Hace ya algunos años que me quité del teatro. Fue —suele ocurrir— tras una verdadera sobredosis. Y el caso es que, de momento, no he recaído. Eso sí, tengo quien me trae noticias, noticias frescas. Me refiero a mi amiga Anna Soler, a la que no sólo le sigue gustando el teatro, sino que además, para su desgracia, le gusta el bueno. O sea, el de fuera. Es verdad que, de vez en cuando, Anna toma un avión y se planta en Londres, pero, en fin, por lo general no le queda más remedio que conformarse con lo que le sirven aquí. Y aquí, asegura, le sirven siempre lo mismo. Da igual el autor, da igual el reparto, da igual el género; el plato es siempre un culebrón. Y ella, como comprenderán, empieza a estar más que harta.

En realidad, ese triunfo de la cultura gallinácea —que podríamos extender a muchísimos otros ámbitos, aparte del teatral— resulta directamente tributario de la existencia de TV3. La televisión autonómica —lo recordarán, sin duda— vino al mundo a salvarnos. Esto es, a salvar a los catalanes. Uno de sus principales objetivos fue convencer al máximo número de ciudadanos de que Cataluña era aquello, y no lo que veían u oían por la calle. Y aquello, claro, era una lengua, unos valores, unas tradiciones, un «tarannà». Un mundo, en una palabra. Y ese mundo no encontró mejor plasmación que la de los seriales televisivos. Desde aquel «Poblenou» inaugural hasta cualquiera de los subproductos de Benet i Jornet y compañía con que tantos hogares catalanes han ocupado, durante un cuarto de siglo, sus tardes y sus noches. Figúrense si la fórmula tuvo éxito que hasta Joan Ferraté, en sus horas más bajas —cuando ya no escribía ni apenas leía—, sucumbió a sus encantos.

Se me dirá, y con razón, que los culebrones no son privativos de la televisión catalana. Cierto. Pero sólo en TV3 —y quizá también en alguna otra autonómica que no tengo el gusto de conocer— han adquirido ese perfil totémico que ha terminado por infestar toda la escena catalana. Y lo curioso —o no tan curioso— es que su llegada fue celebrada como un signo de normalidad. Por fin la cultura de expresión catalana iba a ser como las demás. Por fin, junto a las obras de peso, dispondría de esos productos zafios y triviales que hacen de cualquier cultura una cultura normal.

Lo que nadie debió de prever, supongo, es que el modelo arrasaría con todo y que, lo mismo en el teatro que en la inmensa mayoría de las manifestaciones culturales autóctonas, no existirían ya las obras de peso —por pocas que fuesen—, sino únicamente lo zafio y lo trivial.

ABC, 29 de enero de 2011.

Nuestro culebrón

    29 de enero de 2011
Hace un par de semanas, uno de los diarios catalanes de mayor difusión publicaba en portada el siguiente sumario: «Duran asume la relación del Govern con España». En el enunciado, claro, «Duran» era Josep Antoni Duran Lleida, y «el Govern», el Gobierno de la Generalitat. En cuanto a la palabra «España», lo más probable es que estuviera allí en funciones y que el titular de la designación fuera el Gobierno del Estado. Lo más probable. Y es que entre los tres términos del enunciado —Duran, Govern, España— se establecía, aparte de la relación indicada, otra manifiestamente desigual; así como los dos primeros tenían un referente inequívoco, el tercero, como consecuencia del proceso de sustitución operado, dejaba el campo libre a la imaginación. Del mismo modo que uno podía ver allí la presencia del Gobierno del Estado, podía ver la del propio Estado. O la de la Nación, constituida por el conjunto de sus ciudadanos. O la de vaya usted a saber quién o qué. Son las ventajas de los tropos. Actúan con la elasticidad de una goma de mascar y, encima —aunque ello ya depende de la destreza de cada usuario—, permiten confeccionar unos globos enormes.

En todo caso, esa querencia de la prensa catalana por «España» como tropo es bastante reciente. Por lo menos en los diarios importantes. Antes lo que abundaba era otra sinécdoque, el famoso «Madrid», cuya mera expresión —rematada por aquella «t» inconfundible— acarreaba ya en según qué labios todo un memorial de agravios. Pero «Madrid», al cabo, era algo así como «París», «Londres» o «Washington», esto es, un recurso periodístico consagrado para referirse al Gobierno del Estado. Lo cual permitía hablar, con propiedad, de los contactos entre el Govern y Madrid, en la medida en que estos contactos se daban entre un ejecutivo autonómico y uno central. Lo de «España» no va por aquí. Lo de «España» presupone forzosamente que la relación ya no se establece entre dos gobiernos de rango distinto, sino entre pares. Como si fuera Francia, por ejemplo, o el Reino Unido, o los Estados Unidos, quienes la ejercieran. O sea, como si Cataluña fuera lo que no es: un Estado independiente, con un ministro plenipotenciario, cuando no un embajador, al que se nombra para que represente al Gobierno del país lejos de la patria.
Como es natural, esa deriva de los medios catalanes resulta inseparable de la deriva de su clase política. O, lo que es lo mismo, del camino emprendido con la reforma del Estatuto, desde los primeros brindis al sol de hace una década hasta la mismísima sentencia del Constitucional. A lo largo de estos años interminables, y en particular durante el último de regencia del tripartito, la prensa ha actuado como una avanzadilla del poder autonómico. Sin rubor alguno, sin turbarse lo más mínimo, asumiendo como una especie de causa general lo que no eran sino intereses de parte, diarios, radios y televisiones catalanas, en grados distintos pero coincidentes, han ido consolidando la ficción de una Cataluña soberana, desgajada de España —y, si no desgajada ya, deseosa al menos de consumar cuanto antes la tan ansiada separación—. De ahí que España se haya convertido, para esos medios, en una realidad ajena, con la que Cataluña no tiene ya otra relación que la que emana de los pleitos en curso.

En este sentido, nada hay tan revelador del deterioro periodístico catalán como el editorial publicado al unísono, el 26 de noviembre de 2009, por la docena de diarios radicados en la todavía Comunidad Autónoma. Lo recordarán sin duda. Se titulaba «La dignidad de Cataluña» y no era sino un intento ruin de condicionar la sentencia del Constitucional sobre el Estatuto cuando todo daba a entender que esa sentencia, por entonces, ya no podía demorarse. Pero, más allá del texto y sus intenciones —entre las que también estaba, por supuesto, la de soliviantar a una parte notable de la sociedad catalana contra una de las más altas instituciones del Estado—, lo más significativo de la iniciativa era su carácter colectivo. O sea, que toda la prensa diaria editada en Cataluña pudiera suscribir, sin que ninguna cabecera sintiera siquiera la necesidad de expresar una reserva al respecto, un mismo texto y precisamente aquel. La unanimidad más absoluta. El asentimiento más general. O, si lo prefieren, un retoño algo tardío de aquellos editoriales de inserción obligatoria tan comunes en la prensa española de la inmediata posguerra, la de la censura y las consignas.

Pero esa vanguardia periodística entregada a realizar el trabajo sucio de la clase política autonómica no se manifestó tan sólo, corporativamente, a través del mencionado editorial. Medio año más tarde, y con la sentencia del Estatuto todavía en el alero, sesenta columnistas autocalificados de «colaboradores de la prensa diaria catalana, de sensibilidades y talantes diferentes», publicaron en muchas cabeceras de esa misma prensa diaria un artículo conjunto, «El dilema español», en el que arremetían también contra el Alto Tribunal, al tiempo que abogaban sin tapujos por la secesión de Cataluña si el fallo no respetaba en su integridad el texto aprobado en referéndum. Ya no se trataba, pues, de un bando más o menos institucional —en la medida en que un editorial refleja siempre, por definición, el punto de vista del medio en que se inserta—, sino que ahora la proclama la suscribían reputados comentaristas —y entre ellos, por cierto, quien ha acabado siendo consejero de Cultura del primer gobierno de Artur Mas—. Bien es verdad que, en Cataluña, la función de comentarista tiene siempre un halo familiar. La distancia entre los protagonistas de la actualidad —y singularmente de la actualidad política— y quienes se supone que deben juzgarla es mínima. Hasta tal punto que no resulta nada extraño encontrar en determinadas columnas un «querido Jordi» o una «querida Montserrat» dirigido a algún político sobre cuya actuación se ha vertido o se va a verter una ligerísima crítica. Como una suerte de cataplasma para que aquel compañero de fatigas no sufra más de la cuenta, o de «captatio benevolantiae» para que en la próxima cena no se le ocurra echárselo en cara al escribidor.

Y es que esa relación entre periodismo y política descansa en el compañerismo, en la intimidad. No se trata de nada nuevo. Hace cosa de un siglo, el francés Robert de Jouvenel lo describió admirablemente en un libro titulado «La République des camarades»: «Entre los hombres encargados de controlar, en calidad de lo que sea, los asuntos públicos, se establece una intimidad. No es ni simpatía, ni estima, ni confianza; es propiamente camaradería, algo que está, en suma, a medio camino entre el corporativismo y la complicidad». Lo nuevo, en el caso catalán, es que las transacciones entre el poder político y el llamado cuarto poder ya no se producen de tapadillo, sino a plena luz, mediante un persistente goteo de favores y subvenciones. Pero, por lo demás, insisto, no existe diferencia alguna entre aquellos tiempos franceses y los tiempos que corren en Cataluña. Ah, y, por no existir, no existe ni siquiera la certeza de que la carcoma que fue royendo entonces a la Tercera República francesa, hasta llevársela por delante, no pueda hacer lo propio con nuestra Monarquía Constitucional.

ABC, 27 de enero de 2011.

La carcoma

    27 de enero de 2011
Uno de los recursos más socorridos de nuestros políticos —y, en particular, de los situados al fondo a la izquierda— para no abordar determinados problemas consiste en afirmar que estos problemas no existen. O que no tienen la magnitud que se les atribuye. O que tal vez la tengan, pero vaya usted a saber si el remedio no será peor que la enfermedad. En cualquiera de estos supuestos, el fin último de quien así discurre es que las cosas se queden como están.

Lo vemos cada día con el problema de la lengua y de su uso. De nada sirve razonar. En el caso de la enseñanza, por ejemplo, de nada sirve apelar al derecho de los padres a que sus hijos sean escolarizados en castellano, idioma oficial del Estado y, hasta nueva orden, de Cataluña. ¿Para qué vamos a cambiar el sistema, suele argüirse desde el poder, si nadie o casi nadie lo está reclamando? Y si uno insiste en que sí, en que hay quien lo está reclamando, entonces esas mismas instancias acostumbran a replicar que una remoción del sistema pondría en peligro la cohesión social. Total: lo mejor es no tocar nada y que las cosas se queden como están.

Otro tanto ha ocurrido esta semana con el dichoso pinganillo del Senado. Hay quien ha criticado el coste de la medida en tiempos de crisis. Hay quien ha tildado el espectáculo de esperpéntico, por cuanto España dispone de una lengua común, en la que siempre se han entendido sus ciudadanos. Nada, todo inútil. En último término, el argumento ha sido el de siempre: ¿a quién perjudica que algunos senadores den rienda suelta a su sentimentalidad? ¿Para qué vamos a modificar un reglamento que no hace daño a nadie y, en cambio, reconforta a unos cuantos? Pues eso.

Y, en fin, parece que en Barcelona PSC y CIU han llegado a un acuerdo para retocar la ordenanza de civismo e impedir que, en adelante, la gente pueda pasearse desnuda o medio desnuda por la calle. Ni siquiera estará permitido que lo haga en bañador, a no ser que se halle en una zona próxima a una playa. A buenas horas. Aun así, la medida, que entrará en vigor en verano y prevé multas de distinta cuantía según el grado de despelote, no ha contentado a todo el mundo. Ricard Gomà, el candidato de ICV-EUIA, ya la ha tachado de «ridícula». ¿Por qué? Pues porque «afecta a una conducta puntual que no ha generado ningún conflicto». ¿Qué entenderá el candidato ecosocialista por conflicto? ¿Acaso no basta con el que resulta de tener que soportar, en plena vía pública, la exhibición de determinados cuerpos?

Nada, ni por esas. Para él, que las cosas se queden como están.

ABC, 22 de enero de 2011.

Las cosas como están

    22 de enero de 2011
Durante toda su vida, Agustí Calvet, Gaziel —quien fuera último gran director de La Vanguardia y verdadero maître à penser de la burguesía catalana de anteguerra—, anduvo pegado, no podía ser de otro modo, al llamado problema catalán. O el llamado problema catalán pegado a él, que tanto monta. Así fue en las décadas anteriores a la promulgación del Estatuto de Autonomía de 1932; así mientras el mencionado Estatuto estuvo vigente, y así incluso después de la contienda civil, cuando España se convirtió en un erial y las meditaciones de Gaziel tuvieron como principal escenario el desierto. En todo caso, se trató siempre, según el periodista ampurdanés, del «llamado problema catalán». O sea, de un problema que no era propiamente catalán, o catalán a secas, sino hispánico. Lo cual no debería interpretarse como que Gaziel, a la manera del nacionalismo contemporáneo, establecía entonces dos instancias, Cataluña y España, de cuya negociación dependía la feliz resolución del problema. No, en absoluto. Para él, las únicas instancias en juego eran Cataluña y Castilla, constitutivas en primer término de España, y luego, junto a Portugal, de aquel sueño ibérico que había surgido a finales del siglo anterior con Joan Maragall y que el mismo Gaziel, discípulo privilegiado del poeta y ensayista, iba a alimentar hasta su muerte. Y esas instancias, por otra parte, más que políticas, eran históricas. O espirituales, como se las denominada en aquella época.

Aun así, no era en el terreno espiritual donde había que dirimir el conflicto. Los sentimientos, mejor dejarlos a buen recaudo. De lo contrario, cualquier diálogo se vuelve imposible. Y no digamos ya cualquier acuerdo. «El sentimiento puro, y cuanto más hondo peor —escribía Gaziel en los albores de la dictablanda [1] —, es lo que con mayor fuerza separa a los hombres. El sentimiento es siempre una fuerza impolítica. Por esto la gran política ha sido siempre el cálculo de utilizar los sentimientos colectivos, no para encerrarse en ellos, sino para superarlos». En otras palabras, para superar el llamado problema catalán, no había que echar mano del corazón, sino de la razón, «de la buena lucidez del entendimiento». Y esa lucidez debía proyectarse sobre un terreno harto complejo, como era el caso de aquella España invertebrada a la que Gaziel no dudaba en calificar, ya por entonces, de «Balcanes de Occidente»: «Hemos de convencernos, de una vez para siempre, de que no nacimos en un paraíso, sino en algo así como los Balcanes de Occidente. No es de extrañar, por tanto, que nuestra tarea sea tan difícil en el orden político, porque es una de las más extraordinarias y complejas del mundo».

Lo fue, en efecto. Hasta tal punto que, seis años más tarde, en aquellos Balcanes de Occidente, lejos de vertebrarse nada, estallaban —como bien diría Jesús Izcaray en tiempos de la Transición— los volcanes. Pero, antes del estallido, aquella razón, aquella voluntad de concordia a la que apelaba Gaziel, había dado forma a un Estatuto, el primero con que contó Cataluña para gobernarse. El Estatuto de 1932 no era la panacea, ni satisfacía por entero a los nacionalistas catalanes —como no satisfacía, claro está, al nacionalismo español [2]— , pero era, con todo, un instrumento para construir una Cataluña y una España distintas a las conocidas hasta entonces. Pongamos que se trataba de una forma prometedora de encauzar un futuro mucho más armonioso que aquel pasado del que venían los españoles y, entre ellos, los catalanes.

Por desgracia —y, en particular, para desgracia de Gaziel y de la inmensa mayoría de los catalanes—, los primeros en traicionar esa voluntad de concordia que reclamaba el periodista no fueron los nacionalistas españoles, sino los propios nacionalistas catalanes. El fracasado intento de golpe de Estado del 6 de octubre de 1934, que concluyó con unos cuantos muertos y con prácticamente todo el Gobierno de la Generalitat en prisión —el resto había huido—, constituyó el más claro triunfo del sentimiento sobre la razón, de la locura sobre el sentido común, del extremismo sobre la moderación [3]. Así las cosas, lo que vino después, aun cuando tuviera sus instigadores y sus responsables directos y derivara en una tragedia tan horripilante como traumática —casi tres años de cruenta guerra civil, seguidos de tres largas décadas de dictadura—, resulta difícilmente disociable de lo anterior. No pretendo afirmar con ello, claro está, que el llamado problema catalán fuera el único desencadenante de la tragedia española. Pero no hay duda de que el precedente revolucionario de 1934 lo había convertido en uno de los factores principales de la sublevación militar. De ahí que, en justa correspondencia, una de las obsesiones del bando vencedor consistiera en tratar de eliminar, por la brava, el problema. No hace falta añadir que, a pesar de los medios empleados y del empeño puesto en la tarea, el régimen franquista no se salió con la suya. Ya lo había advertido Gaziel: a golpe de sentimiento, no se va a ninguna parte —como no sea, por supuesto, a unos nuevos Balcanes—.

Es más, ese viejo empeño del franquismo provocó que nuestra transición política no sólo estuviera marcada, en gran medida, por la necesidad de dar solución al problema catalán, sino también por la voluntad de reparar, en lo posible, el daño causado en este terreno por la guerra y la dictadura. En otras palabras: no sólo influyó en ella, entre otros propósitos, el de encajar de una vez por todas a Cataluña en España, sino también el de hacerlo con una generosidad que excedía lo estrictamente necesario. ¿Un sentimiento de culpa por parte del Estado, aunque el Estado, en puridad, ya no fuera el mismo? Es posible. En todo caso, ello trajo consigo que, en el bienio 1978-1979, la Constitución primero y el Estatuto después dejaran establecido un marco competencial que nada tenía que envidiar, en lo tocante al grado de autonomía, al de los tiempos de la Segunda República, único precedente al que podían agarrarse por entonces nuestros constituyentes [4]. La cuenta, pues, estaba saldada. O eso parecía, al menos.

Y es que ya en los primeros compases de la Autonomía, mientras iban concretándose los traspasos y también algunos ajustes —como, por ejemplo, la tan controvertida LOAPA [5]—, se vio que aquello no estaba cerrado. Es más, que difícilmente iba a poder cerrarse algún día. Convergència i Unió —al igual que el Partido Nacionalista Vasco— era la viva encarnación de un nacionalismo exclusivista, irredento y pragmático. Exclusivista en la medida en que, para CIU, no había en Cataluña otro nacionalismo posible que el representado por el propio partido, hasta el extremo de que la idea misma de Cataluña resultaba indisociable de la figura de su fundador y máximo líder —del verdadero conductor del movimiento, en suma—, Jordi Pujol [6]. Irredento porque, según iban pasando los años, las reivindicaciones, lejos de declinar, fueron aumentando. Sobre todo, en lo referente al incremento de la capacidad normativa de la Comunidad Autónoma sobre determinados impuestos. Y pragmático, porque ese tira y afloja con el Gobierno de España no rebasaba nunca los límites tácitamente establecidos. De ahí que el propio Pujol alardeara en más de una ocasión de su sentido de Estado —esto es, del de su partido y, en fin, del de la Cataluña por él encarnada—. Y de ahí también que en círculos políticos de la capital no tuvieran empacho ninguno en concederle el calificativo de «estadista» y que incluso algún medio de comunicación llegara a reconocerle, en su momento, con el distintivo de «español del año» [7].

Como es natural, aunque CIU se otorgara en exclusiva la representación de la Cataluña autonómica, en esta Comunidad había —y sigue habiendo, por suerte— otras fuerzas políticas y, entre ellas, el Partit dels Socialistes de Catalunya (PSC-PSOE). Ese partido, el de los socialistas catalanes, era el principal partido de la oposición. Lo cual le convertía, a un tiempo, en la principal víctima de la hegemonía convergente y de su exclusivismo. Bien mirado, 23 años son muchos años. Casi un cuarto de siglo. Y un cuarto de siglo reclamando un lugar al sol, al sol de la política autonómica, desgasta a cualquiera. Es verdad que los socialistas catalanes tenían con qué consolarse. Si en las autonómicas eran barridos, en las municipales se tomaban siempre cumplida venganza. Sobre todo en Barcelona y en su cinturón industrial. Y no sólo en las municipales; las generales también eran suyas. Pero, aun así, cuando se trataba de Cataluña y de sus asuntos, no había nada que hacer.

Por otra parte, no les dolía tanto la derrota como el ninguneo. El ninguneo de su condición de catalanes. Por más que el PSC fuera un partido soberano, su filiación con el PSOE se les afeaba a cada paso. El razonamiento de Pujol y de sus huestes era de lo más elemental. Tan elemental como efectivo: «¿Cómo van a defender los intereses de Cataluña en Madrid [porque era en la capital del Estado, claro está, donde había que partirse la cara por Cataluña], si dependen de Madrid?» Y así durante cerca de un cuarto de siglo. Bien es cierto que la política de los socialistas catalanes no fue nunca, en el terreno autonómico, de franca oposición —de franca oposición al nacionalismo, se entiende—. Fue, en todo caso, siguiendo el clásico antagonismo entre derecha e izquierda, de oposición al supuesto derechismo convergente. Y nada más. En el fondo, lo que los socialistas deseaban entonces —y cuando digo los socialistas me estoy refiriendo, sobre todo, a los dirigentes y cuadros del partido— era que les admitieran. Que les admitieran en la familia. O, por decirlo con sus propias palabras, lo que deseaban era envolverse en la bandera. Medio inclinados a la izquierda, si se quiere, pero en la bandera. En la misma en la que se envolvía Jordi Pujol de la mañana a la noche desde que se dedicaba a la política [8].

La consecuencia de semejante estrategia fue, por descontado, el largo reinado de Pujol. O, lo que es lo mismo, el largo ayuno socialista. Aceptar de buenas a primeras y sin rechistar las reglas del juego que el propio líder convergente había impuesto no era ciertamente la mejor manera de disputarle el cetro. Pero sí era la mejor manera de irse curtiendo para tratar de alcanzar el gobierno cuando él lo dejara. Ese día llegó, por fin, con las elecciones de 2003. Es verdad, y sería injusto no consignarlo aquí, que en los anteriores comicios estuvieron en un tris de derrotarle [9]. Por entonces, al lógico desgaste de Pujol tras casi dos décadas de ejercicio en solitario del poder se unía la aparición, en el bando socialista, de un nuevo candidato, Pasqual Maragall. Maragall no era como Raimon Obiols. No sólo se había erigido, durante estas mismas décadas, en el máximo representante del contrapoder municipal —la célebre imagen de la plaza San Jaime, con Ayuntamiento y Generalitat frente a frente— y en un verdadero incordio para Pujol, sino que, encima, no le gustaba perder. Tanto es así, que después de aquellas autonómicas, y en vista de que la lista por él encabezada había sacado más votos que la de CIU —aunque, eso sí, menos escaños—, anduvo repitiendo incansablemente, a quien quisiera oírle, que el ganador era él. Hasta que alguien le hizo caer en la cuenta de que el sistema electoral vigente tomaba en consideración los votos, sí, pero únicamente en primera instancia. Que lo decisivo, en definitiva, lo que acababa conformando mayorías y minorías, eran los escaños y su libre asociación parlamentaria.

Sea como fuere, de ese primer envite autonómico Maragall sacó una enseñanza. Para alcanzar la Generalitat, no iba a bastarle con el despliegue de un discurso más o menos socialdemócrata avalado por su gestión como alcalde de una ciudad olímpica. O abrazaba decididamente la bandera o —incluso en el mejor de los casos— no lograría despegarse lo suficiente de quien estaba llamado a ser su próximo rival electoral, Artur Mas. Y, a medida que se iba acercando la cita de 2003, empezó a referirse a la necesidad de reformar el Estatuto de Autonomía de Sau. Es verdad que la idea no era original. Josep-Lluís Carod-Rovira, el líder d’ERC, lo llevaba diciendo mucho tiempo. Y hasta Mas, en su afán por marcar territorio y no perder comba, se había apuntado ya a la propuesta. Pero lo original, lo novedoso cuando menos, era que lo dijera Maragall. O sea, el candidato socialista. O sea, un candidato que, por entonces, no estaba considerado dentro del partido como un representante del sector encabezado por los Obiols, Sobrequés, Castells y compañía —la llamada alma catalanista—, sino como una suerte de tercera vía entre este sector y el de los Montilla, Corbacho, Zaragoza y demás capitanes del aparato —la llamada alma españolista—.

Aquí estuvo, sin duda, el verdadero punto de inflexión en la historia de la Cataluña contemporánea. El partido socialista, con Maragall a la cabeza, se proponía alcanzar el poder recurriendo a las mismas armas de las que se había servido Pujol desde el inicio de los tiempos autonómicos. Esto es, recurriendo a la identidad —aunque esa identidad se confundiera, casi por completo, con el bolsillo—. Luego, una vez prendida la mecha, bastó con mantener la llama viva. Como en la campaña aquella de 2003, en la que todas las fuerzas políticas catalanas, excepto el PP, rivalizaron en soberanismo. Es verdad que, al tratarse de una campaña electoral, donde suelen predominar los gritos y los aspavientos, nadie se lo tomó demasiado en serio. Pero después vinieron los resultados. Y las inacabables rondas de contactos. Y el ominoso pacto del Tinell. Y los días, semanas, meses y años en que no se habló de otra cosa en Cataluña y en gran parte de España —cuando menos en el terreno político—. Uno se desayunaba con el Estatuto y así seguía hasta la noche. El llamado problema catalán había adquirido de pronto unas dimensiones insospechadas. Ya era un problema enteramente hispánico. Pero no a la manera de Gaziel, no como algo que la razón y el sentido común debían por fuerza encauzar, sino a las malas, con la pasión desbocada y el patriotismo por montera. En un abrir y cerrar de ojos, se había hecho tábula rasa de cuanto habían andado los españoles, en buena armonía, desde la época de la Transición. Y aparecieron las primeras grietas en la estructura misma del Estado. Los agravios comparativos, claro. Aquellos equilibrios de antaño, tan sabios y costosos, habían dado paso a una loca carrera entre Comunidades Autónomas —o entre sus respectivos gobiernos— a ver quién se llevaba más dinero de la caja común. Y todo ello auspiciado —no podía ser de otro modo, vista la magnitud del fenómeno— por el mismísimo presidente del Gobierno de España, José Luis Rodríguez Zapatero, que había bendecido, en plena campaña de las autonómicas del 2003, el futuro Estatuto, saliera como saliera del Parlamento catalán.

En total fueron siete años. Mejor dicho: han sido, puesto que su vencimiento es reciente. De 2003 a 2010. Del pacto del Tinell a las últimas elecciones autonómicas, las del 28 de noviembre, las del gran fracaso socialista. Porque, si bien los resultados electorales admiten otras muchas lecturas, esta es, sin duda, la más decisiva. Lo indican los números. Nunca el PSC había cosechado tan pocos votos en unas elecciones. Los 570.361 sufragios del 28-N se hallan incluso por debajo de los logrados en las primeras autonómicas, las de 1980 [10]. El peor resultado de la historia, pues. Con todo, acaso lo más significativo sea observar las distintas paradas electorales del trayecto. Bastará con las del último septenio. Es decir, con el periodo en que los socialistas catalanes, capitaneados primero por Maragall y luego por Montilla, han disfrutado del ejercicio del poder. En 2003, 1.031.454 votos (un 31,16%). En 2006, 796.173 (un 26,82%). Y en 2010 —recordémoslo—, 570.361 (un 18,32%) [11]. En siete años, una fuga de 461.093 votos, esto es, de casi la mitad del capital. A simple vista, y dado que la candidatura, en 2006 y 2010, estaba encabezada por José Montilla, uno siente la tentación de atribuir al todavía secretario general del partido la principal responsabilidad en el hundimiento de la nave. La tiene, sin duda alguna, y bien está atribuírsela. Aun así, ello no debería hacernos olvidar la de su predecesor. Al fin y al cabo, en 2006 el PSC recoge sobre todo los frutos de la gestión de Maragall [12]. Y esos frutos se concretan en la pérdida de 235.281 votos y en un descenso del 4,34%. Es verdad que ese descenso será todavía más pronunciado en 2010 [13], pero ello no impide adjudicar a cada César lo que, en justicia, le corresponde.

Sea como fuere, y más allá de los nombres, la debacle socialista no tiene otro culpable, en el fondo, que el propio proceso de reforma del Estatuto. El envite que les permitió auparse al poder —y, con ellos, al resto de la izquierda— ha terminado por dejarlos fuera de juego [14]. Han jugado a ser nacionalistas, a serlo incluso más que nadie, y gran parte de sus votantes tradicionales les han vuelto la espalda. Unos se han refugiado en la abstención o el voto nulo, y otros han optado por apoyar a otras fuerzas políticas. De izquierda —ICV— o centroizquierda —Ciutadans—, pero también de centroderecha —CIU o PP— [15]. Así se deduce, al menos, de las migraciones de voto observadas en muchas poblaciones catalanas, y especialmente en las del cinturón barcelonés, donde el socialismo ha tenido siempre su granero. En este sentido, no parece que la larguísima campaña electoral diseñada por los estrategas del partido, en la que Montilla fue renegando, día a día, de su propia obra de gobierno y, muy en particular, de la deriva identitaria [16] —por no hablar, claro está, del tropel de ocurrencias audiovisuales—, haya contribuido en modo alguno a enderezar el resultado. Al contrario. Y es que difícilmente va a arreglarse en tres meses, a base de palabrería, lo realizado en siete años de despropósitos.

Con todo, no ha sido este el único factor condicionante de la hecatombe socialista. La gestión del Gobierno, lo mismo con Montilla que con Maragall, ha dejado mucho que desear. De puertas afuera, por la inacción inherente al proceso de reforma del Estatuto y, una vez aprobado este, por el despliegue de una ristra de leyes sobre las que pende, desde comienzos del pasado verano, la tan temida y anhelada sentencia del Constitucional. De puertas adentro, por los constantes desencuentros entre los socios de la coalición, ventilados, por lo general, a los cuatro vientos [17]. Y todo ello, claro, iluminado por el contraste con los asuntos que realmente preocupan a la gente y cuya resolución no admite demora. Empezando por el desempleo y por la crisis económica. Es verdad que, en este punto, el tripartito lo tenía crudo, por cuanto su filiación ideológica —o al menos la del partido mayoritario— le hacía inevitablemente cómplice de las políticas llevadas a cabo por el Gobierno de España. O no llevadas a cabo, para ser precisos. Aun así, cuesta imaginar que las tres fuerzas integrantes del Gobierno de la Generalitat hubiesen podido aplicar, en otro contexto, medidas tendentes a afrontar la crisis y el drama del empleo. Aparte de gastar, y de hacerlo más allá de todo límite razonable [18], no se han caracterizado en estos años por casi nada más.

De ahí que la incontestable victoria de CIU en los pasados comicios autonómicos no deba atribuirse principalmente a una eficaz labor opositora. Nada más lejos de la realidad. El triunfo de la federación nacionalista es directamente tributario de los errores ajenos. De no ser por el rotundo fracaso del tripartito, difícilmente habría logrado lo que ha logrado. En el fondo, en ese retorno de Convergència i Unió al poder subyace un deseo bastante generalizado, por parte de la sociedad catalana, de volver al orden. Después de una etapa convulsa, llena de sobresaltos y enfrentamientos, los ciudadanos de Cataluña han apostado mayoritariamente por lo seguro, por lo conocido. Y, en Cataluña, lo seguro y lo conocido es CIU. 23 años de gobiernos consecutivos de Jordi Pujol pesan lo suyo. Y, aunque Artur Mas no sea Pujol, es evidente que el apoyo recibido tiene mucho que ver con esa confianza. Por eso la cosecha convergente ha sido, en cuanto a la procedencia de los votos, tan variopinta. Todo indica que CIU ha funcionado para muchos como una franquicia. Alguien a quien prestar por un tiempo la voluntad para ver si es capaz de arreglar lo que los otros no sólo no han arreglado, sino que encima han contribuido a empeorar.

Lo cual no excluye, por supuesto, que en los comicios catalanes se haya votado, quién sabe si por primera vez en la historia, en clave española. O incluso europea. El paso de un gobierno de izquierda a uno de centroderecha se corresponde con una tendencia muy visible ya en el resto de España [19] y muy asentada en buena parte de Europa. De hecho, los propios resultados del Partido Popular en Cataluña [20] son también un reflejo de ese cambio de ciclo. Dentro de unos meses, las elecciones municipales y autonómicas servirán, entre otras muchas cosas, para confirmar, a escala española, su verdadero alcance.

Por lo demás, el nuevo panorama político abierto el pasado noviembre en Cataluña plantea no pocos interrogantes de cara al futuro. Tal vez los más trascendentes sean los que afectan al PSC. ¿Cómo va a salir del pozo? ¿Sin fisuras, o partido en dos? Y si no hay escisión, ¿cuál de las dos almas se impondrá? ¿La catalanista? ¿La españolista? ¿Comportará el enorme revés sufrido un relevo generacional en la dirección del partido? Y luego está el tiempo que vaya a transcurrir. En efecto, ese purgatorio al que lo han condenado los ciudadanos, ¿cuánto va a durar? ¿Una legislatura? ¿Varias? Y, en fin, ¿será capaz el PSC de remontar algo el vuelo antes de las próximas generales, para tratar de ayudar, poco o mucho, al proyecto socialista en toda España?

Siguiendo con las preguntas, habrá que ver asimismo qué pasa con el independentismo, cuyos apoyos electorales no han respondido en modo alguno a las expectativas creadas por los sondeos del pasado verano. ¿Resurgirá ERC? ¿Persistirá Carod-Rovira en sus deseos de construir una santa alianza de izquierda y nacionalista? ¿En qué medida la aparición de Laporta y sus muchachos va a convertir el Parlamento catalán en un circo? Y, aún: ¿hasta qué punto el sector soberanista de Convergència, tan cardinal en la estructura misma del partido y tan próximo a su máximo líder, va a influir en la política de la federación? ¿Insistirá Artur Mas en la reclamación de un concierto para Cataluña, o no le va a quedar más remedio, dada la coyuntura económica, que apañarse con lo que tiene e intentar gestionarlo mucho mejor que sus predecesores?

Por supuesto, no acaban aquí los interrogantes, aunque estos son, qué duda cabe, los más decisivos [21]. De la forma como terminen resolviéndose podrá inferirse, en último término, el camino que va a tomar Cataluña y también, en parte, España. El desgaste ocasionado por estos siete años de gobiernos tripartitos no hay política que lo subsane. Cuando menos a corto plazo. No se trata de unas simples ronchas; se trata de algo mucho más profundo, de algo que atañe a la estructura misma del Estado, a las relaciones entre conciudadanos, a las querencias, a los odios, y lo mismo en Cataluña que en el conjunto de España. El proceso iniciado a comienzos de la pasada década con la reforma del Estatuto catalán ha causado un daño enorme. Algunos, como los socialistas catalanes, ya han pagado por ello —aunque no sólo por ello, claro—. Otros pagarán muy pronto. Pero este es, al cabo, un triste consuelo. Aquello que tanto preocupaba a Gaziel hace 80 años, el llamado problema catalán, sigue presente. Como una suerte de mutante. En estos últimos años los españoles hemos echado por tierra todo el trabajo de la Transición. Unos más que otros, ciertamente; pero, para el caso, es lo mismo.

Por no hablar del espíritu, tan maleado.


[1]«Castilla y Cataluña. Los precursores», La Vanguardia, 21 de marzo de 1930.


[2]Su gestación fue ardua y trabajosa. Por más que el conocido como Estatuto de Núria hubiera sido redactado por una comisión de diputados catalanes al poco de proclamarse la Segunda República y aprobado en referéndum por los ciudadanos de Cataluña el 2 de agosto de 1931, en su tramitación parlamentaria hubo que dar prioridad, como es lógico, a la elaboración de la Constitución republicana. Luego, una vez aprobada esta el 9 de diciembre de 1931, hubo que ir adaptando el texto de aquel Estatuto primigenio al nuevo marco constitucional, o sea, rebajándolo considerablemente en sus pretensiones. Por fin, el 9 de septiembre de 1932 las Cortes republicanas aprobaron el articulado definitivo.
Sobra decir que, aun así, cualquier comparación que se establezca entre, por un lado, este proceso y, por otro, el que resulta de los siete años de gestación, aprobación en referéndum y anuncio largamente esperado del dictamen de (in)constitucionalidad del actual Estatuto de Autonomía de Cataluña estará fuera de lugar. Ojalá nuestras cuitas hubieran sido como aquellas.


[3]El abogado Amadeu Hurtado, que trabajó, de forma consecutiva, para los presidentes Macià y Companys como consejero privado, refiere en sus diarios lo que le dijo este último el 8 de junio de 1934, ante la posibilidad de que el Tribunal de Garantías declarara inconstitucionales algunos artículos de la Ley de Contratos de Cultivo —traduzco del original catalán—: «Ha llegado la hora de dar la batalla y de hacer la revolución. Es posible que Cataluña pierda y que algunos de nosotros dejemos en ello la vida; pero perdiendo, Cataluña gana, porque necesita a sus mártires que mañana le asegurarán la victoria definitiva» (Amadeu Hurtado, Abans del sis d’octubre (un dietari), Quaderns Crema, 2008, p. 59).


[4]Un par de ejemplos, relacionados con la lengua y con sus derivaciones en el campo de la enseñanza, bastará para cerciorarse de ello. Así como la Constitución de 1931 establecía, por una parte, que a nadie se le podría exigir «el conocimiento ni el uso de ninguna lengua regional» (art. 4) y, por otra, que el Estado podría «mantener o crear [en las regiones autónomas] instituciones docentes de todos los grados en el idioma oficial de la República» (art. 50), la de 1978 no decía nada al respecto.
Y en lo tocante al Estatuto, así como el de Núria, en 1932, se limitaba a consignar que «el idioma catalán es, como el castellano, idioma oficial a Cataluña» (art. 2), el de Sau, en 1979, además de estipular que «el idioma catalán es el oficial de Cataluña, así como también lo es el castellano, oficial en todo el Estado español» (art. 3), añadía en el mismo artículo que «la lengua propia de Cataluña es el catalán».


[5]Los nacionalismos vasco y catalán repitieron hasta la saciedad que la LOAPA, aprobada por las Cortes a mediados de 1982, era una suerte de corolario del intento de golpe de Estado del 23 de febrero de 1981. En realidad, no fue así. Tal y como recordó por escrito Leopoldo Calvo-Sotelo (Memoria viva de la transición, Plaza y Janés, 1990), el proyecto de armonización del sistema autonómico formaba ya parte de su discurso de investidura como presidente del Gobierno, leído días antes de la intentona militar.
Con todo, la ley tuvo un recorrido ciertamente corto. Una vez aprobada, los nacionalismos vasco y catalán, al igual que los gobiernos del País Vasco y de Cataluña, apelaron al Tribunal Constitucional, que acabó dándoles, al cabo de un año, si no la razón entera, sí gran parte de ella. La pretensión de fijar un texto competencial único para todas las comunidades autónomas y de negar, en consecuencia, el carácter singular de las llamadas nacionalidades con respecto a las llamadas regiones y, por tanto, los privilegios que semejante singularidad llevaba aparejados, fue rechazada por el Alto Tribunal en la medida en que entraba en contradicción, a su juicio, con el Título VIII de la Constitución.


[6]A lo que sin duda contribuyeron, claro está, las repetidas victorias del partido en las sucesivas elecciones autonómicas, seis en total y tres de ellas —en 1984, 1988 y 1992— por mayoría absoluta. O, lo que es lo mismo, los 23 años consecutivos de gobiernos de Jordi Pujol.


[7]Este fue el caso del diario Abc en 1985, que le nombró «Español del año 1984».


[8]Así lo reconoció el propio Pasqual Maragall, a comienzos de julio de 2005, en un encuentro celebrado en el Palacio de la Generalitat con algunos de los firmantes del manifiesto «Por la creación de un nuevo partido político en Cataluña», entre los que me encontraba.


[9]En las elecciones autonómicas de 1999, las últimas a las que Pujol concurrió como candidato, CIU obtuvo 56 diputados, mientras que el PSC y sus aliados ecosocialistas sumaron 55. Como ERC, por su parte, logró 12, las fuerzas de izquierda quedaron a un solo escaño de la mayoría absoluta de la Cámara, fijada en 68.


[10]En aquel entonces fueron 606.717. Téngase en cuenta, no obstante, que en 1980 podían votar 798.110 ciudadanos menos que ahora. O, si lo prefieren, que los votos de 1980 supusieron el 22,43% del censo electoral, mientras que los de 2010 han supuesto tan sólo el 18,32%.


[11]Al redactar este artículo, estos últimos resultados, como todos los correspondientes a 2010, son todavía provisionales.


[12]Por más que Montilla fuera el cabeza de cartel, su propulsión como candidato a la Presidencia de la Generalitat se había producido meses antes, a instancias del presidente Rodríguez Zapatero y tras el fiasco del referéndum estatutario —un triste 48,85% de participación y sólo un 35,8% de síes con respecto al conjunto del censo electoral— y la consiguiente dimisión de Maragall.


[13]De un 8,5%, casi el doble. No ocurre lo mismo con la pérdida de votos, que es incluso algo inferior a la de 2006 con respecto a 2003: 225.812. Esos datos aparentemente contradictorios se explican por la diferencia en el porcentaje de participación entre unos y otros comicios: un 56,4% en 2006 frente a un 59,95% en 2010.


[14]Lo mismo puede decirse de ERC, que ha perdido 198.309 votos, esto es, casi la mitad de lo obtenido en 2006. Aunque aquí las razones, como veremos enseguida, son de otra naturaleza.


[15]En lo que respecta a ICV-EUIA y Ciutadans esos corrimientos se produjeron ya en 2006.


[16]Resultaría ciertamente muy laborioso determinar cuál de las dos legislaturas presentó, en este aspecto, una deriva mayor. Aun así, en lo tocante a la figura del presidente de la Generalitat, y pese a algunas aportaciones gloriosas de Maragall —como, por ejemplo, aquella lengua catalana convertida en Guadalajara (Méjico) en «el ADN de los catalanes»—, no hay duda de que Montilla se llevó la palma. Es lo que tiene la necesidad de hacerse perdonar los orígenes. La cruz del converso, en una palabra. Desde sus propósitos iniciales de aprender el idioma de adopción —frustrados, sobra añadirlo— hasta sus reiteradas profesiones de fe nacionalista, la trayectoria de José Montilla como presidente autonómico ha estado siempre marcada por la sobreactuación. Y si con algo anda reñida la sobreactuación es con la credibilidad.


[17]Del precio pagado por ERC ya hemos dicho algo anteriormente. Añadamos, si acaso, que la creación de dos fuerzas directamente competidoras, como el Reagrupament de Joan Carretero o la Solidaritat Catalana per la Independència de Joan Laporta, ha restado no pocos apoyos al partido. Así como los enfrentamientos y las divisiones internas, saldadas con la cuasi defenestración de Josep-Lluís Carod-Rovira y sus acólitos. En resumidas cuentas, todo ello explica por qué el 14,03% obtenido en 2006 se ha convertido, en esta ocasión, en un escuálido 7%.

En cuanto a ICV-EUIA, lo cierto es que no puede hablarse aquí de batacazo, aunque sí de descenso notable. De los 282.693 votos de 2006 (un 9,52%) a los 229.985 actuales (un 7,39%). Si bien se mira, lo mismo en un caso que en otro el electorado parece haber castigado —con saña diversa, eso sí— a los representantes del tripartito más próximos, por sus métodos y sus creencias, al mundo de los antisistema.


[18]Cataluña posee el dudoso honor de ser la Comunidad Autónoma más endeudada. Recuérdese, en este sentido, que la delicada situación financiera de las arcas públicas llevó a la Generalitat a emitir, un mes antes de las elecciones, unos «bonos patrióticos».


[19]Así lo demuestran, y de forma creciente, todos los sondeos de anticipación electoral.


[20]El máximo número de escaños de toda su historia (18), aunque el excelente resultado de Alicia Sánchez Camacho (384.019 sufragios, un 12,33%) se vea todavía superado, en voto real, por el obtenido en 2003 por Josep Piqué (393.499, un 11,89%) y, en voto real y en porcentaje, por el logrado en 1995 por la candidatura encabezada por Aleix Vidal-Quadras (421.752, un 13,08%).


[21]Entre los que podrían añadirse está el de saber si una fuerza como el PP va a seguir creciendo y si una como Ciutadans, después de consolidarse en el Parlamento autonómico, va a hacer lo propio. Al fin y al cabo, y a expensas del rumbo que acabe tomando el PSC, unos y otros representan hoy por hoy en Cataluña el único voto no catalanista —esto es, no nacionalista en ningún grado—.



Cuadernos de Pensamiento Político, núm. 29, enero/marzo 2011.
Sigo con verdadero interés la trayectoria política de Ferran Mascarell. Su caso me parece digno de estudio. De no ser porque el adjetivo tiene una connotación inequívocamente positiva, diría incluso que se trata de un caso ejemplar. Como saben, Mascarell se convirtió a finales del pasado año en el consejero de Cultura del primer gobierno de Artur Mas, tras haber ejercido el mismo cargo en 2006 en el último de los gobiernos de Pasqual Maragall. Con anterioridad, su actividad en el sector público se había desarrollado siempre en el área de Cultura del Ayuntamiento de Barcelona, donde fue subiendo peldaños hasta alcanzar el de concejal del ramo. En definitiva: después de una vida política ligada al Partit dels Socialistes de Catalunya —al que se afilió, según propia confesión, en 1983 o 1984—, Mascarell ha aceptado proseguir esa vida política en un gobierno monocolor de Convergència i Unió.

Lo cual, más allá de la singularidad del caso —antes que él, nadie en la España constitucional había ejercido un cargo semejante en dos partidos tan diametralmente opuestos—, no debería tampoco causar demasiada extrañeza. Y menos en la Cataluña política, donde todo o casi todo resulta intercambiable. Lo que sí merece ser destacado es el empecinamiento de Mascarell en conservar su carné socialista. O, lo que es lo mismo, su renuencia a darse de baja, tal como le pidió en su momento el todavía secretario general José Montilla. Las razones que esgrime el consejero son, como mínimo, curiosas. Por un lado —afirma—, él sigue siendo socialdemócrata y catalanista. Por otro, por más que pagara religiosamente las cuotas, él se ha considerado siempre «un independiente desde el punto de vista ideológico y desde el punto de vista mental», y es esa misma independencia la que debería permitirle, a su juicio, aceptar la oferta de Mas sin por ello tener que renunciar a su militancia en el partido.

La primera razón no resiste la prueba de los hechos. En Convergència existe también una corriente socialdemócrata, y del catalanismo ni les cuento. En cuanto a la segunda, no seré yo quien vaya a decirle a Mascarell cómo debe considerarse —si dependiente o independiente—, pero convendrán conmigo en que satisfacer la cuota de un partido durante más de un cuarto de siglo y ejercer a un tiempo distintos y bien remunerados empleos allí donde ese partido ha estado gobernando no parecen circunstancias fácilmente disociables. Sí, mal que le pese al interesado, no habría habido cargos sin carné. Y, por supuesto, tampoco habría habido oferta convergente.

ABC, 15 de enero de 2011.

El cargo y el carné

    15 de enero de 2011
Los primeros movimientos del Movimiento acaudillado por Artur Mas han sido hasta cierto punto desconcertantes. O contradictorios, si lo prefieren. Por un lado, y en consonancia con la promesa electoral de soltar lastre, Mas ha achicado el Gobierno. O sea, ha suprimido departamentos y ha reducido, en paralelo, el número de secretarías generales y de altos cargos. Se trata, sin duda alguna, de una decisión acertada. En tiempos de crisis, cualquier recorte en el gasto público, y en particular en el estructural, debe ser bienvenido. Por lo demás, todo indica que a esa medida le van a suceder en las próximas semanas otras de naturaleza similar, hasta alcanzar las de mayor calado económico, esto es, las que han de afectar a una parte sustancial del centenar de entidades, empresas y consorcios dependientes de la Generalitat. Habrá que esperar, pues, para comprobar cuál es la magnitud —y la importancia cualitativa— del «tijeretazo» catalán. Aun así, parece que por ese lado vamos bien.

No puede decirse lo mismo del desmantelamiento del Gobierno saliente. Es verdad que la reducción de departamentos ha traído consigo una redistribución de funciones. Así, parte de las competencias que las consejerías gobernadas por ERC o ICV-EUIA habían acumulado en las anteriores legislaturas por el simple prurito de acaparar determinadas áreas han vuelto donde solían y donde el sentido común aconseja que estén —excepto la política lingüística, que jamás debería haber retornado a Cultura—. Pero lo sorprendente es que ello no ha comportado hasta la fecha ninguna liquidación de existencias. Les pongo un ejemplo. Roser Clavell, la mano derecha de Carod en asuntos exteriores, la que le preparaba aquellos viajes fastuosos en los que, aparte de coleccionar chapas, agenciarse lanzas y colocar a la familia, el Josep-Lluís por antonomasia inauguraba embajadas de cartón, ha sido ratificada en su puesto por Artur Mas. ¿Un premio a su trabajo? Tal vez, pero, en cualquier caso, una demostración de que el Movimiento se demuestra andando.

Y aún hay más. El Memorial Democrático, ese fortín ideológico que el exconsejero Saura levantó a mayor gloria del comunismo autóctono y cuyo fin manifiesto ha sido siempre la revisión de la historia, empezando por la de la guerra civil, ha ido a parar a Gobernación. Quiero decir que, lejos de eliminarlo, Mas ha vinculado sus destinos al ámbito de su vicepresidenta, la democristiana Joana Ortega.

En otras palabras: el comunismo redivivo legitimado por la democracia cristiana. Vivir para ver.

ABC, 8 de enero de 2011.

Movimientos a la catalana

    8 de enero de 2011
1. Aunque sólo sea por atender al orden cronológico, lo primero que merece la pena destacar de las recientes elecciones autonómicas catalanas es la conjunción entre los sondeos y los propios resultados. Excepto la encuesta realizada por el CIS —que vaticinaba, recordémoslo, un mismo número de escaños para Convergència i Unió y para el conjunto de las fuerzas integrantes del tripartito—, todas las demás tuvieron la virtud de acertar en el vuelco electoral, esto es, en el cambio de sentido del voto. De una mayoría en manos del tripartito a una casi mayoría para CIU. Ahora bien, a pesar de esa coincidencia general entre pronósticos y resultados, el dictamen de las urnas no fue acogido con la lógica reacción del que ya sabe lo que van a traerle los Reyes Magos, sino con una verdadera sacudida. Algo había ocurrido, en efecto, que, aunque anunciado, superaba cuantas expectativas pudieran tener unos y otros. Para entendernos: los ciudadanos no sólo habían legitimado con su voto la previsible alternancia; habían ido más allá. Y lo que en unas formaciones políticas había sido un estremecimiento de gozo más o menos controlado, en otras se había concretado, la misma noche electoral, en una tiritera de órdago. Tiritera que, semanas más tarde, estaba lejos de haber remitido.

2. Cualquier aproximación a la realidad electoral catalana —como a la vasca o a la gallega, por otra parte— requiere que nos movamos necesariamente sobre dos ejes ideológicos: por un lado, el clásico y general en el resto de España, o sea, el que bascula entre derecha e izquierda, y, por otro, el identitario, esto es, el que separa a los nacionalistas de los que no lo son. Pero este análisis, en el caso catalán —y en menor medida en el vasco y en el gallego—, plantea siempre, en relación con el segundo de los ejes, un problema de difícil solución. ¿Qué hacemos con los votos recogidos por los socialistas? ¿Dónde los ponemos? ¿En el saco de los no nacionalistas, atendiendo a la vinculación del partido con el PSOE, o en el de los nacionalistas, en tanto en cuanto el PSC ha alardeado en todo momento de su sustrato catalanista y de su independencia con respecto a sus correligionarios peninsulares? En el primer supuesto, el voto nacionalista —y aquí cabrían, claro, todas las intensidades: desde el catalanismo más liviano hasta el independentismo exacerbado— habría sumado un 56,14% de los sufragios y el no nacionalista un 34,05 —en el cómputo porcentual incluyo únicamente el voto con representación parlamentaria—. En el segundo, la relación habría sido de un 74,46% para el sector nacionalista y de un 15,73 para el otro. Con todo, números cantan: de un modo u otro, la mayoría del electorado catalán ha optado por formaciones políticas marcadas, poco o mucho, por el nacionalismo.

3. En cambio, si tomamos como referencia el otro eje —el clásico, el ideológico—, los resultados no arrojan tantas sombras. Es verdad que fuerzas como Solidaritat Catalana per la Independència —el partido de Joan Laporta— o Ciutadans tienen una adscripción dudosa, en la medida en que se caracterizan, sobre todo, por su defensa o su rechazo del factor identitario; pero, aun así, parece lógico adscribir SI al segmento de la derecha y C’s al de la izquierda. En consecuencia, el pasado 28 de noviembre la derecha habría obtenido en Cataluña un 54,08% del voto, mientras que la izquierda se habría quedado en el 36,11. O, lo que es lo mismo, los ciudadanos catalanes habrían apostado, mayoritariamente, por opciones de derecha. En este sentido, no deja de resultar significativo que, exceptuando a Ciutadans, las únicas fuerzas que han crecido en voto con respecto a 2006 formen parte precisamente de este segmento ideológico.

4. De cuantas formaciones concurrían a los comicios, Convergència i Unió es la que mejor encarna la doble condición de nacionalista y de derechas. Aun así, su victoria no se debe tanto a los méritos contraídos por su labor opositora como a los deméritos del adversario, esto es, de la coalición de partidos que ha venido ejerciendo, en los últimos siete años y especialmente en la segunda de las legislaturas, las responsabilidades de gobierno. Por lo demás, para el electorado catalán, CIU sigue siendo la fuerza política que ha regido —con mayor o menor acierto, tanto da— los destinos de la autonomía durante cerca de un cuarto de siglo. O sea, un partido fiable. Y, lo que es más importante, un partido de orden. Si algo ha caracterizado al llamado gobierno tripartito ha sido, por un lado, el desorden y la algarabía, y, por otro, una gestión disparatada de los asuntos públicos, mucho más propensa a crear problemas allí donde no los había que a atender a las necesidades reales de los ciudadanos para tratar de ponerles remedio.

5. El crecimiento de CIU y del Partido Popular de Cataluña tiene también otra lectura. Los electores han apostado por los partidos de la derecha, porque no confían en la izquierda para salir de la crisis. Más allá de la ideología de cada cual, lo que el ciudadano reclama son soluciones. Y ni la izquierda catalana ni la española han sido capaces de dárselas hasta el momento. De ahí que, tal como prueban los datos de infinidad de poblaciones y comarcas, miles de votantes socialistas hayan cambiado el sentido tradicional de su voto y lo hayan encomendado en esta ocasión a CIU y, en menor medida, al PP. Porque ya saben de qué han sido capaces los suyos y porque, no nos engañemos, en lo tocante a la economía la gente sigue fiándose mucho más de la derecha que de la izquierda. (Lo que conlleva, por cierto, en el caso de CIU, que esa confianza vaya a revertir en una política esencialmente pragmática, centrada en la reducción del gasto público y de la deuda —la mayor de la España autonómica—, volcada en el estímulo empresarial y en la creación de empleo, y alejada, por tanto, de conciertos económicos y demás mandangas soberanistas.)

6. Para las denominadas fuerzas progresistas, y en particular para el PSC, esas elecciones no habrán sido unas elecciones más. Uno no se recupera fácilmente de semejante derrota. De concentrar en 2006 el 50,37% del voto con representación parlamentaria han pasado a reunir ahora tan sólo el 32,71. Durante un cuarto de siglo la izquierda catalana estuvo suspirando por alcanzar el poder. Le llegó por fin la hora en 2003. Siete años más tarde, ese capital —si capital hubo— ha sido dilapidado sin compasión. ¿Cuánto tiempo habrá de transcurrir para que vuelva a darse una ocasión parecida?

7. Pero, como decíamos, entre los partidos de izquierda destaca uno, el PSC. No por haber sufrido la mayor caída —ese honor corresponde a ERC, que ha perdido la mitad de los votos que tenía—, sino por las consecuencias que su derrota entraña. En primer lugar para el propio partido. Desde que los socialistas abrazaron la causa de la reforma del Estatuto, todo ha sido ir despeñándose. En 2003 obtuvieron 1.031.454 votos. En 2006, 796.173. En 2010, 570.361, el peor resultado de su historia. (Tan malo fue, que hasta superó los 606.717 sufragios de las primeras autonómicas, las de 1980, logrados, por lo demás, con 800.000 electores menos en el censo.) Como consecuencia de todo ello, el PSC se encuentra ahora ante un grave dilema. Después de que los resultados electorales hayan evidenciado hasta qué punto ha llegado a perjudicarle la bigamia política practicada durante más de tres décadas, ¿de cuál de sus dos almas le conviene divorciarse? O, si lo prefieren, ¿con cuál debe quedarse? ¿Con la catalanista? ¿Con la española? De momento, y por si el aparato del partido resolviera finalmente abrazar esta última, los representantes más insignes de la primera andan ya perfilando una nueva fuerza política, hecha con retazos nacionalistas de aquí y de allá y dispuesta a reverdecer aquella volátil Unió Socialista de Catalunya de los tiempos de la República que, tras coaligarse con ERC, acabó dando origen al PSUC.

y 8. Pero el hundimiento del PSC ha tenido también su réplica. Es lo que pasa con los partidos hermanos. Aunque los dirigentes del PSOE se hayan apresurado a marcar distancias entre estas elecciones y las que nos esperan dentro de unos meses —por no hablar ya de las siguientes—, a nadie se le escapa que el batacazo catalán es, a un tiempo, un batacazo español. Las circunstancias, si no exactamente las mismas, son de lo más parecido. Un gobierno socialista en quiebra, incapaz de afrontar la crisis y perdiendo el tiempo, el dinero y las energías en empresas que nada tienen que ver con lo que demandan, de forma apremiante, la inmensa mayoría de los ciudadanos —y, entre esas empresas, en primerísimo lugar, las que han tenido como objeto la gestación y el parto del nuevo Estatuto catalán y de cuantos Estatutos de Autonomía han surgido a su sombra—. Lo único que cabe lamentar, en este sentido, son los días que todavía faltan para agotar la legislatura. Y es que las agonías, cuanto más cortas mejor.

Actualidad Económica enero de 2011 (Anuario).

Reflexiones postelectorales

    4 de enero de 2011
No, no se trata de un remedo del famoso Seisdedos, aquel cabecilla anarquista de Casas Viejas que en enero de 1933 proclamó el comunismo libertario en la población tras cepillarse a dos guardias civiles y antes de que un destacamento de guardias civiles y de asalto enviado por el Gobierno de Azaña redujera su hazaña y la de los suyos a la exposición fotográfica de unos cuerpos acribillados, asfixiados o carbonizados. Aquel hombre, y de ahí su mote, tenía seis dedos. Este, en cambio, tiene cinco, como la mayoría de los mortales, sólo que uno, el pulgar de la mano derecha, lo lleva encogido. O doblado. No cuando da la mano, sino cuando la levanta. O sea, no cuando saluda de forma civilizada, sino cuando colma, brazo en alto, los bajos instintos de sus seguidores.

A Cuatrodedos los catalanes —o sus representantes políticos, para ser precisos— lo han hecho presidente de su nacioncilla. Y, claro, el hombre está que no cabe en sí de gozo. Por eso, a la mínima, va y encoge el pulgar. Además, no han sido sólo los suyos quienes le han encumbrado; también los otros. O sea, quienes en teoría debían oponerse a su nombramiento, en la medida en que se oponían —o eso creíamos— a sus principios ideológicos y programáticos. ¿Existe mayor placer, para un dirigente político, que el de ver a su máximo rival rendido a sus pies? Aunque luego ese máximo rival quiera vestir su propia rendición de simple acuerdo coyuntural, es evidente que la dejación de sus funciones opositoras supone una capitulación en toda la regla. Y, por si no bastaba con ello, la incorporación de un destacado representante del otrora partido opositor a las tareas del nuevo Gobierno sirve para demostrar que ya sólo hay vida donde Cuatrodedos.

De ahí que a nadie haya alterado lo más mínimo, en la catalana tierra, la noticia de que el nuevo presidente no piense aplicar ninguna de las sentencias que el Tribunal Supremo acaba de emitir en relación con la inmersión lingüística. Él sólo se debe —lo recordó el pasado lunes, en su discurso palaciego— al pueblo de Cataluña. Pero, entiéndase, no al pueblo en tanto que conjunto de ciudadanos que deciden libremente mediante el voto, etc., etc. Que va. Eso es una mera construcción, un artificio, algo propio de los Estados. La devoción de Cuatrodedos tiene por objeto el pueblo milenario, o sea, una entelequia, a la que piensa dedicar —asegura— todos sus esfuerzos hasta alcanzar la «plenitud nacional».

Llegado el momento, el hombre podrá por fin desdoblar el pulgar derecho y extender, sin límite alguno, esa mano alzada y victoriosa.

ABC, 31 de diciembre de 2010.

Cuatrodedos

    1 de enero de 2011