Cuando uno lanza un órdago como el que lanzó Artur Mas el pasado mes de septiembre y lo fía todo a los resultados de unas elecciones autonómicas a las que ha conferido un carácter plebiscitario, corre el riesgo de que le salga el tiro por la culata. Y eso es lo que le pasó ayer al presidente de la Generalitat catalana. Aunque en un futuro siga insistiendo en la voluntad de convocar un referendo para tratar de separar a Cataluña del resto de España, el referendo, en realidad, se celebró ayer. O, cuando menos, en primera instancia. Y es evidente que el convocante lo perdió. No sólo CIU no alcanzó la mayoría absoluta, sino que además se dejó una docena de escaños en el camino. Casi nada. Unas elecciones sólo se anticipan cuando quien tiene esa potestad se encuentra privado de una mayoría parlamentaria para gobernar —cuando no le queda más remedio, en definitiva— o, al contrario, cuando nada le obliga a ello pero su seguridad en la victoria le permite creer que puede sacar del adelanto una buena tajada. Mas quiso dar a entender que se hallaba en el primero de los casos, pero enseguida empezó a comportarse como si estuviera en el segundo. Y, a medida que fueron venciendo los días, la propia sociedad catalana y gran parte de la española asumieron que en los comicios del 25 de noviembre el actual presidente de la Generalitat se jugaba mucho más que una mayoría simple o absoluta para gobernar.

Es verdad que el resto del voto independentista puede consolarle hasta cierto punto de ese traspié. Pero sólo hasta cierto punto. Entre ERC, que recupera sus registros de hace seis años, y la CUP, que obtiene por primera vez representación y ocupa el lugar de la Solidaritat per la Independència de los Laporta y López Tena —si bien con una propuesta izquierdista y antisistema—, el bloque partidario de realizar la consulta a cualquier precio experimenta incluso una pérdida de dos escaños. Sólo si se le añade Iniciativa per Catalunya y la sopa de letras que le acompaña, partidaria también de la consulta aun cuando su soberanismo sea mucho más liviano, podría hablarse de un crecimiento mínimo. Sobra decir que para este viaje no hacían falta tantas alforjas. Ni tanto Moisés encabezando la travesía. Con independencia de cuál vaya a ser su reacción, los fracasos de esta magnitud sólo admiten una respuesta decente: la dimisión.

Pero las urnas arrojaron también otros datos de interés, al margen de los que atañen a Mas y a su empeño segregador. El más relevante, sin duda, es el hundimiento del socialismo catalán. Un hundimiento que viene de lejos, pues el PSC no levanta cabeza desde que puso su destino en manos del nacionalismo radical, hace ya nueve años, con el beneplácito entusiasta del entonces secretario general del PSOE y futuro presidente del Gobierno, José Luis Rodríguez Zapatero. Desde aquella fecha es un partido desnortado, víctima de sus pactos y de sus miedos, un partido al que van abandonando cada vez más dirigentes —algunos, como Ernest Maragall, han presentado ya su propio partido— y, lo que es peor para sus intereses, cada vez más ciudadanos. Por lo demás, ese hundimiento no puede disociarse en modo alguno del que afecta al partido hermano. Ni en las causas, ni en los efectos. Después de los fracasos de Galicia y del País Vasco, los resultados de ayer en Cataluña ponen a la actual cúpula del PSOE en una situación delicadísima, de la que difícilmente va a salir con un ejercicio de supuesta autocrítica y una apelación a la unidad. A este paso, al socialismo español pronto le van a faltar las piezas necesarias para constituir un mínimo conjunto presentable.

El Partido Popular, por su parte, ha conservado su peso en la Cámara autonómica. Teniendo en cuenta el desgaste que siempre suele acarrear en tiempos de crisis el ser franquicia regional del partido que gobierna el Estado —y que ha adoptado, de grado o por fuerza, una serie de medidas manifiestamente impopulares—, su resultado es más que meritorio. Y lo es también, qué duda cabe, por haber sido el PP, durante la campaña, el blanco predilecto de los ataques de las dos fuerzas mayoritarias, esto es, de CIU, que no le perdona la presentación del recurso sobre el Estatuto al Tribunal Constitucional, y del PSC, emperrado en mantenerse equidistante con respecto a las dos formaciones de centroderecha, al margen de cuál sea el asunto que haga al caso y al margen, pues, de los hechos y de la propia verdad.

Capítulo aparte merecen los resultados de Ciutadans. De cuantas formaciones aumentaron ayer su representación parlamentaria, la presidida por Albert Rivera es, porcentualmente, la que más creció. Su defensa acérrima de la ley y el orden y su denuncia de la corrupción, o, lo que es lo mismo, su rechazo inequívoco de cualquier componenda con el nacionalismo, han sido premiados con creces por los electores. La consolidación de Ciutadans como fuerza política regional —una consolidación análoga a la experimentada en los últimos tiempos por UPyD en el resto de España— constituye, sin duda alguna, una de las noticias de la jornada.

Una jornada en la que se ha configurado, no hace falta añadirlo, un nuevo paisaje. No sólo en el campo parlamentario, como acabamos de ver, sino también en el social. La aventura soberanista de Artur Mas ha lastimado quizá para siempre la convivencia entre catalanes, y entre catalanes y el resto de españoles. O sea, entre españoles. Al margen incluso de lo que vaya a depararnos el futuro inmediato, me temo que el desgarro ya no tiene remedio. No es sólo un problema de relaciones sociales; es algo que ha ido incluso más allá, puesto que resulta difícil hallar hoy en día en Cataluña familias donde no se hayan roto ya, a cualquier nivel y en mayor o menor grado, las costuras. Y lo mismo puede afirmarse de tantos lazos afectivos que traspasan la comunidad catalana y se extienden al conjunto de España.

Pero, al margen de lo anterior, ese nuevo escenario en el que nos va a tocar vivir y convivir de ahora en adelante en la medida de lo posible ha consagrado también una impostura de consecuencias impredecibles. En Cataluña la ley se está convirtiendo a marchas forzadas en un concepto accesorio, en un marco maleable al gusto del consumidor. Como nada es imposible para los apóstoles del Estado nuevo, la ley no impera sino que uno se la salta cuando le conviene. Es lo que suele ocurrir allí donde la corrupción ha echado raíces y este es el caso, por desgracia, de Cataluña. Sólo cabe esperar que los resultados de anoche enfríen algo los ánimos de quienes parecen haber perdido, si no el juicio, sí toda sensatez. Muchísimos ciudadanos de Cataluña no desean otra cosa. Y, por supuesto, la gran, la inmensa mayoría de los españoles.

(ABC, 26 de noviembre de 2012)

El gran fracaso

    26 de noviembre de 2012

Acto Final de Campaña C's

    24 de noviembre de 2012
El Ayuntamiento de Barcelona ha decidido poner el nombre de Vicenç Albert Ballester a una calle de la ciudad. ¿Que quién era Vicenç Albert Ballester? Pues, al parecer, un profesional del catalanismo político. O sea, alguien sin oficio ni beneficio, pero con patria, como tantos hay hoy en día. El máximo mérito de Ballester, el que le hace merecedor de contar con una calle en esa ciudad que le vio nacer en 1872, es, según dicen, el de haber inventado la bandera independentista, la llamada «estelada» —y que muy bien podría llamarse la «cubana», puesto que fue tras una estancia en Cuba que a Ballester se le ocurrió la idea de añadir el triángulo azul con la estrellita blanca a la «senyera» tradicional—. Ya ven, el Ayuntamiento de la capital catalana no descansa. Tras conceder la medalla de oro de la ciudad a título póstumo al racista Heribert Barrera, ahora se dispone a honrar al inventor de la «estelada» poniendo su nombre a una calle. Serán las estructuras de Estado a que aludió el presidente Mas y que el alcalde Trias va construyendo por doquier.

Pero lo cierto es que no hay mal que por bien no venga. Lo recordaba el jueves por la noche el presidente de Ciutadans, en el mitin final de campaña. Decía Albert Rivera que habrá que agradecerle siempre a Artur Mas y a cuantos le secundan el que se hayan envuelto en la «estelada» y hayan abandonado la «senyera». O sea, el que se hayan ido con la parte y hayan liberado el todo. En efecto. El nacionalismo no representa más que a una parte de los catalanes, por lo que nunca debería haberse apropiado de la enseña de todos. El nacionalismo es una bandería. Le corresponde, pues, una enseña particular, privativa, excluyente; una enseña que no puede ser la oficial, dado que la oficial es, por definición, común y compartida. Como es el caso de la «senyera» para todos los catalanes, de la española para todos los españoles o de la europea para todos los europeos.

(ABC, 24 de noviembre de 2012)

De todos es sabido que el independentismo del lugar lleva tiempo ordenando la nueva vivienda. Para cuando deba habitarla. De momento está todavía enfrascado en los planos —o sea, en los planes—. Y una de las cuestiones que más le desazona es la de la lengua. La castellana, claro. ¿Qué hacemos con ella? Por supuesto, ya nadie fantasea con la posibilidad de eliminarla de cuajo. No, eso son sueños de otras épocas, mucho menos globales. Ahora el debate gira en torno a su oficialidad. En los últimos meses algunos patriotas han abogado por conservar en ese nuevo Estado de sus deseos la situación actual. Ya saben, dos lenguas cooficiales, aunque sólo sobre el papel. Quienes así discurren sostienen que hay que comprar voluntades y que la de la población castellanohablante, mayoritaria hasta nueva orden, bien vale ese sacrificio. Pero no todo el personal es tan fenicio. Los hay, y son los más, me temo, que siguen fieles a la ortodoxia del monolingüismo. Aun así, como no se fían del futuro poder, han publicado un manifiesto que, desde el título mismo —«El català, única llengua oficial del futur Estat català independent»—, no deja lugar a dudas. Es el típico texto de lo que podríamos llamar el nacionalismo ADN, donde se afirma que el alma de la nación catalana es su lengua, se ensalza la personalidad y el genio nacional de la patria y se habla de vivir en los Países Catalanes en un solo idioma. En fin, los delirios de siempre. Pero el texto también alude, como argumento para refutar la cooficialidad, a —traduzco— «la nula beligerancia de la población hispanohablante ante (…) la idea de un Estado catalán independiente». Cierto o no, el argumento dice mucho de lo ocurrido en Cataluña en esas tres largas décadas de nacionalismo gobernante. La lidia está llegando a su término. El toro se halla rendido y postrado. Pero, por muy lucida que haya sido la faena, de nada servirá si no se remata con la estocada. Y en esas estamos, al parecer.

(ABC, 17 de noviembre de 2012)

La estocada

    17 de noviembre de 2012
La obra de un periodista tiene un carácter esencialmente efímero. Salvo muy contadas excepciones, en las que la oportunidad o la dicha convierten el texto suelto en parte componente de un libro, los trabajos periodísticos suelen ser carne de hemeroteca. En una palabra, olvido. Lo mismo puede decirse de sus trayectorias profesionales, de sus vidas periodísticas. Son raros los casos en que se dispone de alguna monografía. Además, el único inventario existente, el Catálogo de periodistas españoles del siglo XX, de Antonio López de Zuazo, data de 1981 y, a pesar de su indiscutible utilidad, contiene numerosas lagunas y no pocos errores, imputables la mayoría de las veces a la fragilidad de las fuentes. De ahí que la publicación el año pasado del primer volumen del Diccionario biográfico del exilio español de 1939 (Fondo de Cultura Económica), dirigido por Juan Carlos Sánchez Illán y dedicado a los periodistas, merezca ser celebrada. Por su oportunidad, por su exhaustividad y, en general, por su rigor. Lo que no quita, claro, que las cerca de 350 semblanzas biográficas de que consta la obra presenten también algún que otro yerro u omisión. O que su concepción misma invite a reflexionar sobre los límites y los peajes del exilio.

Un ejemplo. El libro incluye la biografía de Agustí Calvet, Gaziel, quien fuera director ­—gran director— de La Vanguardia. Sin embargo, Gaziel no forma parte del exilio de 1939, sino del de 1936, pues tuvo que huir de la Barcelona revolucionaria a finales de julio de aquel año, antes de que los anarquistas pudieran darle el trágico paseo por la carretera de la Arrabassada. Durante la guerra vivió en Francia a cargo de Francesc Cambó, el dirigente de la Lliga, y trabajando para él, lo que significa que trabajó para el bando nacional, a quien Cambó apoyaba y financiaba. Hasta llegó a firmar, muy al principio, una carta de adhesión al general Franco. Luego, es verdad, volvió a España a mediados de 1940 huyendo de los bombardeos alemanes, sufrió un consejo de guerra al que fue sometido a instancias del conde de Godó, propietario de La Vanguardia, y se encerró en una suerte de exilio interior —sus Meditaciones en el desierto— consistente en no escribir jamás en los papeles y en no volver a publicar en otra lengua que no fuera la catalana. Es seguramente esa condición de exiliado interior —conforme a lo expuesto por Sánchez Illán en la introducción de la obra— lo que ha aconsejado su inclusión en el diccionario. Pero, si este es el caso, ¿por qué no está entonces también Josep Pla? ¿Porque no enmudeció, sino todo lo contrario? ¿Porque escribió en Destino, revista nacida con y para el régimen? ¿Porque publicó indistintamente en las dos lenguas? Si lo que cuenta a la hora de incluir o no a un periodista es su oposición al franquismo —o ese parece ser, al menos, el criterio—, la de Pla debería pesar tanto como la de Gaziel, si no más; al fin y al cabo, como demuestra su correspondencia con el editor Cruzet, recogida en Amb les pedres disperses (Destino), el ampurdanés de Llofriu hizo bastante más que el de Sant Feliu de Guíxols por favorecer la llegada a Cataluña y al resto de España de la libertad y la democracia.

Lo que invita, por otra parte, a preguntarse hasta qué punto esa clase de trabajos, tan provechosos, bienintencionados y justamente reparadores —aunque sólo sea porque ponen cuna y tumba a una legión de profesionales de la pluma a los que la defensa de sus ideales alejó para siempre de su patria y del recuerdo de sus compatriotas—, no tienen en su concepción misma su principal debilidad. Por un lado, por la dificultad, ya constatada, de acotar los márgenes del exilio. Pero también, y sobre todo, por la creencia —más o menos explícita en el planteamiento de la obra— de que los periodistas de verdad, los que merecían tal nombre, los buenos, en definitiva, eran los del exilio republicano, en la medida en que ellos y sólo ellos abrazaron hasta las últimas consecuencias la causa de la libertad. Sobra decir que el contraste de los hechos desmiente un planteamiento de esta naturaleza. Los buenos periodistas, como los malos, estaban a uno y otro lado de la frontera. Y la causa de la libertad, la defendían a menudo con parecido ahínco y acaso de forma más efectiva los que continuaban ejerciendo el oficio en España, a pesar de las trabas de un régimen dictatorial, que quienes habían optado, de grado o por fuerza, por el destierro. De lo que se sigue que algún día todas esas biografías deberían completarse con las de aquellos españoles que, sin haber formado parte de este exilio, siguieron desempeñando el periodismo en su país. Y, a poder ser, no en un volumen distinto, sino en un gran y único diccionario biográfico del periodismo español.

Un diccionario así podría evidenciar, por ejemplo, la importancia que tuvo, para la generación nacida en torno al cambio de siglo, un diario como Heraldo de Madrid cuando estuvo dirigido por Manuel Fontdevila y contó con Manuel Chaves Nogales como redactor jefe y pluma más destacada. O sea, entre 1927 y 1930. Trabajaban en él muchos de los que, en el transcurso de una década, acabarían escribiendo algunas de las mejores páginas del periodismo español —en la revista Estampa y el diario Ahora singularmente—. Entre estos periodistas estaban, aparte de Chaves, César González Ruano y Paulino Masip. Y también Carlos Sampelayo, autor de un libro publicado en 1975 y titulado Los que no volvieron, donde se trazan las semblanzas de gran parte de los intelectuales exiliados en América —en Méjico, casi todos—, y en especial de los pertenecientes al mundo del periodismo, el teatro y el cine. Pues bien, en este libro no figura, no podía figurar, González Ruano, puesto que nunca se fue de España —dejo a un lado, claro, sus corresponsalías periodísticas y sus misteriosas correrías parisinas de comienzos de los cuarenta—, condición necesaria para poder volver. Pero tampoco figura en él, al contrario de lo que cabría esperar, Masip. Que su nombre no salga citado ni una sola vez en Los que no volvieron, pese a haber compartido con Sampelayo tantas jornadas —Masip, al igual que Sampelayo, fue periodista y guionista cinematográfico en Méjico, amén de autor teatral—, resulta cuando menos sorprendente. Tal vez se deba a alguna vieja animadversión o a esos «enfrentamientos personales» entre exiliados a los que alude Sánchez Illán en su introducción al Diccionario biográfico y en los que Masip, por cierto, se vio envuelto al poco de empezar a trabajar en la industria cinematográfica mejicana, como demuestra su correspondencia con Max Aub —aunque el contrincante, en este caso, no fuera un periodista, sino un hombre de cine y de teatro, yerno de Arniches y colaborador de García Lorca en La Barraca, Eduardo Ugarte—.

Sea como fuere, Masip sí figura en el Diccionario biográfico, y con entrada propia. Eso sí, tal y como viene siendo habitual en cuantos trabajos aluden a su trayectoria periodística, ese episodio inaugural en Heraldo —Masip colaboró en el periódico desde marzo de 1928 como reportero y crítico teatral, si bien no formó parte de la plantilla hasta enero del año siguiente— no aparece mencionado. Y es de lamentar, por cuanto fue aquí donde aprendió en verdad el oficio, lo mismo que en Estampa, en cuyas páginas había ido publicando crónicas y reportajes desde mediados de 1928 y a cuyo plantel se incorporaría en agosto de 1929. Y fue aquí y en Estampa y en Ahora —diario en el que estuvo desde el primer día— donde bebió de las enseñanzas de Chaves Nogales. Como había bebido González Ruano en aquel Heraldo y en aquella Estampa de fin de década, antes de romper con la prensa republicana y entrar en Informaciones. Son esas transversalidades, al cabo, las que explican el periodismo de un tiempo y un lugar. Con todas sus luces y todas sus sombras.

(Letras Libres, noviembre de 2012)

La memoria periodística

    13 de noviembre de 2012
El SCC no es el Standards Council of Canada, ni el Sacramento City College, ni, por supuesto, la Société Centrale Canine. El SCC es el Sistema Català de Comunicació. El Sistema Català de Comunicació, o sea el esececé, difícilmente puede ser descrito en una columna de periódico: no sólo desborda sus límites, sino que, por su condición mutante, aparecerá siempre de modo inconcluso. Aun así, por probar que no quede. El SCC es un sistema basado en la existencia de un espacio diferencial —el Espai Català de Comunicació— donde se manifiestan fenómenos singulares. Por ejemplo, el de unos medios de comunicación presuntamente privados que, además de ir todos a una, guardan una exquisita fidelidad al poder, lo que les lleva a publicar editoriales conjuntos en contra del Tribunal Constitucional y a favor de un Estatuto de Autonomía cocinado por ese mismo poder; a cambio, reciben jugosas subvenciones, de forma directa o mediante publicidad institucional. O el fenómeno de una televisión pública que, entre otras muchas particularidades, tiene por costumbre censurar sus informativos, como ha hecho esta misma semana por la presión de una entidad financiera que no quería ver dañada su imagen. O el de un organismo de la Generalitat encargado de realizar estudios de opinión que prevé una mayoría absoluta para la federación gobernante, cuando resulta que todos los demás organismos y empresas de sondeos españoles coinciden en pronosticar para esa misma formación una mayoría no absoluta. O el fenómeno de una intelectualidad agradecida, rastrera y a todas luces senil, en la que confluyen funcionarios, altos cargos convergentes y viejas glorias del socialismo autóctono, que suscribe un manifiesto de apoyo al caudillo y su movimiento y se presta incluso a escenificar el acto de vasallaje con el consejero de Cultura oficiando de gran chamán. Y, sobre todo, el fenómeno que resulta de lo descrito hasta aquí: ese silencio envolvente, entumecedor, totalitario.

(ABC, 10 de noviembre de 2012)

El SCC

    10 de noviembre de 2012
El Institut Ramon Llull (IRL) nació en 2001 de la cordialísima entente entre dos gobiernos autonómicos, el catalán y el balear. En aquella época, tanto en el continente como en el archipiélago mandaba el nacionalismo, y ya se sabe lo mucho que esas transversalidades facilitan las cosas. El objetivo confeso y fundacional del IRL era aunar esfuerzos para promover en el extranjero la lengua y la cultura catalanas. Semejante propósito no hubiera planteado ningún problema de no haber existido en ambas Comunidades otra lengua y otra cultura que estas; pero no era el caso. Y, además, el nacionalismo no había escondido nunca que detrás de todo ello había un proyecto político, los llamados Países Catalanes. Quizá por eso en 2004, meses después de que el PP recuperara el Gobierno en Baleares, se rompió el pacto. Eso sí, por unos años tan sólo, puesto que en 2008 el retorno del nacionalismo al poder permitió recomponerlo. Y lo sorprendente es que en 2011, con los populares instalados de nuevo en el Gobierno del archipiélago, se mantuviera la alianza. Es verdad que la parte balear rebajó su aportación. Y que para ella resultaba muy cómodo que la Generalitat corriera con casi todo el gasto de la cultura producida en las islas. Pero, claro, uno no puede estar mucho tiempo jugando con fuego. Sobre todo si el dinero escasea y hay que recortar sí o sí. Y no digamos ya si el socio amenaza con echarse al monte y arrastrarte en la aventura. Aun así, lo verdaderamente extraordinario del asunto son las palabras del consejero de Cultura catalán lamentando la decisión del Gobierno Balear y reclamando que la política esté «al servicio de la cultura y no al servicio de principios ideológicos». O sea, lo que ellos han hecho siempre.

(ABC, 8 de noviembre de 2012)

Jugar con fuego

    8 de noviembre de 2012
Los abajo firmantes, preocupados por los últimos acontecimientos que se han producido en la vida política de Cataluña, queremos expresar nuestra opinión sobre algunos de los problemas que estos hechos ponen de relieve. (Sigue)

Con Cataluña, con España

    6 de noviembre de 2012


La Junta Electoral Central ha obligado a la Generalitat a retirar su campaña de fomento del voto en las elecciones autonómicas del próximo 25 de noviembre. Sostiene la Junta —y nadie que haya visto los vídeos y no sea nacionalista podría sostener lo contrario— que la campaña no se ajusta a la ley, esto es, no se limita a informar de que en tal fecha hay convocadas unas elecciones y de que, por lo tanto, cualquier ciudadano de Cataluña puede ejercer ese día su derecho al voto o ejercerlo previamente por correo, sino que va más allá. Y, en ese más allá, lo más llamativo, por indecente, ha sido la utilización de imágenes de la manifestación del último 11 de septiembre, la del nuevo Estado de Europa y las muletas de Duran Lleida, seguidas del lema «jo vaig votar» como cierre del spot televisivo. Aun así, esos vídeos contienen cosas peores, mucho más afrentosas, si cabe. Por ejemplo, esa manipulación burda de la inmigración, convertida en un hito equiparable a la Diada del 77, el retorno de Josep Tarradellas, los Juegos Olímpicos o la exhibición de «castellers» por esos mundos de Dios como exponente de la cultura del terruño, y a la que se presta este discurso agradecido —en castellano, claro—: «Yo vine a trabajar en los 60 y me quedé para siempre». O esa referencia al concierto de Lluís Llach en el Camp Nou, sin que quede claro si se trata del de 1985 o del de 1981, el de la Crida a la Solidaritat, celebrado un mes después de que Terra Lliure le pegara un tiro en la pierna a Federico Jiménez Losantos. Todo sea para que el presidente siga soñando con llegar a Ítaca.

En 2006, la campaña por el referéndum del Estatuto ya tuvo que rehacerse por una cuestión infinitamente menor. Ahora, claro, ni rehacerse puede; ha habido que retirarla. Y, si no cambia mucho la cosa, dentro de unos años ni siquiera existirá una Junta Electoral Central que mande retirar la que al nacionalismo le venga en gana hacer y difundir.

(ABC, 3 de noviembre de 2012)

Campaña sobre campaña

    3 de noviembre de 2012