La obra de un periodista tiene un carácter esencialmente efímero. Salvo muy contadas excepciones, en las que la oportunidad o la dicha convierten el texto suelto en parte componente de un libro, los trabajos periodísticos suelen ser carne de hemeroteca. En una palabra, olvido. Lo mismo puede decirse de sus trayectorias profesionales, de sus vidas periodísticas. Son raros los casos en que se dispone de alguna monografía. Además, el único inventario existente, el Catálogo de periodistas españoles del siglo XX, de Antonio López de Zuazo, data de 1981 y, a pesar de su indiscutible utilidad, contiene numerosas lagunas y no pocos errores, imputables la mayoría de las veces a la fragilidad de las fuentes. De ahí que la publicación el año pasado del primer volumen del Diccionario biográfico del exilio español de 1939 (Fondo de Cultura Económica), dirigido por Juan Carlos Sánchez Illán y dedicado a los periodistas, merezca ser celebrada. Por su oportunidad, por su exhaustividad y, en general, por su rigor. Lo que no quita, claro, que las cerca de 350 semblanzas biográficas de que consta la obra presenten también algún que otro yerro u omisión. O que su concepción misma invite a reflexionar sobre los límites y los peajes del exilio.

Un ejemplo. El libro incluye la biografía de Agustí Calvet, Gaziel, quien fuera director ­—gran director— de La Vanguardia. Sin embargo, Gaziel no forma parte del exilio de 1939, sino del de 1936, pues tuvo que huir de la Barcelona revolucionaria a finales de julio de aquel año, antes de que los anarquistas pudieran darle el trágico paseo por la carretera de la Arrabassada. Durante la guerra vivió en Francia a cargo de Francesc Cambó, el dirigente de la Lliga, y trabajando para él, lo que significa que trabajó para el bando nacional, a quien Cambó apoyaba y financiaba. Hasta llegó a firmar, muy al principio, una carta de adhesión al general Franco. Luego, es verdad, volvió a España a mediados de 1940 huyendo de los bombardeos alemanes, sufrió un consejo de guerra al que fue sometido a instancias del conde de Godó, propietario de La Vanguardia, y se encerró en una suerte de exilio interior —sus Meditaciones en el desierto— consistente en no escribir jamás en los papeles y en no volver a publicar en otra lengua que no fuera la catalana. Es seguramente esa condición de exiliado interior —conforme a lo expuesto por Sánchez Illán en la introducción de la obra— lo que ha aconsejado su inclusión en el diccionario. Pero, si este es el caso, ¿por qué no está entonces también Josep Pla? ¿Porque no enmudeció, sino todo lo contrario? ¿Porque escribió en Destino, revista nacida con y para el régimen? ¿Porque publicó indistintamente en las dos lenguas? Si lo que cuenta a la hora de incluir o no a un periodista es su oposición al franquismo —o ese parece ser, al menos, el criterio—, la de Pla debería pesar tanto como la de Gaziel, si no más; al fin y al cabo, como demuestra su correspondencia con el editor Cruzet, recogida en Amb les pedres disperses (Destino), el ampurdanés de Llofriu hizo bastante más que el de Sant Feliu de Guíxols por favorecer la llegada a Cataluña y al resto de España de la libertad y la democracia.

Lo que invita, por otra parte, a preguntarse hasta qué punto esa clase de trabajos, tan provechosos, bienintencionados y justamente reparadores —aunque sólo sea porque ponen cuna y tumba a una legión de profesionales de la pluma a los que la defensa de sus ideales alejó para siempre de su patria y del recuerdo de sus compatriotas—, no tienen en su concepción misma su principal debilidad. Por un lado, por la dificultad, ya constatada, de acotar los márgenes del exilio. Pero también, y sobre todo, por la creencia —más o menos explícita en el planteamiento de la obra— de que los periodistas de verdad, los que merecían tal nombre, los buenos, en definitiva, eran los del exilio republicano, en la medida en que ellos y sólo ellos abrazaron hasta las últimas consecuencias la causa de la libertad. Sobra decir que el contraste de los hechos desmiente un planteamiento de esta naturaleza. Los buenos periodistas, como los malos, estaban a uno y otro lado de la frontera. Y la causa de la libertad, la defendían a menudo con parecido ahínco y acaso de forma más efectiva los que continuaban ejerciendo el oficio en España, a pesar de las trabas de un régimen dictatorial, que quienes habían optado, de grado o por fuerza, por el destierro. De lo que se sigue que algún día todas esas biografías deberían completarse con las de aquellos españoles que, sin haber formado parte de este exilio, siguieron desempeñando el periodismo en su país. Y, a poder ser, no en un volumen distinto, sino en un gran y único diccionario biográfico del periodismo español.

Un diccionario así podría evidenciar, por ejemplo, la importancia que tuvo, para la generación nacida en torno al cambio de siglo, un diario como Heraldo de Madrid cuando estuvo dirigido por Manuel Fontdevila y contó con Manuel Chaves Nogales como redactor jefe y pluma más destacada. O sea, entre 1927 y 1930. Trabajaban en él muchos de los que, en el transcurso de una década, acabarían escribiendo algunas de las mejores páginas del periodismo español —en la revista Estampa y el diario Ahora singularmente—. Entre estos periodistas estaban, aparte de Chaves, César González Ruano y Paulino Masip. Y también Carlos Sampelayo, autor de un libro publicado en 1975 y titulado Los que no volvieron, donde se trazan las semblanzas de gran parte de los intelectuales exiliados en América —en Méjico, casi todos—, y en especial de los pertenecientes al mundo del periodismo, el teatro y el cine. Pues bien, en este libro no figura, no podía figurar, González Ruano, puesto que nunca se fue de España —dejo a un lado, claro, sus corresponsalías periodísticas y sus misteriosas correrías parisinas de comienzos de los cuarenta—, condición necesaria para poder volver. Pero tampoco figura en él, al contrario de lo que cabría esperar, Masip. Que su nombre no salga citado ni una sola vez en Los que no volvieron, pese a haber compartido con Sampelayo tantas jornadas —Masip, al igual que Sampelayo, fue periodista y guionista cinematográfico en Méjico, amén de autor teatral—, resulta cuando menos sorprendente. Tal vez se deba a alguna vieja animadversión o a esos «enfrentamientos personales» entre exiliados a los que alude Sánchez Illán en su introducción al Diccionario biográfico y en los que Masip, por cierto, se vio envuelto al poco de empezar a trabajar en la industria cinematográfica mejicana, como demuestra su correspondencia con Max Aub —aunque el contrincante, en este caso, no fuera un periodista, sino un hombre de cine y de teatro, yerno de Arniches y colaborador de García Lorca en La Barraca, Eduardo Ugarte—.

Sea como fuere, Masip sí figura en el Diccionario biográfico, y con entrada propia. Eso sí, tal y como viene siendo habitual en cuantos trabajos aluden a su trayectoria periodística, ese episodio inaugural en Heraldo —Masip colaboró en el periódico desde marzo de 1928 como reportero y crítico teatral, si bien no formó parte de la plantilla hasta enero del año siguiente— no aparece mencionado. Y es de lamentar, por cuanto fue aquí donde aprendió en verdad el oficio, lo mismo que en Estampa, en cuyas páginas había ido publicando crónicas y reportajes desde mediados de 1928 y a cuyo plantel se incorporaría en agosto de 1929. Y fue aquí y en Estampa y en Ahora —diario en el que estuvo desde el primer día— donde bebió de las enseñanzas de Chaves Nogales. Como había bebido González Ruano en aquel Heraldo y en aquella Estampa de fin de década, antes de romper con la prensa republicana y entrar en Informaciones. Son esas transversalidades, al cabo, las que explican el periodismo de un tiempo y un lugar. Con todas sus luces y todas sus sombras.

(Letras Libres, noviembre de 2012)

La memoria periodística

    13 de noviembre de 2012