Anda toda la izquierda muy alterada. A juzgar por lo visto, oído y leído, la reciente V Asamblea de Podemos y sus prolegómenos han puesto de los nervios a representantes políticos, sindicatos de los antiguamente llamados de clase, medios de comunicación afines, oficiales o no; en síntesis, paniaguados de toda especie integrados en el Gobierno de España o dependientes de su sustento. ¿La razón? El miedo a que el partido surgido de aquel movimiento siniestro –léase de izquierda– con el que Pedro Sánchez no tuvo inconveniente en pactar un gobierno de coalición en noviembre de 2019 después de haber jurado no hacerlo y que, poco a poco, elección tras elección, ha ido viendo menguada su tropa y disminuidos sus apoyos hasta quedarse en los cuatro diputados de que dispone hoy en el Congreso; el miedo a que ese partido, decía, acabe por aguarle la fiesta al actual Gobierno en su voluntad de agotar la legislatura y se la agüe, de paso, a quienes componen ese conglomerado de fuerzas a las que da amparo.

Entre las reacciones y comentarios de los afectados, quizá el más socorrido sea el de los que lamentan que, con su actitud, Podemos esté poniendo en peligro la supervivencia del primer gobierno de coalición habido en España desde los tiempos de la Segunda República y el único de tendencia “progresista” en la Unión Europea. (Lo que, dicho sea de paso, más que motivo de orgullo debería ser de honda preocupación.) Al lamento suele seguirle el recordatorio de cuál sería la consecuencia de semejante quiebra gubernamental: el retorno de la derecha al poder por obra y gracia de los votos que le vaya a prestar la ultraderecha, incrustada o no en el futuro gobierno. No hace falta precisar que detrás de ese gimoteo a cappella de esos políticos y comentaristas subyace el rechazo a la alteridad, la convicción de que sólo la izquierda está legitimada para ejercer el poder, pues ella y sólo ella encarna el progreso. De ahí la insistencia en la función transformadora de las fuerzas progresistas y, en lógica contraposición, el inmovilismo retrógrado y cerril de la derecha.

De semejante visión de la historia y de la democracia participan los partidos que integran el actual gobierno de coalición y las formaciones que les prestan su apoyo en el Congreso, excepto Junts, PNV y Coalición Canaria. Un apoyo en el que existen, claro, gradaciones. Así, los partidos gubernamentales son los más moderados, seguramente por lo que conlleva de pragmatismo el hecho mismo de gobernar. Entre los intrínsicamente revoltosos, puede establecerse asimismo una división entre los separatistas –ERC, EHBildu y BNG– por un lado, y Podemos por otro.

Esta última división cobra pleno sentido a la hora de tratar de entender la reciente postura de Podemos en el tablero de juego político. Podemos no es un partido nacionalista, por más que comulgue con las formaciones de este color en la medida en que unos y otros tienen como propósito subvertir las reglas del juego democrático y el orden legal establecido. En otras palabras: a Podemos no se le puede comprar con condonaciones de deuda, nuevas transferencias de competencias o conciertos sobrevenidos. El resto de los partidos de izquierda, a los que hay que sumar los nacionalistas de centro o derecha, sí se avienen al trueque, cada cual con un traje a medida. El Gobierno, aun sin presupuestos y con la deuda disparada, derrocha a espuertas sin importarle lo más mínimo la magnitud del destrozo. Pero a Podemos, ¿qué puede ofrecerle? ¿El “no a la guerra”, es decir, el rechazo al rearme? Es evidente que no. Además, tal como están las cosas, el recorte en el gasto social parece inevitable, por muchas promesas en sentido contrario que hagan los miembros del Consejo de ministros. Todo lo cual convendrán conmigo en que no hace sino abonar el terreno para que Podemos se eche al monte y torpedee en el futuro las iniciativas legislativas del Gobierno.

Revelaba aquí Luca Constantini hace unas semanas la posibilidad de que Sumar renuncie a presentarse en las próximas elecciones generales en las circunscripciones en las que no tiene chance alguna de sacar representación. Y que lo haga en beneficio del PSOE. El único precedente aproximado que yo recuerdo, aparte de las coaliciones para el Senado de los tiempos de Joaquín Almunia y Paco Frutos, es el acuerdo al que llegaron el PSC de Maragall y los ecocomunistas catalanes de entonces en las autonómicas de 1999. Se presentaron en coalición en las tres provincias menores, donde estos últimos carecían de posibilidades, y por separado en la mayor, Barcelona. El resultado de la operación fue el aumento considerable de los socialistas en escaños y la disminución también considerable de los ecocomunistas, pese a contar con dos diputados elegidos en las listas de las circunscripciones menores. O sea, un mal negocio, por no decir un desastre. Trasladado al caso que nos ocupa, y salvadas sean todas las distancias entre una y otra circunstancia, no parece que Sumar, que además renunciaría a presentarse allí donde difícilmente obtendría representación, pueda salir beneficiado con la jugada.

Así las cosas, harían muy mal negocio los de Yolanda Díaz –a los que las encuestas auguran una caída cercana al 50% en caso de celebrarse ahora los comicios– si se presentaran en comandita con los socialistas a la próxima cita electoral siguiendo un esquema de este tipo. Y, por el contrario, Podemos –al que los sondeos predicen una representación bastante parecida a la que tiene ahora en el Congreso– ensancharía ese espacio a la izquierda del PSOE, al percibir sus hipotéticos votantes que no existe apenas diferencia entre votar una marca u otra de las dos que conforman hoy en día el Gobierno, por lo que más vale apostar por la marca original. O sea, la que no está en el Gobierno ni en el bloque que a duras penas lo sostiene en el Parlamento.

La izquierda revolucionada

    17 de abril de 2025
Los medios de comunicación independientes –entiéndase, no dependientes de ningún poder público– han consolidado en sus ediciones expresiones del tipo “el CIS de Tezanos”, “la Fiscalía de García Ortiz” o “el Constitucional de Conde Pumpido”, hasta convertirlas en una suerte de marcas temporales. Con ellas, trasladan al lector, oyente o telespectador la idea de que dichas instituciones no se atienen a las reglas que deberían guiar su recto funcionamiento, o sea, al interés general, sino que actúan, mediante toda clase de amaños, añagazas y quebrantamientos de la ley, movidas por los intereses de quienes las rigen, intereses que no son otros, al cabo, que los de aquel que les ha puesto allí, o sea, el presidente del Gobierno.

Los primeros días de esta semana nos han dejado precisamente una locución de tintes parecidos y que podríamos formular así: “la universidad de Sánchez”. El propio presidente nos facilitó en su intervención en el acto celebrado el pasado lunes en las Escuelas Pías de la UNED, en Madrid las grandes líneas de su mensaje. Desde el título mismo. “En defensa de una universidad de calidad, clave para el ascensor social”, rezaba el atril desde el que Sánchez se dirigió a la concurrencia, en su mayoría afín. Supongo que el sintagma “ascensor social”, empleado por lo común para referirse a la enseñanza obligatoria y a la posibilidad de que los estudios sirvan para que un alumno de familia humilde pueda, gracias al talento y al esfuerzo, labrarse un futuro que le permita dejar de ser lo que antes se conocía como “clase baja” para alcanzar la “media” e incluso la “alta”, era utilizado en esta ocasión en un sentido similar, aunque restringido a la coronación del proceso. En tal caso, lo que sobraba sin duda alguna era la palabra “clave”.

Cualquiera sabe que en la construcción de un edificio lo fundamental son los cimientos. Si estos fallan, si no sostienen los materiales que se les van superponiendo, piso a piso, hasta alcanzar la techumbre, de poco sirve que esta última aparente solidez; no será más que apariencia. Y eso en el supuesto de que el edificio aguante y llegue a coronarse, lo cual es mucho suponer. La clave, pues, de este “ascensor social” al que apela Sánchez no se halla en la universidad, sino en la enseñanza obligatoria y, a lo sumo, en el bachillerato. Y para saber cuál es el estado de esas etapas de la enseñanza obligatoria –primaria y secundaria– y posobligatoria –bachillerato–, basta acudir a los datos, o sea, a los resultados de las pruebas que evalúan a los alumnos españoles de cuarto de Primaria (PIRLS) y de 15 años (PISA). Pues bien, esos resultados nos sitúan muy por debajo de las medias de referencia entre los países económicamente desarrollados (OCDE) y de la Unión Europea. En cuanto al bachillerato, al no disponer de una prueba nacional de acceso a la universidad, no queda más remedio que remitirse a lo que opinan muchos docentes de educación superior sobre el ínfimo nivel de conocimientos de sus alumnos cuando llegan a la universidad. Decir que esos docentes no salen de su asombro es decir poco.

Todo eso a Pedro Sánchez ni le va ni le viene. Los hechos, los datos –la realidad, en una palabra– no le han estropeado jamás su triunfalismo. Ni tampoco sus propias contradicciones y falta de coherencia. Su discurso del lunes, al tiempo que anticipo de lo que vendrá –“endurecer los criterios de creación, de reconocimiento y de autorización” de las universidades privadas–, era una muestra de ello. Un anticipo de mal gusto, ciertamente. Hablar de “chiringuitos” y de “máquinas expendedoras” de títulos para referirse a las universidades privadas entra de lleno en la jerga barriobajera –monteril, y no precisamente de la Montero de Podemos–. Y, ya puestos, tildarlas de chiringuitos en contraposición con las públicas, en cuyas facultades y departamentos prolifera la endogamia, auspiciada y bendecida por los propios rectores, es tener –por seguir con los coloquialismos– un morro que se lo pisa. Y no digamos ya tratándose de alguien que fue incapaz de escribir una tesis doctoral de cabo a cabo.

Claro que en esto último –en lo tocante al morro, me refiero– justo es reconocer que el hombre es coherente.

La universidad de Sánchez

    3 de abril de 2025