En todo caso, esa querencia de la prensa catalana por «España» como tropo es bastante reciente. Por lo menos en los diarios importantes. Antes lo que abundaba era otra sinécdoque, el famoso «Madrid», cuya mera expresión —rematada por aquella «t» inconfundible— acarreaba ya en según qué labios todo un memorial de agravios. Pero «Madrid», al cabo, era algo así como «París», «Londres» o «Washington», esto es, un recurso periodístico consagrado para referirse al Gobierno del Estado. Lo cual permitía hablar, con propiedad, de los contactos entre el Govern y Madrid, en la medida en que estos contactos se daban entre un ejecutivo autonómico y uno central. Lo de «España» no va por aquí. Lo de «España» presupone forzosamente que la relación ya no se establece entre dos gobiernos de rango distinto, sino entre pares. Como si fuera Francia, por ejemplo, o el Reino Unido, o los Estados Unidos, quienes la ejercieran. O sea, como si Cataluña fuera lo que no es: un Estado independiente, con un ministro plenipotenciario, cuando no un embajador, al que se nombra para que represente al Gobierno del país lejos de la patria.
Como es natural, esa deriva de los medios catalanes resulta inseparable de la deriva de su clase política. O, lo que es lo mismo, del camino emprendido con la reforma del Estatuto, desde los primeros brindis al sol de hace una década hasta la mismísima sentencia del Constitucional. A lo largo de estos años interminables, y en particular durante el último de regencia del tripartito, la prensa ha actuado como una avanzadilla del poder autonómico. Sin rubor alguno, sin turbarse lo más mínimo, asumiendo como una especie de causa general lo que no eran sino intereses de parte, diarios, radios y televisiones catalanas, en grados distintos pero coincidentes, han ido consolidando la ficción de una Cataluña soberana, desgajada de España —y, si no desgajada ya, deseosa al menos de consumar cuanto antes la tan ansiada separación—. De ahí que España se haya convertido, para esos medios, en una realidad ajena, con la que Cataluña no tiene ya otra relación que la que emana de los pleitos en curso.
En este sentido, nada hay tan revelador del deterioro periodístico catalán como el editorial publicado al unísono, el 26 de noviembre de 2009, por la docena de diarios radicados en la todavía Comunidad Autónoma. Lo recordarán sin duda. Se titulaba «La dignidad de Cataluña» y no era sino un intento ruin de condicionar la sentencia del Constitucional sobre el Estatuto cuando todo daba a entender que esa sentencia, por entonces, ya no podía demorarse. Pero, más allá del texto y sus intenciones —entre las que también estaba, por supuesto, la de soliviantar a una parte notable de la sociedad catalana contra una de las más altas instituciones del Estado—, lo más significativo de la iniciativa era su carácter colectivo. O sea, que toda la prensa diaria editada en Cataluña pudiera suscribir, sin que ninguna cabecera sintiera siquiera la necesidad de expresar una reserva al respecto, un mismo texto y precisamente aquel. La unanimidad más absoluta. El asentimiento más general. O, si lo prefieren, un retoño algo tardío de aquellos editoriales de inserción obligatoria tan comunes en la prensa española de la inmediata posguerra, la de la censura y las consignas.
Pero esa vanguardia periodística entregada a realizar el trabajo sucio de la clase política autonómica no se manifestó tan sólo, corporativamente, a través del mencionado editorial. Medio año más tarde, y con la sentencia del Estatuto todavía en el alero, sesenta columnistas autocalificados de «colaboradores de la prensa diaria catalana, de sensibilidades y talantes diferentes», publicaron en muchas cabeceras de esa misma prensa diaria un artículo conjunto, «El dilema español», en el que arremetían también contra el Alto Tribunal, al tiempo que abogaban sin tapujos por la secesión de Cataluña si el fallo no respetaba en su integridad el texto aprobado en referéndum. Ya no se trataba, pues, de un bando más o menos institucional —en la medida en que un editorial refleja siempre, por definición, el punto de vista del medio en que se inserta—, sino que ahora la proclama la suscribían reputados comentaristas —y entre ellos, por cierto, quien ha acabado siendo consejero de Cultura del primer gobierno de Artur Mas—. Bien es verdad que, en Cataluña, la función de comentarista tiene siempre un halo familiar. La distancia entre los protagonistas de la actualidad —y singularmente de la actualidad política— y quienes se supone que deben juzgarla es mínima. Hasta tal punto que no resulta nada extraño encontrar en determinadas columnas un «querido Jordi» o una «querida Montserrat» dirigido a algún político sobre cuya actuación se ha vertido o se va a verter una ligerísima crítica. Como una suerte de cataplasma para que aquel compañero de fatigas no sufra más de la cuenta, o de «captatio benevolantiae» para que en la próxima cena no se le ocurra echárselo en cara al escribidor.
Y es que esa relación entre periodismo y política descansa en el compañerismo, en la intimidad. No se trata de nada nuevo. Hace cosa de un siglo, el francés Robert de Jouvenel lo describió admirablemente en un libro titulado «La République des camarades»: «Entre los hombres encargados de controlar, en calidad de lo que sea, los asuntos públicos, se establece una intimidad. No es ni simpatía, ni estima, ni confianza; es propiamente camaradería, algo que está, en suma, a medio camino entre el corporativismo y la complicidad». Lo nuevo, en el caso catalán, es que las transacciones entre el poder político y el llamado cuarto poder ya no se producen de tapadillo, sino a plena luz, mediante un persistente goteo de favores y subvenciones. Pero, por lo demás, insisto, no existe diferencia alguna entre aquellos tiempos franceses y los tiempos que corren en Cataluña. Ah, y, por no existir, no existe ni siquiera la certeza de que la carcoma que fue royendo entonces a la Tercera República francesa, hasta llevársela por delante, no pueda hacer lo propio con nuestra Monarquía Constitucional.
ABC, 27 de enero de 2011.