poderes que nunca debería haber perdido se antoja irrenunciable.

Por lo demás, nuestra democracia representativa arrastra también un serio problema en relación con la división de poderes. Con los tres que Montesquieu quería salutíferamente separados y con el que le añadió algo más tarde de palabra Edmund Burke –esto es, lo que era entonces la prensa y ahora son los medios de comunicación– y que convendría que siguiera una misma profilaxis. Y es que, de una parte, el ejecutivo invade el terreno del legislativo recurriendo con contumacia al concepto de excepcionalidad, cuando no utiliza las Cortes Generales como mera correa de transmisión de sus querencias. De otra, el legislativo interviene de grado o por fuerza en la designación de los miembros del órgano de gobierno del poder judicial, con lo que pone en cuestión su independencia. Y lo mismo pasa, en fin, con los medios de comunicación públicos: el legislativo es quien bendice la composición de sus órganos rectores. Sobra indicar, en fin, que esas invasiones bárbaras de poderes se dan igual en la esfera autonómica.

La última y grave disfunción a la que nos enfrentamos tiene que ver con el sistema de representación política, o sea, con nuestro sistema electoral y el de partidos. La desconexión entre ciudadanos de a pie y representantes y cargos públicos, favorecida por una ley electoral injusta y por el quiste maligno de la partitocracia, no ha hecho más que aumentar con el tiempo. Y lo más triste: ninguna formación política, ni vieja ni nueva, parece ya interesada en ponerle efectivamente remedio. Y así nos luce.

Supongo –y espero– que más pronto que tarde saldremos de esta. Pero si no aprendemos de una vez por todas que nuestro edificio constitucional necesita reformas y que, en lo tocante a la gobernanza del país, tenemos lo que nos merecemos por no haberlas emprendido en el momento oportuno, no sólo seguiremos engañándonos, sino que nuestro porvenir como Nación de ciudadanos libres e iguales va a estar, por desgracia, seriamente comprometido.

(ABC, 10 de febrero de 2021)

Esto no funciona

    10 de febrero de 2021


Uno de los grandes males de la enseñanza pública española es el abandono de que ha sido objeto por parte de quienes profesan, en el ámbito educativo y fuera de él, ideas liberales. O sea, por parte de quienes consideran que la enseñanza pública, para garantizar la igualdad de oportunidades, debería facilitar ante todo una formación humanística y científica solvente, libre de anteojeras ideológicas, de modo que cada uno de los futuros ciudadanos que por ella transiten pueda terminar encontrando, conforme al esfuerzo desplegado y al mérito contraído, un lugar en la sociedad. Debería facilitar, digo. Porque es evidente que hoy en día no es así.

Ese desistimiento liberal tiene, claro, su contrapunto: la colonización de que ha sido víctima en España la enseñanza pública, en todas sus etapas –desde la educación infantil hasta la universitaria–, por parte de la izquierda y el nacionalismo supremacista. Por si alguna persona de buena fe albergaba todavía alguna duda al respecto, la tramitación y posterior aprobación de la nueva ley educativa habrá acabado con ella. Si un gobierno de una democracia liberal como se supone que es la nuestra se atreve con una reforma de semejante calado ideológico es porque posee la certeza de que en la enseñanza primaria y secundaria de gestión y titularidad públicas todo está bajo control. Todo: profesores, estudiantes, sindicatos del ramo, asociaciones de padres, y hasta conserjes y bedeles. Y de existir alguna discrepancia, los poderosos tentáculos de la Administración, con sus castigos y sus favores, se bastan y se sobran para acallarla.

Esa colonización ideológica de la enseñanza primaria y secundaria se ha dado también, claro está, en la universidad pública. Con la particularidad de que en este caso se le ha añadido una figura singular, la llamada autonomía universitaria, que ha terminado convirtiéndose en una verdadera patente de corso. A propósito, les recomiendo que lean, si no lo hicieron ya en su momento, el valiente y muy instructivo ensayo biográfico de Clara Eugenia Núñez Universidad y Ciencia en España. Claves de un fracaso y vías de solución (Gadir, 2013). Comprobarán cómo se paga –en este caso con el cese en el cargo de la propia autora, por entonces directora general de Universidades e Investigación de la Comunidad de Madrid– el intento de reformar el sistema que los rectores del lugar, con el ínclito Ángel Gabilondo a la cabeza, tenían instaurado y cuyas principales características eran la endogamia, la falta de transparencia, la ausencia de rendición de cuentas y, en definitiva, la ineficiencia y la consiguiente dilapidación del talento y del dinero público.

Pero volvamos al presente. A lo largo de este mes de enero hemos asistido, para pasmo de muchos –si es que en la mente de los españoles queda todavía espacio para el pasmo–, a una justa de declaraciones encontradas entre el ministro del ramo, Manuel Castells, y la CRUE, la Conferencia de Rectores de las Universidades Españolas, con la naturaleza de los exámenes, presenciales u on line, como telón de fondo. Se trata de algo inédito. Nunca un ministro había osado enfrentarse, y encima públicamente, a un lobby de este tenor. Por no atreverse, ni siquiera se había atrevido ninguno a dar un paso de cierta trascendencia sin contar con el placet de la CRUE. Pero Castells, como nadie ignora, vive ya en otro mundo. Cuando afirmó en aquella comparecencia en el Congreso que este mundo se acaba, seguro que ninguno de esos rectores magníficos se tomó en serio sus palabras. Y ya ven. No bromeaba, no.

Castells afirma que comprende a los estudiantes cuando advierten del peligro que suponen en tiempos de pandemia las evaluaciones presenciales y abogan por hacerlas on line, como al término del pasado curso académico. Los rectores, por su parte, sostienen que no existe peligro alguno de contagio, que los protocolos acordados con Sanidad funcionan, y que las pruebas del curso pasado fueron un paripé en el que los estudiantes copiaron a mansalva, por lo que resulta imprescindible que ahora se hagan de forma presencial. Y, por si no bastaba con esas razones, recuerdan que la autonomía universitaria les asiste. En suma, que el ministro no debería meterse donde no le llaman.

Castells será lo que quieran, pero no engaña. Ya manifestó hace meses que no le importa que los alumnos copien. Es más –apunten, rectores, por si además de magníficos se siguen considerando renovadores y progresistas–, que “la obsesión de que no copien es un reflejo de una vieja pedagogía autoritaria”. Castells es de los tiempos del aprobado general político o del aprobado particular, político o no. Del “ya te suspenderá la vida”. (Y, al paso que vamos, vaya si los suspenderá.) Dicen que ha llegado a ministro porque Colau así lo quiso. Tal vez. Pero me da que al presidente Sánchez ese enfrentamiento de Castells con el lobby rectoral no le preocupa lo más mínimo, Y, si me apuran, hasta puede que le despierte cierta simpatía. ¿Cómo no va a compartir con su ministro ese desprecio por la limpieza en las evaluaciones un presidente que, aparte de haber copiado su tesis doctoral, no admite otra evaluación sobre su gestión de gobierno que la suya propia?

(VozPópuli, 4 de febrero de 2021)

Ya os suspenderá la vida

    4 de febrero de 2021