Cuando apenas se cumplían cien días del comienzo de nuestra guerra civil, Cèsar-August Jordana —escritor, traductor, corrector de estilo y abnegado propagandista de la causa catalanista y republicana— se felicitaba en el semanario «Mirador» de que cada vez fueran menos las voces dispuestas a combatir la enseñanza en catalán. Los tiempos habían cambiado, ciertamente. Y no sólo por el estado de guerra que afectaba a todo el país, sino porque este estado, en el caso concreto de Cataluña, había permitido a la Generalitat borrar de un plumazo el viejo sistema de enseñanza instaurado con la República —dos líneas independientes: una autonómica en catalán, otra estatal en castellano— y sustituirlo por un modelo unitario, basado en el derecho de todas las criaturas a ser escol arizadas en su lengua materna. La satisfacción de Jordana estaba, pues, más que justificada. Gracias al decreto que el presidente del Gobierno de Cataluña acababa de firmar, y a menos que las cosas volvieran a torcerse, en adelante ningún niño catalanohablante iba a verse obligado, por causa de fuerza mayor, a recibir la primera enseñanza en castellano.

En su edición de 22 de septiembre de 1936, «La Vanguardia» había recogido con todo detalle el decreto en cuestión. Merece la pena detenerse en él. Ya desde el mismo preámbulo, que arranca con estas palabras: «Ninguna convención puede justificar la violación de los derechos del niño, que encarna los derechos de la naturaleza. Entre esos derechos, el del niño a usar la propia lengua —la lengua en que ha nacido— es reconocido por todos y consagrado por las autoridades mundiales en los Congresos de Bilingüismo». Y si el preámbulo no tiene desperdicio, la parte correspondiente al articulado no le va a la zaga. Por ejemplo, en el punto primero, donde se lee: «La enseñanza pre-maternal, maternal y primaria en las escuelas de Cataluña, se hará basada en la lengua del niño, dividida en grupos en aquellas escuelas en que la matrícula lo permita. El maestro utilizará el idioma del niño allí donde la distribución en grupos no sea posible». O en el punto segundo, donde se insiste en que «es preciso […] no hacer nunca violencia en el alma del niño. La escuela en este punto será un reflejo de la calle, donde, generalmente, los dos idiomas oficiales conviven». O en el tercero, donde se indica que en cuanto «se vea que el niño está suficientemente formado en la propia lengua […] comenzará intensamente el aprendizaje de la segunda lengua, en catalán para los niños de habla castellana y en castellano para los de habla catalana».

Se trata, sin duda, de un decreto ejemplar. Cuando menos para la época. Dejemos ahora a un lado la visión romántica del lenguaje que impregna todo el texto y en especial el preámbulo —ese «nacer en una lengua» que recuerda en su irracionalidad el «vivir en una lengua» de las políticas lingüísticas contemporáneas—, y centrémonos en las disposiciones estrictamente pedagógicas. Estamos ante un modelo que garantiza, por una parte, el derecho del niño a ser escolarizado en su lengua materna y, por otra, el aprendizaje ulterior de la otra lengua hablada en la comunidad. Respeto, pues, a la «naturaleza lingüística» del educando —y a la voluntad de sus progenitores, que se supone concordante con esta naturaleza— y respeto a la legalidad, en la medida en que una y otra lengua eran entonces —como ahora— oficiales en Cataluña. Y todo ello en un tiempo en que la población catalanohablante era considerablemente superior a la castellanohablante y en que el Gobierno de la Generalitat no estaba ya obligado, por la situación de excepcionalidad creada por el golpe de Estado y la guerra civil consiguiente, a dar cuentas de nada a nadie.

Pues bien, al cabo de más de setenta años, con una población donde el número de catalanohablantes y el de castellanohablantes es más o menos parejo, con un régimen democrático felizmente vigente y con unas instituciones autonómicas que, hasta que no se disponga lo contrario, sí deben dar cuentas de sus actos, una iniciativa legislativa popular impulsada por Convivencia Cívica Catalana y encaminada a sustituir el actual modelo de inmersión lingüística en la llamada lengua propia —o sea, en catalán— por un modelo bilingüe basado en la enseñanza de la lengua materna ha sido rechazado por el voto de una inmensa mayoría de los representantes políticos de Cataluña. Ocurrió el pasado 19 de diciembre en el Parlamento autonómico. De 124 diputados presentes —la Cámara tiene 135—, únicamente 13 —pertenecientes todos al Partido Popular o a Ciutadans— votaron a favor de una propuesta de sistema educativo que en nada desmerece, ni en sus principios ni en su formulación, el que la Generalitat de Companys implantó en 1936 en la retaguardia republicana. Y no sólo eso. Durante el debate que precedió a la votación, una gran parte de los 111 diputados que votaron en contra, y entre ellos casi todos los miembros del Gobierno, abandonaron de forma ostentosa el salón de plenos, con lo que no sólo evidenciaron su desprecio hacia los impulsores de la iniciativa, sino también hacia los 50.000 ciudadanos que, con su firma, la habían hecho posible.

Que la clase política catalana desprecie a sus representados no constituye ya, por desgracia, ninguna novedad. Es más, la desafección empieza a ser mutua, y buena prueba de ello son los altos índices de abstención de las últimas elecciones y referendos celebrados en la Comunidad. Pero que esta clase política rechace un modelo de enseñanza que siete décadas atrás había hecho, como reconocía Cèsar-August Jordana, las delicias de sus antepasados —no olvidemos que el Gobierno de entonces, encabezado por Esquerra Republicana, agrupaba a todas las fuerzas de izquierda y nacionalistas—, y lo haga con el burdo pretexto de que fomenta la segregación; esto, aparte de un desprecio a los ciudadanos, es un insulto a la inteligencia. Y una agresión manifiesta a la libertad. Porque lo que subyace en esta iniciativa legislativa popular promovida por Convivencia Cívica Catalana —y lo que legitimaba, sin duda, el decreto que el Gobierno de la Generalitat promulgó en septiembre de 1936— no es otra cosa, al cabo, que el incuestionable derecho de todos los padres a elegir la lengua en que quieren que se eduque a sus hijos —siempre y cuando, por lo menos en el sistema público, dicha lengua tenga carácter oficial—.

En este sentido, la apelación a que el niño sea escolarizado en su lengua materna cabe entenderla como una variante de este ejercicio de la libertad. Y, por supuesto, así debería ser entendida también la apelación contraria; eso es, que unos padres deseen que su hijo reciba la primera enseñanza en una lengua distinta de la materna. El fundamento, en ambos casos, es la libertad. La libertad de elegir. O el derecho a decidir, por usar una expresión muy en boga en estos tiempos. Lástima que quienes la usan y la pasean, suplicantes, por las calles barcelonesas sean precisamente los mismos que niegan al conjunto de la sociedad catalana la posibilidad de ejercer, en relación con la educación de sus hijos, este mismo derecho. Será que, en lo tocante a la libertad, no las tienen todas consigo.

ABC, 17 de enero de 2008.

Sobre lenguas y libertades

    17 de enero de 2008