La consejera de Educación, Irene Rigau, ha hablado. Y ha dicho cosas interesantes. Por ejemplo, que su Departamento se propone reintroducir en el sistema de enseñanza los exámenes de septiembre. O que tiene previsto convertir 4º de ESO en un curso escindido según las aptitudes del alumno y lo que debería ser, en buena lógica, su orientación futura —bien el bachillerato, bien la formación profesional—. Con la adopción de dichas medidas, la consejera cree que Cataluña puede reducir en una década el fracaso y el abandono escolares hasta alcanzar unos porcentajes que la sitúen en la media de la Unión Europea. Es posible que esté en lo cierto. Y, en todo caso, se alcancen o no esos porcentajes, seguro que los cambios anunciados no van a empeorar la situación. Sin embargo, lo que no ha dicho Rigau es por qué el partido en que milita aceptó en su momento que los chavales de secundaria, en vez de examinarse en septiembre de las asignaturas suspendidas, lo hicieran en la segunda quincena de junio, esto es, cuando apenas han pasado quince días desde la finalización del curso. O por qué bendijo también en su momento un modelo pedagógico comprensivo, tan contrario a sus propios principios educativos, en el que el único perjudicado era el estudiante capaz y esforzado, que se veía arrastrado, de cabo a cabo de escolaridad, por la mediocridad del conjunto. A mí, qué quieren, me habría gustado que justificara de algún modo aquellas decisiones. Que dijera, pongamos por caso, que prefirieron ceder a las demandas de los llamados movimientos de renovación pedagógica y a la presión de los sindicatos, porque lo importante entonces era disponer de ese 45% de autonomía que les daba la Logse y les permitía, entre otras fechorías, extender la inmersión lingüística a todo el sistema de enseñanza. Que la educación, en el fondo, les importaba un comino. Como ahora, en que lo único que les importa son los porcentajes.

ABC, 12 de febrero de 2011.

A buenas horas

    12 de febrero de 2011