El pasado lunes Lola García, directora adjunta de La Vanguardia, le preguntaba a Isabel Díaz Ayuso en las páginas del rotativo si vivíamos bajo un régimen comunista. La presidenta de la Comunidad, tras mencionar algunos argumentos que daban a entender que sí –ministros chavistas en el Gobierno, presencia en mítines puño en alto, financiación de estos mismos políticos por parte de dictaduras comunistas–, aludía a la okupación y a la quema de comercios y concluía: “Y esos son los aliados de Sánchez”. A lo que la periodista replicaba: “Ustedes se han aliado con herederos del franquismo”. No era una pregunta, sino una presunta evidencia. Díaz Ayuso se limitó a responder con ironía: “No sabía que Vox nació en los años 30…, pero yo no tengo que defender a Vox”.

Por supuesto. No tenía por qué defender un partido que no es el suyo. Tanto más cuanto que la herencia a la que se refería García era falsa. Y no porque Vox no hubiera nacido en los años 30, como sostenía la presidenta –a decir verdad, si así fuera, poco tendría que ver su nacimiento con el franquismo, y mucho menos con su herencia–, sino porque la única herencia del franquismo existente hoy en día en España es el antifranquismo. O sea, la hermandad de la izquierda española y del nacionalismo periférico más o menos separatista, ya sea conservador, ya presuntamente progresista. Durante un tiempo esa herencia la encarnó casi en solitario ETA y su mundo. Se trataba de una sangrante y cruel anomalía en un país donde la democracia no sólo había florecido, sino también dado fruto, en forma de libertad, justicia y bienestar.

Más adelante, cuando la firmeza de nuestro Estado de derecho llevó a ETA a abandonar las armas, ello no se tradujo, para nuestra desgracia, en el correspondiente vencimiento de esa herencia del franquismo. Al contrario. Las huestes ya desarmadas de la propia ETA y sus incondicionales siguieron clamando y reclamando en nombre del antifranquismo. Y al poco se les sumó, de una parte, el independentismo catalán y su Procés, con el odio a todo cuanto oliese a español, y, de otra, la impugnación del llamado “régimen del 78” a cargo de Podemos y sus múltiples extensiones. Vox, por más que entonces ya existiera, no empezó a contar sino después y, en particular, a partir del momento en que Pedro Sánchez y su PSOE decidieron pactar hasta con el mismísimo diablo para alcanzar, moción de censura mediante, el poder.

Así pues, la obscena campaña electoral a la que se ha entregado la izquierda española para tratar de conquistar la plaza de Madrid nada tiene que ver con lo que Vox represente o deje de representar. Vox no es un partido fascista. Tampoco totalitario. Y, por descontado, no es heredero del franquismo, aun cuando lo tilden de serlo y ciertos periodistas lo den por hecho, sin molestarse lo más mínimo en probarlo. Vox es un partido de derecha, muy de derecha, populista y nacionalista, que jamás ha puesto en duda nuestro ordenamiento jurídico ni nuestro marco constitucional. No puede decirse lo mismo de las fuerzas que se hallan en el otro extremo del arco político y parlamentario, ni de algunas que se acomodan en el centro derecha, todas antifranquistas y cuyos votos están sirviendo para que Sánchez sea, todavía hoy, presidente del Gobierno.

Ignoro qué van a depararnos las urnas el próximo 4 de mayo, pero espero y deseo que los resultados permitan a Isabel Díaz Ayuso conservar la Presidencia de la Comunidad de Madrid. El espectáculo que está dando este renacido frente popular con sus llamamientos a frenar el avance del fascismo y sus insinuaciones sobre la ilegitimidad del rival me recuerdan demasiado a las palabras pronunciadas el 13 de febrero de 1936 por un político de izquierdas en uno de los últimos mítines de aquella campaña que terminó con la victoria electoral del Frente Popular –harto fraudulenta, como han demostrado los historiadores Álvarez Tardío y Villa–, antesala de nuestra guerra civil y del franquismo: “Nosotros pensamos en una de estas dos cosas: o en un triunfo del Frente Popular de Izquierdas o en un atraco del Poder Público para arrebatarnos el triunfo”. Y no las pronunció Dolores Ibárruri, no. Ni siquiera Largo Caballero. Las pronunció, como rezaba el titular de periódico de donde proceden, “don Manuel Azaña”.

(VozPópuli, 29 de abril de 2021)

Herederos del franquismo

    29 de abril de 2021

No conozco a nadie en Madrid que me haya hablado en el último cuarto de siglo del infierno. Quizá todo se deba a que entre mis amigos y conocidos de la capital no hay ningún cura ultramontano, pero el caso es que jamás de los jamases les he escuchado decir que vivían en el infierno. Es más, entre esos amigos se cuentan unos cuantos que en la última década han llegado a Madrid procedentes de Cataluña, lo que equivale a afirmar que llegaron huyendo del infierno independentista –ya en ciernes, ya en su apogeo, según la circunstancia de cada cual–, y muy tontos serían, francamente, de haber dejado un infierno para instalarse en otro. Por lo tanto, no acierto a comprender cómo puede haber alguien en la ciudad o en la Comunidad que sostenga lo que sostiene el segundo párrafo del manifiesto “Ahora, sí” en apoyo a un gobierno madrileño de izquierdas, respaldado, cuando escribo estas líneas, por 1.317 personas: “Esta vez sí es posible conseguir que la derecha, y la ultraderecha, salgan del poder en la Comunidad de Madrid después de 26 infernales años de atentados contra los derechos y la dignidad de la mayoría ciudadana”.

Que yo sepa, los únicos “atentados contra los derechos y la dignidad de la mayoría ciudadana” cometidos en Madrid en los últimos “26 infernales años” han llevado la marca del terrorismo etarra y del terrorismo islamista. Y ahí sí la palabra infierno resulta pertinente; basta con ponerse en la piel de las víctimas, suponiendo que sea humanamente posible. O con intentarlo, al menos. Ignoro si a los redactores del manifiesto y a sus adherentes les ha pasado en algún momento por la cabeza la profunda inmoralidad de semejante paradoja, pero viendo entre los firmantes a sujetos como Juan Carlos Monedero o Cristina Fallarás más bien me inclino a creer que no.

Y ya que estamos con los firmantes, lo primero que llama la atención son las ausencias. Cuando menos en relación con aquellos manifiestos de la ceja que tanto dieron que hablar. Es verdad que no es lo mismo la sonrisa beatífica de Rodríguez Zapatero que la imagen que alcance a proyectar la tríada Gabilondo, Iglesias y García, donde la sosería buenista comparte protagonismo con la vileza arrogante y el perreo de ocasión. Pero, aun así, los hay incombustibles, como esa doble pareja formada por Elvira Lindo y Antonio Muñoz Molina, de una parte, y Almudena Grandes y Luis García Montero, de otra. Dejemos ahora a un lado, si les parece, a las señoras y vayamos con los caballeros. (Y conste que dicha exclusión obedece tan sólo a los imperativos de un artículo.)

Muñoz Molina, por ejemplo. ¿Cómo alguien que se ha significado por sus denuncias del terrorismo de ETA cuando tantos intelectuales de izquierda les bailaban el agua a los violentos o callaban como momias ante sus maldades, puede suscribir semejante frase –y otras del texto, como la que afirma que la victoria de la izquierda significaría “cortar en seco el avance del fascismo en nuestro país”–? ¿Cómo alguien que ha elogiado sin reserva alguna a Manuel Chaves Nogales por su compromiso cívico, esto es, al autor del prólogo a A sangre y fuego, verdadero epítome de lo que se entiende por Tercera España; cómo alguien así puede poner su firma al término de un escrito explícitamente guerracivilista?

O el caso de García Montero, que no tiene ningún empacho en proclamar, como tuvimos ocasión de leer en una entrevista reciente, que él sigue siendo comunista por más que “en la mayor parte del mundo donde el comunismo ha podido gobernar ha derivado en totalitarismo, falta de libertad, torturas” –se le olvidaron los millones de asesinados, pero en fin–. Pues bien, este al menos es consecuente al estampar su firma al pie del manifiesto. Eso sí, como escritor. Que nadie piense que estamos ante la misma persona que dirige el Instituto Cervantes por expreso deseo del presidente del Gobierno. No, ese es otro. Bendita bipolaridad. Del mismo modo que puede seguir siendo comunista y denunciar, a un tiempo, los crímenes perpetrados en su nombre, puede identificarse como director del Cervantes o como simple escritor, según le convenga.

Esos dos hombres y sus respectivas parejas residen hoy en un infierno llamado Madrid. Y, por lo que sabemos, sin privarse de ningún lujo. Está visto que no hay como ser un intelectual de izquierdas, o, lo que es generalmente lo mismo, un consumado practicante de la doble moral, para alcanzar semejantes cotas de bienestar. Que no nos vengan, pues, con patrañas. Digan lo que digan y firmen lo que firmen, si por algo suspiran esos cuatro es por alargar unos añitos más esos “26 infernales años” de los que hasta la fecha han disfrutado. 

(VozPópuli, 22 de abril de 2021)

Hubo un tiempo –pongamos que hablo de hace quince, veinte años– en que el nacionalismo catalán tenía por costumbre calificar al periodismo madrileño de Brunete mediática. Según leo ahora en Wikipedia, el mote lo habrían acuñado a finales del pasado siglo dos dirigentes del PNV expertos en esta clase de metáforas, Xabier Arzallus e Iñaki Anasagasti, por lo que ni siquiera sería original. A la Brunete mediática el nacionalismo catalán le contraponía su oasis periodístico, ese remanso de paz regado hasta el tuétano con subvenciones públicas. A la guerra, pues, la paz. Y el diálogo, sobre todo el interno. De tanto dialogar entre sí el periodismo catalán alumbró en 2009 aquel editorial único suscrito por doce cabeceras que llamaba, mira por dónde, a la guerra. A la guerra contra el Tribunal Constitucional, al que amenazaba de forma explícita con una suerte de rebelión popular si, en la sentencia tan esperada, a sus excelentísimos miembros se les ocurría tocar una sola coma de un Estatuto que apenas un tercio de los ciudadanos de Cataluña con derecho a voto habían aprobado en referéndum tres años antes.

Curiosamente, el editorial de marras no lo habían redactado representantes del nacionalismo más irredento, sino del más liviano, del que ni siquiera se considera a sí mismo como tal. Me refiero, por supuesto, al socialismo del lugar. Así pues, del trabajo sucio se había encargado la asistenta. Este ha sido siempre, al cabo, el papel del PSC en la política catalana y española: el de asistir al nacionalismo en lo que este mandara. Y cuando digo el PSC no estoy pensando tan sólo en sus representantes políticos; también en los compañeros de viaje de toda clase y condición que han dispuesto a lo largo de las últimas décadas de una tribuna pública.

Este ha sido el caso de Juan Marsé. La reciente publicación de sus Notas para unas memorias que nunca escribiré (Lumen, 2021) pone de manifiesto hasta qué punto la animadversión, rayana en la fobia, hacia lo que podríamos llamar la derecha política y social española había hecho mella en él. Marsé se caracterizó siempre por no templar en exceso sus opiniones, por no cortase un pelo a la hora de hablar en público. Iba con su carácter. Sus a menudo saludables salidas de tono solían tener como diana a los políticos. En este diario de 2004, sin embargo, andaban más repartidas, y uno de los colectivos más baqueteados era el de los columnistas. No cualesquiera, claro: sólo los de la capital, integrantes la mayoría de la Brunete mediática, que le producían verdadera irritación, hasta llevarle a dejar de comprar los periódicos donde colaboraban para no verse obligado a leer sus escritos.

Así pues, la condición de verso libre de Marsé no le eximía de compartir, y de qué manera, el humus de la izquierda catalana y, aun sin ser consciente de ello o, en todo caso, sin admitirlo, del nacionalismo de los Pujol, Mas, Carod y compañía, a los que tanto aseguraba despreciar. O sea, de compartir el antifranquismo, cuya premisa mayor ha sido siempre que el dictador, al contrario de lo que certificó hará pronto medio siglo aquel “equipo médico habitual”, sigue vivito y coleando. No se puede ser antifranquista sin creer en la persistencia del franquismo. O sin dar a entender, al menos, que se cree en ella. Bien lo saben la izquierda y los separatismos de toda laya, que han hecho de semejante supuesto una hoja de ruta permanente en su lucha contra la derecha española. El actual Gobierno de la Nación y los de cuantas comunidades autónomas están gobernadas hoy por el nacionalismo o se sostienen gracias a su concurso no se entenderían sin dicho punto de unión.

Por lo demás, ese fantasma del que se echa mano se transfigura según conviene. Así, tanto desde la óptica del socialismo catalán como del propio separatismo, el franquismo lo mismo toma forma de Brunete mediática que de Tribunal Constitucional o de Partido Popular. Tanto da. Y no digamos ya de Madrid. De Madrid como metáfora de lo hispánico y como epicentro todas las maldades habidas y por haber. A propósito, ni les cuento la de terceristas catalanes –transfiguración terminológica, a su vez, de la intelligentsia nacionalista de baja intensidad tras el golpe de 2017– que están deseando, y no se recatan en manifestarlo, la derrota de Isabel Díaz Ayuso en las próximas elecciones autonómicas. Y ni les cuento la de ciudadanos catalanes que, precisamente por ello, no deseamos otra cosa que su victoria.

(VozPópuli, 15 de abril de 2021)


A veces uno quisiera creer que estamos ya en el último peldaño, que más no se puede caer. Y entonces surge una noticia, como por ejemplo esta que nos informa sobre la voluntad del candidato Pablo Iglesias de formar al profesorado madrileño en lo que él y la Lomloe denominan “educación afectivo-sexual” y de otorgar a esa clase de contenidos la condición de asignatura troncal, y no le queda más remedio que admitir que está en el error, que caer más sí se puede. En la caída libre en que se ha convertido desde hace años el sistema educativo español, no hay último peldaño, sólo penúltimo.

Las ocurrencias del todavía líder de Podemos han venido a coincidir con las de la todavía ministra de Educación, Isabel Celaá, a propósito del trato que merecen la Educación Especial y quienes defienden la necesidad de seguir contando con centros especializados. Unos dislates parecidos, manifestados con una misma arrogancia y mala educación. Pero, en paralelo a estas noticias, se ha abierto en la esfera pública un debate –hasta donde es posible abrir debates en España, claro– acerca de la pretensión del Ministerio de aligerar el nuevo currículo educativo y de hacerlo a costa del llamado aprendizaje memorístico.

Vayamos por partes. Que los contenidos constitutivos del currículo pueden ser excesivos y en alguna medida prescindibles, no lo dudo. Hay mucha, mucha paja en lo que se enseña, empezando por el fárrago de la educación afectivo-sexual que tanto preocupa al candidato Iglesias y siguiendo con esa “asignatura de feminismos” que figuraba como medida en el programa con que Podemos concurrió a las últimas generales y permanece hoy por hoy en la recámara. Ahora bien, en cuanto al exceso de contenidos, habría que analizar el asunto etapa por etapa. Así, es muy probable que ese desbordamiento sí se dé en Bachillerato. Pero aquí el problema viene de raíz. O sea, de la Logse. Con sólo dos cursos de Bachillerato –esa anomalía española–, difícilmente pueden pedirse peras al olmo.

Y en cuanto a la memoria, no deja de resultar significativo que un gobierno que ha hecho de la llamada “memoria histórica” una bandera a la vez vindicativa y victimista sea tan renuente a promover la memoria entre los niños y jóvenes que pueblan las aulas del país y cuya formación debería ser decisiva con vistas a la España del mañana. Semejante contradicción arroja unas cuantas conclusiones. De entrada, que al actual Gobierno sólo le interesa la memoria en la medida en que puede moldearla a su gusto. Luego, que, fiel al cortoplacismo con que el presidente Sánchez y su gurú cortesano se conducen desde el día que pisaron la Moncloa, a este Gobierno los ciudadanos del mañana le importan un higo. Y, en fin, que poner en valor la memoria como método de aprendizaje supone poner en valor el conocimiento, y eso sí que no.

Desde que la educación pública de este país cayó en manos de pedagogos y psicólogos, y hace de ello por lo menos tres décadas, los contenidos han sido arrumbados de forma grosera. Se ha puesto el acento en el cómo –en el “aprender a aprender” de los breviarios de los movimientos de renovación pedagógica, favorecidos por el ensueño constructivista– y se ha guardado el qué en el baúl de los malos recuerdos. Ese descrédito del saber, de la transmisión de los contenidos, ha tenido un efecto lacerante no sólo para los alumnos, a los que se ha privado del alimento y del placer del conocimiento, sino también para los maestros y profesores, que han sido desposeídos de la autoridad que comporta ser depositarios de un saber y de la potestad de legarlo a las generaciones futuras.

Por lo demás, la mengua a la que se va a someter el currículo en sus partes presuntamente más memorísticas se verá agravada por la cada vez más liviana presencia en él de las enseñanzas comunes. Si hoy en día ya resulta difícil establecer unos mismos parámetros de evaluación de los conocimientos en el conjunto de España –piénsese tan sólo en la imposibilidad de comparar, autonomía por autonomía, el dominio de la lengua oficial del Estado, por no hablar de la flagrante y dolosa inexistencia de una única prueba evaluativa al término del Bachillerato–, ¿qué cabe esperar de un mañana en que la formación de cada ciudadano español va a depender del capricho con que en su respectiva comunidad autónoma hayan manejado las tijeras?

Y recuerden: no hemos llegado aún al último peldaño.

El descrédito del conocimiento

    8 de abril de 2021
 El mundo universitario ha sido noticia esta última semana. Y no para bien, precisamente.


1. Según se lee en Datos y cifras del Sistema Universitario Español. Publicación 2019-2020, editado recientemente por el Ministerio del ramo, el porcentaje de profesores que trabajan en la misma universidad en la que leyeron la tesis es del 73,5% para las universidades públicas y del 32,9% para las privadas. Los datos corresponden al curso 2017-2018, pero dudo mucho que hayan cambiado de forma sustancial en los dos cursos siguientes. De los porcentajes se deduce que en las universidades públicas está mucho más reservado el derecho de admisión del profesorado que en las privadas. En otras palabras: por paradójico que resulte, las públicas son mucho más privadas que las privadas. El documento también facilita los respectivos porcentajes de profesores que trabajan en una universidad de la misma comunidad autónoma en la que leyeron la tesis: un 87,5% en el caso de la públicas y un 76% en el de las privadas. ¿Cómo pueden aspirar las universidades públicas de este país a figurar algún día entre las mejores del mundo –no digo ya entre las 20 o las 50 mejores, pero sí al menos entre las incluidas en la franja que va de la 51 a la 100 según el ranking de Shangai–; cómo pueden aspirar a ello con semejante nivel de endogamia y de enclaustramiento autonómico de su profesorado?


2. El principio de autonomía universitaria no rige para los rectores de las universidades públicas catalanas. Su dependencia del poder político es escandalosamente absoluta. Y acaso lo más obsceno de su conducta sea constatar que ni siquiera hace falta que ese mismo poder les indique cómo comportarse. Cualquier intermediario acreditado sirve. Por ejemplo, Òmnium Cultural, esa force de frappe del independentismo que ha promovido entre la comunidad académica la demanda de una ley de amnistía que saque de las cárceles y de la penalidad legal a los políticos catalanes presos, y a la que se han adherido, todos a una, los excelentísimos y magníficos rectores de las universidades públicas catalanas.


3. En el belén que se armó la pasada semana a cuenta del cambio de nombre de las calles de Palma de Mallorca se pasó de soslayo, salvo alguna excepción, como la del periodista Tomeu Maura, sobre el origen académico de la iniciativa. Está bien, sobra indicarlo, afear al gobierno nacionalista y de izquierda de la corporación municipal, y en particular al alcalde socialista José Hila, su responsabilidad. Pero el atentado a la verdad tenía eso que los medios de comunicación llaman “autor intelectual”. En este caso, Gabriel Bibiloni, profesor de Filología Catalana de la Universidad de las Islas Baleares desde hace décadas, adoctrinador profesional –muchos de quienes imparten hoy en día las asignaturas de lengua y literatura catalana en los institutos baleares han pasado por sus clases– e insigne propagador del odio a todo lo español. Este docente publicó en 2013 un libro titulado Els carrers de Palma que ha servido de pauta –y lo que es más grave, de autoridad– para introducir y justificar los cambios en el callejero y en las placas de calles y plazas. Algunos, como por ejemplo los referidos a los almirantes Cervera, Churruca y Gravina, cuyas placas fueron repuestas al poco de ser sustituidas –por indicación al parecer de Ferraz–, expiaban la culpa, al decir del profesor universitario, de ser nombres “claramente franquistas (…) impuestos (…) en 1942 (…)” y dedicados a barcos que participaron “en la guerra de 1936-1939” –hubo, en efecto, tres barcos con estos nombres, aunque sólo uno llevaba el almirante delante, el Cervera, y los otros dos lucharon bajo bandera republicana–. Huelga precisar que semejante tergiversación de los hechos no tiene otra explicación que la que resulta del contrastado sectarismo ideológico del académico, a la que se añade una manifiesta ignorancia. Y por si no bastara con la ya evidenciada, al pobre almirante Churruca, muerto en la batalla de Trafalgar, lo liquida Bibiloni en su libro en la de Lepanto. 


4. El ministro de Universidades confundió el pasado viernes en una comparecencia pública a Leopoldo Alas padre con Leopoldo Alas hijo. Podría tratarse de un simple lapsus, si no fuera porque se trataba de explicar el porqué del homenaje que la Universidad de Oviedo a quien fue su rector, fusilado en 1937 tras la entrada de las tropas nacionales en la ciudad, o sea, 36 años después del fallecimiento de su padre, apodado Clarín, de muerte natural. Me temo que el regente del Ministerio no ha leído La Regenta. Ni siquiera debe de haber visto alguna de sus adaptaciones cinematográficas. O tal vez todo sea mucho más simple y Manuel Castells tuviera ese día un delirio parecido al que le llevó a decir este domingo que “si este gobierno colapsara, que no lo hará, sería la desintegración total de este país” y a justificarlo de este modo: “Somos la última muralla de defensa de la civilidad, lo digo en serio”. Aunque él no lo sepa, entre esto y aquel centinela de Occidente no hay más que un paso.



¿Gaudeamus igitur?

    1 de abril de 2021