1. La sensación es de derribo. Poco a poco el Gobierno de la Generalitat va laminando el Estado del Bienestar. Durante todo el verano la comidilla de la prensa socialdemócrata catalana ha sido la Renta Mínima de Inserción, o sea, los 420 euros mensuales que han recibido hasta la fecha 34.000 ciudadanos para no caer, se supone, en la mayor de las indigencias. Al parecer, muchos de esos 34.000 estaban lejos de merecer la ayuda. ¡Si hasta la cobraba el imán de Lérida! Por no hablar de los miles de marroquíes que ni siquiera residían en Cataluña. Aun así, el proceso de limpieza de la lista de beneficiarios no está siendo todo lo ágil y efectivo que sería de desear, por lo que no poca gente con derecho a recibir la prestación todavía espera la del mes en curso. Claro que, para chapuzas, la perpetrada por Sanidad en Viladecavalls, donde el cierre veraniego del único ambulatorio existente ha llevado a tres médicos, cuatro enfermeras y cuatro auxiliares a atender gratuitamente, en los pasillos y salas de espera del centro clausurado, a los enfermos que no pueden desplazarse al ambulatorio más cercano, situado a 40 minutos de la localidad. ¡Pobre Cataluña! Tanto soñar con un Estado propio, y el día que este llegue, si llega, lo que ya no habrá es bienestar.

2. Al ex presidente Pujol le preocupa sobremanera que PP y PSOE acuerden reformar la Constitución para garantizar la estabilidad presupuestaria. A su juicio, todo pacto entre los dos grandes partidos nacionales es malo para Cataluña. A eso se le llama hablar claro. Porque, teniendo en cuenta lo que significa para Pujol Cataluña, no hay duda que todo pacto de este tipo ha de ser bueno para España —incluyendo en ella, claro, lo que no significa para Pujol Cataluña—. El ex presidente también ha dicho que prevé un choque de trenes entre Cataluña y España, y que los catalanes deben estar preparados. ¡Y pensar que en Madrid todavía hay quien le considera un hombre de Estado!

ABC, 27 de agosto de 2011.

Apuntes veraniegos (y IV)

    27 de agosto de 2011
Puede que la palabra «miedo» no haya estado nunca tan presente en los medios como durante este verano. Un somero repaso a las portadas de los grandes diarios lo certifica: «EE.UU. devuelve el miedo a los mercados», «El miedo se instala en la bolsa española», «Miedo a un lunes negro», etc. La crisis económica, claro. Y, en especial, su sombra. O, si lo prefieren, la proyección de la crisis en un porvenir cada vez más incierto. En semejante contexto, no es de extrañar que los cuatro días de disturbios, saqueo y pillaje en Londres y demás ciudades inglesas fueran vistos por no pocos comentaristas de la actualidad como la consecuencia inevitable de ese miedo imperante. Un miedo que se evidencia por igual en la violenta desesperación de unos jóvenes a los que la vida parece haber dejado sin argumentos y en la tardía reacción de unas instituciones tan faltas de defensas como de soluciones. Así las cosas, para esos analistas, lo sucedido en Inglaterra este mes de agosto debería ser tomado como un síntoma de la degradación de un sistema de convivencia que ha renunciado a integrar a amplios sectores de la sociedad —los más desfavorecidos— y los ha sumido en la miseria y la marginación.

Una explicación de este tipo, sin ser del todo errónea, requiere, por lo menos, de un buen puñado de acotaciones. Es cierta la tendencia de la sociedad inglesa —y, en mayor o menor grado, de cualquier sociedad existente— a la exclusión de una parte de sus miembros. Ya en sus crónicas londinenses de la segunda guerra mundial, el periodista Augusto Assía, al referirse, admirado, a la capacidad del pueblo inglés para movilizarse ante los bombardeos alemanes —y ello sin distinción de sexo, raza o clase social—, reconocía que una parte de ese pueblo quedaba al margen. Pero una tal exclusión, añadía, en la medida en que era achacable tan sólo a la voluntad del excluido, no empañaba en absoluto la iniciativa. Como si la existencia de ese poso marginal se inscribiera, por derecho propio, en la naturaleza misma de la actividad.

Por supuesto, ni la marginalidad de entonces es comparable a la de ahora, ni la composición de aquella sociedad anterior al desmembramiento del Imperio de Su Majestad se asemeja a la de la establecida hoy en día en torno a Londres y las grandes ciudades del Reino. Pero, aun así, en la mayoría del cuerpo social inglés sigue prevaleciendo un sentimiento unitario —reflejado acaso en la imagen reciente de aquellos ciudadanos anónimos marchando escoba en ristre a devolver el orden a sus calles— que desprecia a todo aquel que se aleja del camino marcado por los usos y costumbres del lugar.

Por otra parte, por más que las revueltas tuvieran un origen reactivo —una respuesta violenta a la muerte violenta de un delincuente—, quienes las protagonizaron dirigieron enseguida sus actos contra la propiedad. Pero no con el objeto de procurarse algún bien de primera necesidad, como sería propio de gente menesterosa —ningún saqueo afectó, que se sepa, a tiendas de comestibles—, sino con el de hacerse con electrodomésticos de lujo, aparatos de telefonía móvil o ropas de marca. Lo indicaba certeramente Jim Waddington, profesor de la Universidad de Wolverhampton y experto en políticas sociales: «La mayoría no roba por necesidad, sino simplemente porque puede. Que muchos de ellos procedan de barrios deprimidos se debe sobre todo a la falta de control social. Los chicos en las zonas empobrecidas suelen hacer más vida en la calle, donde hay más posibilidades de unirse a los disturbios». Así pues, y al margen de que convenga revisar el sistema de ayudas sociales con vistas a mejorar su eficacia —el Reino Unido es uno de los países de la UE que más invierte en esta faceta—, no parece que la causa de la destrucción y los pillajes haya que buscarla en una supuesta miseria.

Entre otras razones, porque entre los vándalos y los rateros había también jóvenes y no tan jóvenes pertenecientes a las clases más o menos acomodadas de la sociedad. Maestros de escuela treintañeros, por ejemplo. O universitarias con expedientes intachables. O deportistas modélicas. Lo que significa que el vandalismo no conoce límites. Todos esos chicos y chicas, con independencia incluso de su origen social, han crecido en un ambiente marcado por la gratuidad. Ya sea porque residen en viviendas de protección oficial, a costa del Estado; ya porque no han tenido, a lo largo de su todavía corta existencia, ninguna necesidad de trabajar; ya, en fin, porque participan de una cultura, la digital, basada en el ocio y en el libre acceso a toda clase de productos, el caso es que su vida ha discurrido, hasta la fecha, en una suerte de irrealidad. Así, no pocos se niegan a aceptar —o simplemente ignoran, lo que resulta mucho más grave— que los bienes, en tanto que fruto de un determinado esfuerzo, individual o colectivo, tienen un precio. Y que ese precio debe pagarse, porque, de lo contrario, ni existirían esos bienes ni existiría, en consecuencia, ocasión alguna de disfrutar de ellos.

Uno puede consolarse pensando que el azote de la gratuidad, en cualquiera de sus múltiples formas, se da sobre todo allí donde la inmigración ha tendido a moldear, generación tras generación, un mundo aparte. Este sería el caso de Inglaterra y, hasta cierto punto, de Francia, con el consiguiente desgarro en el orden social. Pero el fenómeno afecta también a otros países de Europa occidental. A España, por ejemplo, y sin que la inmigración tenga nada que ver en ello. ¿O acaso debe entenderse de otro modo el movimiento del 15-M, esto es, la ocupación «de facto» por parte de unos pocos de un bien tan valioso para todos como el espacio público?

Sobra añadir que si el Gobierno español no hubiera optado por la inacción, por un improcedente «laissez faire, laissez passer»; si hubiera aplicado, en una palabra, la ley, esa apropiación indebida no habría tenido lugar. Aun así, ¿qué cabe esperar de la aplicación de la ley en un Estado donde uno de los máximos representantes de una de sus principales Autonomías —Felip Puig, consejero de Interior del Gobierno de la Generalitat— afirma con orgullo, y sin que ello traiga consecuencias, que lleva en las matrículas de su coche y su moto un distintivo ilegal, el «CAT»? Poca cosa, ciertamente.

Si algo puede oponerse a esa cultura de la gratuidad que ha permitido, aquí y allá, tantos desmanes, es una cultura del esfuerzo. Una cultura que pasa no sólo por el respeto a la ley y el orden como garantes de todo aquello que el ánimo y el trabajo de cada cual han sido capaces de producir, sino también —y en especial— por la educación, tomada en un sentido amplio. O sea, por lo que entendemos como enseñanza y lo que entendemos como familia. Sin el concurso de ambas instituciones —y recuérdese que no en balde «institución» había significado «instrucción, educación, enseñanza»—, sin el apoyo decidido a los valores que tanto una como otra encarnan desde hace siglos y que un progresismo terco y desnortado ha pretendido reducir a la nada, la convivencia se vuelve, quieras que no, una quimera. Y el hombre, en fin, deja de ser hombre.

ABC, 26 de agosto de 2011.

El azote de la gratuidad

    26 de agosto de 2011
1. El Castillo de Montjuïc se convertirá, a partir de octubre, en la nueva sede del Memorial Democràtic. Así lo ha anunciado la vicepresidenta de la Generalitat, Joana Ortega. O sea que el Govern actual no sólo no liquida el Memorial —ese organismo público creado en tiempos del tripartito con el único fin de mantener abierta la herida de la guerra civil y legitimar, de paso, el comunismo—, sino que encima lo traslada de un edificio que amenazaba ruina a una fortaleza que la vicepresidenta ha calificado de «emblemática». Y, como todo emblema lo es por fuerza de algo, Ortega ha recordado que aquí fueron fusilados el pedagogo Ferrer i Guardia y el presidente Lluís Companys, y que aquí fueron encerrados, durante el franquismo, no pocos ciudadanos. En cambio, de lo ocurrido en el recinto durante la guerra, bajo dominación republicana, no ha dicho ni mu. Qué pena. Le habría servido como envés, y hasta habría añadido algo de credibilidad a sus palabras. Y es que, según esa psicóloga en ciernes, la voluntad del nuevo Memorial es «hacer una memoria de todos».

2. Ahora resulta que el PSC ha sido siempre partidario de suprimir las diputaciones. Lo dice Joaquim Nadal, la voz del trópico socialista catalán, sumándose de este modo a la propuesta del candidato Rubalcaba. ¡Válgame Dios, treinta y dos años mandando en la Diputación de Barcelona, gastando presupuestos de vértigo, colocando a la gente del partido aquí, allá y acullá, y resulta que eran partidarios de suprimir su propio maná! No, si lo de esta gente es digno de aplauso.

3. La Generalitat ha reducido las ayudas que venía otorgando a las entidades de cultura popular. En adelante, los «dimonis» tendrán mucha menos pólvora que gastar, por lo que, si quieren seguir como hasta ahora, deberán pagárselo de su bolsillo. Me parece estupendo. Ya que no se puede impedir la existencia de estos salvajes, al menos no les paguemos la fiesta. O no se la paguemos toda, vaya.

ABC, 20 de agosto de 2011.

Apuntes veraniegos (III)

    20 de agosto de 2011
1. Ya en «Los ingleses en su isla» (1943) y en «Cuando yunque, yunque» (1946) —o, mejor dicho, ya en las crónicas de «La Vanguardia» reunidas en ambos libros—, había descrito más de una vez Augusto Assía esa forma de ser de los ingleses que los distingue de los habitantes de cualquier otra nación civilizada. Me refiero a su capacidad para sobreponerse a la peor de las adversidades, a su espíritu combativo, belicoso incluso, escondido bajo una piel de cordero. Así, en los recientes disturbios que han asolado no pocos barrios de Londres y otras ciudades del Reino, ha sorprendido que la policía se limitara al principio a verlas venir sin cargar en ningún momento contra los vándalos. O que tuviera prohibido el uso de cañones de agua. Sin embargo, más debería sorprender la contundencia con que luego han reaccionado la gran mayoría de los británicos, desde el primer ministro hasta el último de los anónimos e improvisados barrenderos, pasando por los propios agentes del orden. Ahí está el largo millar de detenciones. Los juzgados funcionando día y noche. Las medidas anunciadas por Cameron en el Parlamento, y las ya adoptadas. No en vano el tercer volumen de crónicas inglesas de Augusto Assía, publicado en 1947, se titulaba, precisamente, «Cuando martillo, martillo».

2. La renuncia de la concejal xenófoba de Salt a instancias de su propio partido —PxC— por su relación con un ciudadano de origen subsahariano es digna de los mayores elogios. Esa mujer, si quería ser coherente, debía optar entre dos sentimientos antitéticos: el encarnado en el acta y el encarnado en el hombre. Y ha escogido la carne antes que el cargo. No como esos nacionalistas, hombres y mujeres, que no utilizan más que el catalán en el ejercicio de sus funciones y no tienen, en cambio, ningún empacho en relacionarse con su pareja en la otrora lengua del Imperio. Y es que el nacionalismo, en el fondo, no es sino un voraz y vulgar juego de máscaras.

ABC, 13 de agosto de 2011.

Apuntes veraniegos (II)

    13 de agosto de 2011
1. Es tal la insignificancia y la incompetencia de quienes dirigen el PSC, que ya ni siquiera la fecha del congreso del partido alcanzan a fijar por sí mismos. Después del porrazo municipal del 22-M, que venía a sumarse al autonómico del 28-N, y tras darle muchas vueltas al asunto, Montilla y Cía convocaron a sus fieles para el último fin de semana de octubre. Ahora, con el adelanto de las legislativas, se ven obligados, dicen, a posponer el congreso hasta mediados de diciembre. ¿Por qué? Suponiendo que haya que mover la fecha para evitar el roce con la campaña electoral del 20-N, ¿por qué no anticiparla en vez de retrasarla? ¿Acaso no bastan dos meses —son los que tiene ERC, sin ir más lejos— para templar las cajas? El caso es que Montilla, después de su gran fracaso en las urnas y de su anunciada renuncia a la secretaría general, habrá permanecido más de un año en la poltrona. Y, con él, sus compinches. Ahora se toman vacaciones. Merecidas, sin duda.

2. En un verano como este, sólo que de 1917, Julio Camba estuvo en Barcelona. Y se le ocurrió escribir, en estas mismas páginas, sobre la lengua de los catalanes. O sobre su acento, que es lo único que, a su juicio, hacía del catalán una lengua. La broma no gustó a los autóctonos. Ni pizca. El propio Camba recordaba años más tarde la cantidad de insultos que recibió como vuelta. Todo eso era más o menos conocido. No lo era tanto, en cambio, que, a raíz de aquello, el catalanismo radical * montó una verdadera campaña de boicot a «Abc», muy superior en el fondo y en las formas a la que organizarían Pujol y los suyos contra «La Vanguardia» de Galinsoga. Y eso que se trataba sólo del acento. Un fenómeno, ese Camba.

3. Ciutadans renuncia a presentarse el 20-N. Albert Rivera ha pedido la creación de una tercera vía —¿por qué no una cuarta, si la tercera la encarna ya el nacionalismo?—. Y ha invitado a UPyD a constituirla. ¿Seguirán negándose, la señora y su seguro servidor?

*La Campana de Gràcia, n. 3230, 13-6-1931, p. 4.

ABC, 6 de agosto de 2011.

Apuntes veraniegos (I)

    6 de agosto de 2011