Hace ya algunos años que me quité del teatro. Fue —suele ocurrir— tras una verdadera sobredosis. Y el caso es que, de momento, no he recaído. Eso sí, tengo quien me trae noticias, noticias frescas. Me refiero a mi amiga Anna Soler, a la que no sólo le sigue gustando el teatro, sino que además, para su desgracia, le gusta el bueno. O sea, el de fuera. Es verdad que, de vez en cuando, Anna toma un avión y se planta en Londres, pero, en fin, por lo general no le queda más remedio que conformarse con lo que le sirven aquí. Y aquí, asegura, le sirven siempre lo mismo. Da igual el autor, da igual el reparto, da igual el género; el plato es siempre un culebrón. Y ella, como comprenderán, empieza a estar más que harta.

En realidad, ese triunfo de la cultura gallinácea —que podríamos extender a muchísimos otros ámbitos, aparte del teatral— resulta directamente tributario de la existencia de TV3. La televisión autonómica —lo recordarán, sin duda— vino al mundo a salvarnos. Esto es, a salvar a los catalanes. Uno de sus principales objetivos fue convencer al máximo número de ciudadanos de que Cataluña era aquello, y no lo que veían u oían por la calle. Y aquello, claro, era una lengua, unos valores, unas tradiciones, un «tarannà». Un mundo, en una palabra. Y ese mundo no encontró mejor plasmación que la de los seriales televisivos. Desde aquel «Poblenou» inaugural hasta cualquiera de los subproductos de Benet i Jornet y compañía con que tantos hogares catalanes han ocupado, durante un cuarto de siglo, sus tardes y sus noches. Figúrense si la fórmula tuvo éxito que hasta Joan Ferraté, en sus horas más bajas —cuando ya no escribía ni apenas leía—, sucumbió a sus encantos.

Se me dirá, y con razón, que los culebrones no son privativos de la televisión catalana. Cierto. Pero sólo en TV3 —y quizá también en alguna otra autonómica que no tengo el gusto de conocer— han adquirido ese perfil totémico que ha terminado por infestar toda la escena catalana. Y lo curioso —o no tan curioso— es que su llegada fue celebrada como un signo de normalidad. Por fin la cultura de expresión catalana iba a ser como las demás. Por fin, junto a las obras de peso, dispondría de esos productos zafios y triviales que hacen de cualquier cultura una cultura normal.

Lo que nadie debió de prever, supongo, es que el modelo arrasaría con todo y que, lo mismo en el teatro que en la inmensa mayoría de las manifestaciones culturales autóctonas, no existirían ya las obras de peso —por pocas que fuesen—, sino únicamente lo zafio y lo trivial.

ABC, 29 de enero de 2011.

Nuestro culebrón

    29 de enero de 2011