Josep Pla se servía de una expresión idiosincrática y tremendamente eficaz para indicar que una persona o una cosa tenían un alcance considerable: decía que tenían una abertura de compás enorme —o consistente, o respetable, o decisiva, que por algo el escritor no le hacía ascos al adjetivo—. Pues bien, esa misma abertura de compás es la que uno encuentra al leer el ensayo de Xavier Roig La dictadura de la incompetencia. En primer lugar, por el hecho mismo de que este ensayo, aparecido en 2008 en catalán, disponga ya de una versión castellana, lo que aumenta de modo significativo su campo de difusión. Luego, porque no estamos ante una simple traducción de la versión catalana, sino ante una ampliación, forzada por las circunstancias —unas circunstancias, las de la economía y la sociedad españolas, que no vienen sino a confirmar, por cierto, la deriva anunciada en el texto original—. Y luego, en fin, porque lo que Roig propugna en su obra resulta del sano ejercicio de contemplar la realidad en su conjunto, sin anteojeras ni cortapisas, procurando abarcar todo lo humanamente abarcable.
El autor, que ha recorrido el orbe como empresario y como alto ejecutivo de empresas multinacionales —y que sabe, pues, de qué está hablando—, parte de la evidencia de que el mundo de hoy es un mundo globalizado. Y de que así será, nos guste o no, por los siglos de los siglos. En consecuencia, intentar discernir ahora si la globalización es buena o mala, si conviene o no conviene a la especie, no deja de constituir una pérdida de tiempo. La realidad se impone. Y, a no ser que pretendamos ignorarla, esa realidad nos dice que el proceso en curso no tiene vuelta atrás. Lo cual no significa, por supuesto, que haya que aceptarlo pasivamente, como una fatalidad. Es precisamente ese carácter irrevocable del proceso lo que debería llevarnos a reaccionar. O, si lo prefieren, a abrir el maldito compás.
Porque de eso se trata, al cabo. Y muy especialmente en nuestro caso, españoles todos. Como arte y parte de la Europa mediterránea, los españoles nos hemos acostumbrado a que sea el Estado el que nos saque del apuro. Y esa costumbre, claro, se ha vuelto exigencia. ¿Que la empresa ya no gana lo que ganaba y hasta empieza a generar pérdidas porque lo que produce lo producen mucho más barato en China o en India? No importa, el Estado colocará el parche necesario para que las cosas sigan más o menos igual —y hasta la próxima crisis—. ¿Que a aquella localidad le vendría la mar de bien disponer de un gran teatro, de esos que, según dicen, le ponen a uno en el mapa, pero no tiene dinero para construirlo y mantenerlo, ni público bastante para disfrutarlo y amortizarlo en parte? No importa, el Estado —o sea, la Administración o las Administraciones de turno— proveerá. ¿Que fulano quiere dedicarse a la política, pero le da miedo quedarse sin cargo público, con una mano delante y otra detrás? No importa, que empiece por hacerse funcionario de lo que sea y todo arreglado.
Hasta que llega el día, claro, en que, por más que exijan los ciudadanos, el Estado ya no responde. O, lo que es lo mismo, el día en que adviene la crisis, se acaba el dinero y el sistema entra en barrena. Que nuestra crisis particular sea la consecuencia de una crisis mucho más amplia no hace sino confirmar nuestro lugar en un mundo inexorablemente global. Pero nada más. Porque las causas profundas de cuanto padecemos son nuestras y bien nuestras, es decir, son la lógica consecuencia de la pervivencia de un modelo económico y social caduco e insostenible. Este modelo, propio de la Europa mediterránea —aunque ni Italia ni Francia pueden considerarse, de hecho, plenamente insertas en el patrón—, es un modelo que limita la libertad del individuo y lo vuelve dependiente del Estado; un modelo donde la sociedad civil esconde, en realidad, una sociedad subvencionada; un modelo en que la iniciativa privada es vista siempre, de un modo u otro, con recelo; y, lo que es más grave, un modelo donde ese espíritu gregario, acomodaticio, perpetuamente adolescente que caracteriza a buena parte de nuestra sociedad se inculca ya desde la infancia misma por medio de un sistema educativo que rechaza el esfuerzo, el rigor, la transmisión del conocimiento, el afán de superación y la búsqueda de la excelencia.
De todas estas cuestiones, y de muchas más, habla Xavier Roig en su ensayo. Y lo hace con un desparpajo que recuerda a veces el de una charla de café, sin que quepa inferir de ello crítica ninguna. Entre otros motivos, porque La dictadura de la incompetencia es un libro en el que todas las afirmaciones, por más extemporáneas que puedan parecer a primera vista, se sostienen en algún dato, en algún hecho, en alguna vivencia del propio autor, en alguna razón de peso. Se trata, en suma, de un ensayo higiénico a más no poder, de una denuncia contra la incompetencia que nos rodea y de la que, ¡ay!, formamos parte. Y, por ello mismo, de un alegato a favor de la competencia entendida en toda su extensión: la que nos lleva a rivalizar con el resto de la humanidad en un único tablero de juego y la que nos convierte, o debería convertirnos, en unos ciudadanos verdaderamente dignos de este nombre.
Revista de Libros, n. 170, febrero 2011.