A juzgar por las últimas noticias, las labores de aguja que Susana Díaz reclamó hace un par de meses para su partido empiezan a dar frutos. Me refiero, en concreto, a la entrevista que la presidenta de la Junta de Andalucía y candidata in pectore a la secretaría general del PSOE mantuvo el pasado jueves con Miquel Iceta, primer secretario del PSC, y de la que surgió, al parecer, un pacto de no agresión con vistas a la próxima campaña de primarias en la familia socialista. Esa conllevancia entre la andaluza y el catalán cobra una especial importancia en cuanto se advierte que el segundo se ha caracterizado hasta ahora por su defensa acérrima del ex secretario general Pedro Sánchez. Todavía resuena su “¡Pedro, mantente firme! (…) Estamos a tu lado. Estamos contigo. ¡Aguanta! ¡Resiste a las presiones!”, proferido en la Fiesta de la Rosa del PSC, apenas una semana antes de que Díaz y los suyos decidieran defenestrar al tal Pedro para facilitar la investidura de Mariano Rajoy.

Pero entre los factores que han facilitado el acercamiento entre ambos dirigentes territoriales sería injusto olvidar el acuerdo de gobierno alcanzado hace diez días en el País Vasco por PNV y PSE. Curiosamente, lo que podía haber constituido un nuevo motivo de fricción si nos atenemos a la condición de sanchista de Idoia Mendía, la líder de los socialistas vascos, y a la forma en que se fraguó el acuerdo –a espaldas de la gestora del partido–, e incluso si reparamos en el modo como lo celebraron Francina Armengol, presidenta del Gobierno Balear y acaso la más ferviente defensora del “no es no” del ex secretario general, o el propio Iceta, quien no tardó en pedir al Gobierno de la Generalitat catalana que tomara “ejemplo del País Vasco”; lo que podía, en definitiva, haber ahondado la división en el partido, ha terminado, en cambio, en lo más parecido a un final feliz, con la mismísima Díaz reconociendo la bondad del acuerdo vasco y haciendo votos por su pronta aplicación en Cataluña.

Así las cosas, todo indica que los intereses estrictamente partidistas de la presidenta de la Junta de Andalucía en su afán por ocupar la secretaría general del PSOE han prevalecido sobre otras consideraciones. Se trata, en último término, de ganarse la confianza de los otrora díscolos dirigentes territoriales, aquellos que no dudaron en mantener el “no” a la investidura de Rajoy y en promoverlo entre sus diputados a pesar de la admonición de la gestora y de la dirección del grupo parlamentario en el Congreso. Y, si no la confianza, sí cuando menos la neutralidad. Que ese movimiento de Díaz haya coincidido con la vuelta de Sánchez a la arena política no es en modo alguno casual. El apóstol de la militancia reunió el sábado en Xirivella a un millar de afiliados en lo que se anuncia como el inicio de una larga cruzada contra la gestora del partido y su principal valedora, Susana Díaz. En semejantes circunstancias, sobra precisar que esta última no puede permitirse el lujo de tener a parte del aparato socialista enfrente. Pero, al margen ya de las posibles motivaciones de la aspirante a dirigir el partido, conviene detenerse en el precio pagado. No por ella, claro; por el propio partido. Y, si me apuran, por el conjunto de los españoles, que pueden acabar siendo las principales víctimas de unos acuerdos de gobierno que han empezado en el País Vasco y pueden tener en Cataluña, según sople el viento electoral, su réplica. Quien se tome la molestia de leer esos Pilares para construir una Euskadi con más y mejor empleo, más equilibrio social, más convivencia y más y mejor autogobierno, o sea, el pacto suscrito por PNV y PSE, y en particular el último apartado del texto, comprenderá hasta qué punto el compromiso socialista supone la asunción de los postulados nacionalistas.

Es verdad, y así lo han destacado la propia Díaz y otros dirigentes socialistas, que el acuerdo preserva “el cumplimiento de la legalidad”. Pero también lo es que asume, por un lado, la necesidad de reformar la Constitución para poner “en valor el autogobierno vasco y sus singularidades históricas, jurídico-institucionales y culturales” y “mejorar y garantizar el autogobierno que demanda la sociedad vasca”, y, por otro, la creación de una “Ponencia de Autogobierno” que aborde, entre otros asuntos, el “reconocimiento de Euskadi como nación” y el “reconocimiento del derecho a decidir del Pueblo Vasco”. Lo que significa que el socialismo español en su conjunto, y no únicamente su rama vasca o catalana, está dispuesto a transitar por una senda que no es otra, al cabo, que la del nacionalismo.

Y el nacionalismo patrio, en última instancia, no persigue sino la destrucción del Estado de las Autonomías, esto es, del Estado. Lo puede llamar de muchos modos –“derecho a decidir”, “mejora del autogobierno”, “sentirse cómodo”, según el grado y la ocasión–, pero el objetivo es siempre el mismo. El nacionalismo tiene por costumbre no recular. Ni un paso atrás en sus logros y en sus exigencias, hasta la victoria final. De ahí que haya que guardarse, como del caballo de Troya, de ese tipo de concesiones. A no ser que no tengamos apego alguno por esas cuatro décadas de convivencia, democracia y libertad de las que venimos disfrutando todos y cada uno de los españoles.

El Independiente

Labores de aguja socialistas

    29 de noviembre de 2016
Tal vez algunos de ustedes conozcan LTI, el libro que el filólogo Victor Klemperer compuso recién terminada la segunda guerra mundial a partir de ciertas palabras y expresiones que él mismo había ido anotando en sus diarios desde 1933 hasta el hundimiento del régimen nacionalsocialista. Para quien no haya tenido ocasión de leerlo, diré que se trata de un magnífico ensayo sobre el lenguaje del Tercer Reich y su grado de penetración en el pensamiento y las costumbres de gran parte de la población alemana de aquellos tiempos. Pues bien, algún día habría que emprender algo semejante –y si no semejante, sí en la misma línea– con esa suerte de neolengua que Podemos ha ido acuñando desde que irrumpió en el panorama político español. No se me escapan, claro está, las diferencias entre ambos objetos de estudio, y en especial las que resultan de que, en un caso, estemos ante un régimen totalitario y, en el otro, ante una formación política que no dispone de los resortes que un régimen de esta índole podría proporcionarle. Pero el hecho mismo de que aspire a tenerlos más pronto que tarde, como sus propios dirigentes han confesado en más de una ocasión, permite, a mi modo de ver, esa aproximación.

Fijémonos, por ejemplo, en las diatribas proferidas por Pablo Iglesias en el reciente debate de investidura, ante el jolgorio de sus huestes parlamentarias. En todas ellas aparecían aquí y allí expresiones que denotaban una agresividad de taberna, una bravuconería carcelaria, cuando no un belicismo manifiesto. Así, esa triple alianza de la que echó mano el líder de Podemos para referirse al acuerdo que ha derivado finalmente en la investidura de Mariano Rajoy como presidente del Gobierno, ¿acaso no remite a la formada por el Imperio Alemán, el Imperio Austrohúngaro y el entonces Reino de Italia, y que fue en gran medida la inductora de una de las guerras más bárbaras y cruentas de nuestra historia contemporánea? Y en ese régimen del 78, invocado con el desprecio con que se invoca una pesadilla, ¿cómo no reconocer el régimen por antonomasia, aquel que la Constitución aprobada por la inmensa mayoría de los españoles permitió justamente enterrar –en este sentido, un tuit de Izquierda Unida del pasado sábado por la tarde, coincidiendo con la segunda votación de la investidura, no parece que deje lugar a muchas dudas: “Mientras el régimen se blinda en el Congreso, las calles de Madrid son un clamor por la democracia”–? Y el lema mismo de la performance podemita del sábado en la Carrera de San Jerónimo y alrededores, Ante el golpe de la mafia, democracia, ¿no desprende acaso el tufo de la usurpación violenta del poder? O, en fin, ese austericidio vinculado a la gestión de la crisis económica y tan reiterado en los últimos tiempos, ¿no lleva también asociado, sufijo mediante, la acusación de exterminio conscientemente orquestado? 

Dichos tintes violentos, unidos a las movilizaciones callejeras y a las ocupaciones ilegales de viviendas –la violencia verbal suele preludiar o acompañar, en no pocas ocasiones, la no verbal–, van conformando poco a poco un estado de opinión caracterizado por la confrontación perpetua, el cuestionamiento del marco legal, la negación del derecho a la propiedad privada, la deslegitimación institucional y un llamamiento a acabar –políticamente, al menos– con todo aquel que se oponga a los designios de ese tropel de salvapatrias. Por supuesto, semejantes propósitos sólo tendrán visos de realidad cuando quienes los sostienen puedan disponer a su antojo de la maquinaria del Estado. O sea, cuando alcancen el poder.

Por de pronto, ya han logrado quebrar un partido como el PSOE, dividido entre los que siguen creyendo en los valores de ese régimen del 78 y los que, a imagen y semejanza de Pablo Iglesias y los suyos, reniegan de él. El populismo tiene un atractivo difícilmente soslayable, el de la simplicidad. Cuanto más simple sea una propuesta, cuanto menos apele al entendimiento y requiera, pues, de una argumentación; cuanto más dependa, en definitiva, de la bilis o el corazón –que, para el caso, tanto da–, más fácil será que congregue un número creciente de adhesiones. Así las cosas, la tarea de los representantes públicos comprometidos con la democracia –esto es, comprometidos con el sistema de libertades que los españoles se dieron a sí mismos tras cuarenta años de guerra civil y dictadura– no puede ser otra que la salvaguarda de este marco convivencial.

Lo que no implica, sobra añadirlo, renunciar a aquellas reformas que contribuyan a mejorar y afianzar esa herencia de la que todos los españoles, incluso los que se oponen o parecen oponerse a ella, disfrutamos. Como decía Chesterton, “la reforma es una metáfora de los hombres razonables y decididos; significa que algo está, a nuestro juicio, mal conformado, que deseamos componerlo y que sabemos de qué manera”. Ahora sólo falta que esos hombres razonables y decididos, que sin duda existen, sepan estar a la altura de este desafío.

(El Independiente)

El régimen del 78

    1 de noviembre de 2016