Buenos días.

Permítanme que empiece sincerándome. Cuando Arcadi Espada me propuso participar en este curso, me pareció entender que lo que quería de mí era que hablara, sobre todo, del viejo periodismo. Luego, cuando recibí el programa y vi que el título de la conversación era «La noticia clásica y la noticia digital», tuve alguna duda sobre el propósito. ¿Qué significaba «la noticia clásica»? ¿La que no era digital? ¿O sea, la que sigue manifestándose en soportes diversos —prensa escrita, radio, televisión—, excepto en la red?

De ser así, es evidente que el viejo periodismo no sería sino un fragmento de ese largo periodo en el que se ha ido fraguando la noticia clásica. Pongamos que el fragmento inicial, el que arranca en el último tercio del siglo diecinueve y llega hasta mediados del siglo veinte. O, si lo prefieren, el que desaparece —o empieza a desaparecer— con la llegada de la televisión. Y, junto a ese fragmento, habría otro al que podríamos llamar —con motivo— «el nuevo periodismo», que iría, más o menos, desde mediados del siglo veinte, o algo más tarde, hasta la actualidad.

Perdonen que les abrume con tanta taxonomía, pero enseguida verán a donde quiero ir a parar. Aunque no se me escapa que la afirmación puede resultar controvertida —y tiempo habrá de discutirlo dentro de un rato en la parte de esta conversación dedicada al debate—, yo creo que el punto de inflexión entre la noticia clásica y la digital no se da, por absurdo que pueda parecer, con la aparición de internet y de todo lo que internet conlleva, sino con la aparición de la televisión. O sea, por seguir con la taxonomía, con la desaparición del viejo periodismo y la aparición del nuevo. Voy a tratar de explicarme.

La historia del periodismo es inseparable de la evolución de la ciencia y la tecnología. Y ello tanto desde el punto de vista de la producción, como de la transmisión o del consumo. A lo largo de este largo siglo al que me he referido hace un momento, el tiempo transcurrido entre la producción de la noticia y su consumo se ha ido reduciendo más y más. Lo que equivale a decir que el tiempo invertido en la transmisión de esa noticia ha tendido a cero. La radio constituyó el primer paso. Gaziel, en un precioso artículo de 1923 —el artículo, publicado en La Vanguardia, se titulaba «TSH», telefonía sin hilos, que es como se conocía entonces la radio—, recogía la impresión que les había producido, a él y a unos cuantos amigos, escuchar en un piso del Ensanche barcelonés un concierto que se estaba celebrando en aquel mismo momento en París. Esa impresión fantástica de inmediatez, de instantaneidad, de simultaneidad. O sea, el primer indicio de la superación de la distancia.

Porque eso, claro, era sólo música. Faltaba la imagen. O, lo que es lo mismo, la televisión. Ahora sí, la idea del directo, la percepción de que el mundo estaba ahí mismo, frente a uno, al alcance de los ojos, sin barrera alguna que se entrometiera entre ambas instancias —el mundo y uno mismo—, era ya una realidad. Y esa realidad se daba de bruces con lo que había sido hasta entonces el periodismo. Por eso les decía yo antes que la aparición de la televisión coincide con el final del viejo periodismo. Y por eso les indicaba también que ese corte en el tiempo constituye ya un anticipo de lo que será, medio siglo más tarde, la noticia digital —una suerte de protonoticia digital, si quieren—. La noticia clásica, la noticia característica del viejo periodismo, era toda distancia. En el futuro, esa distancia no hará más que acortarse hasta alcanzar, gracias a la ciencia y a la tecnología, lo que Arcadi Espada ha definido, con una feliz metáfora, como la electricidadd. Un estadio, el actual, que podemos dar ya como definitivo. Entre otras razones, porque difícilmente lograremos reducir aún más lo que no posee ya distancia alguna.

Hace cosa de un siglo, la distancia era inherente al periodismo. La lectura del periódico consistía, básicamente, en un ejercicio de aproximación. El periodista —el reportero, en concreto— acercaba el mundo al lector. En el espacio y en el tiempo. Y el lector, gracias al periódico, se acercaba al mundo. Aquel periodismo tendía puentes. El de hoy no puede tender ninguno, porque ya no hay nada que cruzar. En noviembre de 1917, Sofía Casanova se encontraba en San Petersburgo, a donde había llegado procedente de Polonia, su lugar de residencia. Casanova trabajaba como corresponsal para el periódico Abc y estaba, pues, en su sitio. Escribió sus crónicas sobre la Revolución de Octubre a medida que esta se iba desarrollando. O sea, los días 7, 8, 9 y 10 de noviembre. El diario las publicó dos meses y medio más tarde, los días 19, 20, 21 y 22 de enero de 1918. Era habitual, nadie se sorprendía por ello. Por supuesto, la demora tenía que ver con la dificultad de sacar de allí aquellos textos y hacer que llegaran hasta Madrid. Para un corresponsal, no había en aquellos años otro medio de transmisión que el correo postal. Y, en una revolución en curso —a la que se añadía, no lo olvidemos, una Europa en guerra—, esas dificultades no hacían más que aumentar.

Claro que los lectores del periódico, cuando leían las crónicas de Sofía Casanova, algo sabían ya de lo ocurrido dos meses y medio antes en Rusia. Así, en la edición de Abc del 9 de noviembre de 1911, en la tercera página, encabezando el acostumbrado artículo de opinión o la no menos acostumbrada crónica de corresponsal, figuraba, a un lado y otro de la cabecera y a modo de frontispicio, la siguiente advertencia: «De todo el mundo, por correo, cable, telégrafo y teléfono». (No todos podían presumir entonces de semejantes atributos. En España, por ejemplo, sólo podía hacerlo otro periódico, La Vanguardia.) Y en ese mismo ejemplar del 9 de noviembre, algo más allá, en la página 7, estaba la prueba de que la leyenda anterior no constituía ningún farol. Bajo el epígrafe «La situación en Rusia», podían leerse tres telegramas de agencia —de la agencia Havas, con toda probabilidad—, fechados en París el día anterior y datados a las 4 de la tarde, a las 5 de la tarde y a las 11 de la noche, respectivamente. Sus títulos respectivos decían así: «Destitución del Gobierno», «Los maximalistas, dueños de la capital» y «Noticias confirmadas».

Aunque hoy en día esos tres telegramas aparecerían fundidos en uno solo, con un título único, en aquel entonces era habitual ir componiéndolos en la página uno tras otro, siguiendo el propio orden de emisión. A veces, esos viejos periódicos publicaban páginas con verdaderas ristras de telegramas. (Bien mirado, en el periodismo digital, la actualización permanente de las noticias acaba dejando una huella parecida —para entendernos, como una ristra de backups—.) Sea como sea, el periódico había informado de los sucesos de San Petersburgo, por voz sucinta e interpuesta, dos días más tarde de que esos sucesos tuvieran lugar. El lector, pues, estaba sobre aviso. Pero, como es lógico, lo contenido en aquellos telegramas y en los que fueron apareciendo en fechas sucesivas, no podía dar cuenta de lo ocurrido en Rusia en aquellos diez días que estremecieron al mundo. Para ello, hubo de esperar a que el diario publicara las crónicas de Sofía Casanova. O sea, las crónicas de alguien que estuvo allí. Lo que significa que el lector de Abc tardó dos meses y medio en empezar a hacerse cargo de lo que había sido aquella revolución. No importaba. Estaba acostumbrado. El periodismo era esto: distancia. En el espacio y en el tiempo. Es decir, mediación. Lo importante, insisto, es que alguien estaba allí. Alguien acreditado, por supuesto. Alguien capaz de trasladar, con la palabra, unos hechos. De darles sentido. De acercar el mundo a los lectores.

En el fondo, en los tiempos del viejo periodismo —o sea, con la noticia clásica—, la mayoría de los lectores no viajaban si no era a través del periódico. (Cuando hablo de viajar me refiero, por supuesto, a los grandes viajes, a los que permiten conocer mundo, no a los veraneos en la sierra o cerca del mar.) Antes de la llegada del televisor, el uso del avión era sumamente restringido. Los pocos que viajaban lo hacían en barco o en tren. Y, aunque es verdad que poco a poco esos pocos fueron creciendo, el viaje seguía siendo algo excepcional, reservado a los que tenían posibles y a unos cuantos privilegiados que, sin tenerlos, podían, por razones profesionales, ir de acá para allá. Entre esos privilegiados estaban los periodistas. Algunos periodistas. Los corresponsales, por ejemplo. O los enviados especiales. O los cronistas viajeros, que era como llamaban en la prensa a esa especie en los años veinte y treinta del pasado siglo. (En realidad, en aquellos tiempos muchos jóvenes entraban en el periodismo con la esperanza de viajar, de ver mundo. Es posible que hoy también sea así, pero no hay duda que nuestros jóvenes, muy a menudo, han recorrido ya a su edad más kilómetros de los que podía recorrer entonces un individuo normal y corriente en toda su vida.)

Entre quienes aprovecharon a fondo esa oportunidad del viaje estaba Julio Camba. Ningún otro periodista español viajó tanto en el primer tercio de siglo. Lo importante para Camba —como para Eugenio Xammar, otro de los que no pararon quietos en aquellos años— era alejarse de España, poner tierra, mar o aire de por medio. Y desde cualquier parte del mundo, escribir sobre lo que veía y oía, pero siempre con España al fondo. De vez en cuando Camba —sin duda alguna el periodista español más leído de su tiempo— recogía esos artículos en un libro. O se los recogía un editor. Aventuras de una peseta, publicado en 1923, es uno de estos libros. Y tiene un prólogo ejemplar —«Advertencia leal contra los libros de viaje», se titula—. En él Camba reflexiona sobre el oficio. A su juicio, pese a que «hay quien envidia la suerte del escritor viajero» —o sea, la suya—, no existen motivos para ello. He aquí su razonamiento:

«(…) en este mundo, y supongo que en todos, el pobre escritor no ve más cosa que una: artículos. Para la mayoría de las gentes, el desierto es el desierto, y el bosque es el bosque. Para el escritor, en cambio, el desierto es una crónica, y el bosque es otra crónica. Usted, amigo lector, me deja a mí frente al mar, pongamos por caso, mientras va a darse un pequeño paseo, y cuando vuelva, ¿qué creerá usted que he hecho yo con la azul inmensidad? Pues exactamente lo mismo que hubiera hecho con una iglesia románica, con un par de calcetines, con un discurso del señor Lerroux, con una puesta de sol o con un nuevo procedimiento para combatir la tuberculosis: la habré cogido y la habré transformado, reduciéndola a una superficie literaria de 150 centímetros cuadrados, poco más o menos.

Nada es como es, sino como nos lo representamos, y el escritor colocado ante una cosa cualquiera, no la ve o la ve en forma de artículo.»


Pues bien, ese mundo platónicamente representado, que no es como es, es el único mundo que la inmensa mayoría de los lectores de entonces alcanzaban a conocer. Y esta era la función del periódico: acercarles ese mundo —aunque fuera en un comprimido—, mediar entre ellos y la realidad. La noticia clásica, la que un reportero o un cronista eran capaces de elaborar a pie de obra, constituía, pues, un puente imprescindible. Ante un relato, ante una crónica, al lector no le quedaba más remedio que irse representando lo que leía, que ir viviendo lo que otro había vivido en su lugar. Aquel periodismo era distancia. Distancia felizmente salvada.

Y a esa pasión por conocer el mundo se unía la pasión por conocer los grandes inventos que permitían conocer el mundo —la noticia no podía disociarse de la ciencia—. Los diarios de aquellos años están llenos de reportajes sobre travesías transoceánicas. En la década de los veinte lo que se llevaba, claro, era el avión. Constituía la gran novedad. De nuevo la distancia, la distancia felizmente salvada. Pero a los aviones, entonces, no se subía mucha gente. Era un lujo al alcance de pocos. Todo lo más, de cuatro potentados y de algún que otro ciudadano intrépido. Entre estos últimos estaban, de nuevo, los periodistas. Y los periódicos, claro. La fórmula era sencilla: meter a un periodista en un avión y ponerlo a dar la vuelta al mundo —o a una parte del mundo— para que lo fuera contando. En el periódico, claro. Y para que los lectores fueran viajando también, a través de él, y conociendo mundo.

Es lo que hizo el Heraldo de Madrid, en 1928, con Manuel Chaves Nogales. (Aunque el pionero en estas lides fue Corpus Barga, quien realizó, al término de la Primera Guerra Mundial, un viaje en aeroplano de París a Madrid. Y lo contó en El Sol.) Les decía que el Heraldo había metido a Chaves en un avión para que contara a los lectores del periódico lo que iba viendo y viviendo, y quizá sería más exacto decir que Chaves se metió en el avión con el consentimiento entusiasta del director, Manuel Fontdevila. Y es que Chaves, por entonces, mandaba ya un montón. Era el redactor jefe del Heraldo y el hombre que mejor representaba en el periódico esa evolución del oficio, inseparable de la propia evolución de la ciencia. Lo había expuesto él mismo aquel año, con sencilla precisión, en la revista Estampa: «Contar y andar es la función del periodista». Nada más y nada menos. Sólo que él, ahora, en vez de andar se proponía volar. Y contarlo, claro.

El periódico daba la noticia el 19 de julio de 1928 en portada. Los titulares resultan muy explícitos: «Dieciséis mil kilómetros de vuelo para Heraldo de Madrid», reza el antetítulo. Y el título: «Nuestro redactor jefe, señor Chaves Nogales, dará la vuelta a Europa en avión». Junto a los elementos de la titulación, dos fotos —recurso todavía escaso en aquellos tiempos—. Una del avión de la compañía Iberia en el aeródromo, y otra de Chaves Nogales, delante de la cabina del aparato. Pero acaso lo más significativo sea el texto en el que se sostiene la noticia. Su arranque, sobre todo:

«La Prensa debe aprovechar cuantas facilidades informativas le proporcionan los adelantos modernos. El periódico actual no puede tener la fisonomía sedentaria de las hojas que leían nuestros padres. Las distancias han quedado virtualmente destruidas con la navegación aérea. ¿Por qué no utilizar este medio de locomoción, que tan bien se acomoda al dinamismo característico de la Prensa moderna? Nuestro compañero Chaves Nogales, que acaba de ser agraciado con el Premio Cavia, tan periodista, tan dinámico, tan poseído de tan vivas inquietudes, no podía menos de sentir esta obsesión tan nueva de salvar distancias y, en efecto, ha emprendido el primer gran reportaje español de este tipo y uno de los primeros del mundo.»

De todo lo anterior se desprende algo fundamental y es la función mediadora del periódico. El periódico, como muy bien indica el antetítulo de la noticia, es el que va a recorrer, a través de su redactor jefe, dieciséis mil kilómetros en avión. Lo que significa que va a contar esos kilómetros. O sea, que va a contarlos y a relatarlos. Y lo que significa, claro, que sus lectores, mediante las crónicas de Chaves que el Heraldo empezará a publicar al cabo de unos días, van a vivir también esa experiencia. Que van a viajar, vaya. Salvando, también ellos, las distancias.

Por si no bastaba con esa portada, al día siguiente, también en primera plana, el Heraldo vuelve a la carga. Y convierte el asunto en noticia de apertura. Pero esta vez lo importante ya no es la foto, sino el mapa. Mejor dicho, el montaje, con ese mapa de Europa lleno de flechas —tantas como etapas tiene el viaje— y ese impresionante perfil de Chaves recortado encima, con un pie en Persia y otro en el Mar Negro. Lo cierto es que nunca el poder del periodismo había estado tan bien representado.

Pero todo ese proceso; todo ese desarrollo paralelo entre el periodismo, por un lado, y la ciencia y la tecnología, por otro; toda esa invitación constante al lector a dejarse llevar por las páginas del diario, a viajar por el mundo, en una palabra, empiezan a entrar en crisis con la llegada de la televisión. De entrada, porque el nuevo competidor, gracias a la imagen, es muchísimo más peligroso de lo que había sido hasta entonces la radio. Pero, sobre todo, porque esa imagen penetra también en el periódico, modifica sus pautas, limita singularmente la capacidad de mediación de la noticia. Añadan a lo anterior que el viaje —el viaje real— ya no es una quimera para muchos, que el mundo, gracias a los progresos de la navegación aérea, está ya a la vuelta de la esquina, y entenderán por qué las noticias del periódico empiezan a dejar de ser lo que siempre habían sido. Por eso les decía al principio que, con la irrupción de la televisión, empieza a desaparecer la noticia clásica.

Ahora bien, ese proceso que se inicia con la llegada de la televisión podía haber quedado en nada de no haber aparecido luego la informática y, en último término, internet. Pero aparecieron. Y el caso es que nos encontramos de lleno en la era de la inmediatez. De la electricidad, por volver a Arcadi. Sin casi distancias que salvar. O, lo que es lo mismo, sin mediación a la que agarrarnos. ¿El futuro? Ignoro cuál será, aunque dudo mucho que, llegados a este punto, la ciencia pueda depararnos algo más inmediato que lo que ya tenemos. De ahí que estemos un poco como estaba Julio Camba hace cerca de un siglo. Es decir, perplejos. Camba, que por entonces —1917— ejercía como corresponsal de Abc en Nueva York, observaba la evolución del periodismo americano. Y, en concreto, de los periódicos populares, también llamados sensacionalistas. Y uno de los aspectos que más le sorprendía era la obsesión de aquellas cabeceras por ir sacando ediciones lo antes posible. O sea, la obsesión por la rapidez, por la anticipación. Y Camba razonaba así:

«¿Y la rapidez? Probablemente hubo una época en la que el público de Nueva York estimaba mucho poder comprar a las cinco y cuarto o las cinco y media, en cualquier parte de la ciudad, el periódico de las cinco. Vino la competencia, y hoy los periódicos de las cinco se compran a las tres; los de las seis, a las cuatro, y los de la mañana se adquieren antes de acostarse, a eso de las once de la noche.

¿Adónde va por semejantes caminos el periodismo americano? Así como en otras partes los periódicos pueden progresar indefinidamente, aquí no. Las noticias del día nunca se podrán adelantar en más de veinticuatro horas. El tamaño de los titulares nunca podrá exceder de una cuarta. Y cuando un periódico haya alcanzado estos límites, tendrá forzosamente que paralizarse.»

Pues yo creo, francamente, que ese día ha llegado. Hemos alcanzado esos límites a los que aludía Camba y algunos más. Aunque también es verdad que no todas las parálisis son, hoy en día, inexorables. Gracias también a la ciencia, por supuesto.

Muchas gracias por su atención.

(Intervención en el curso «La noticia y la vida» - Chiclana,16 de septiembre de 2010).