Vaya por delante que nada tengo, en lo personal –otra cosa es en lo político–, contra Carmen Calvo. Digo esto para que nadie se sorprenda de la frecuencia con que su nombre aparece en mis artículos del jueves. La explicación es de lo más sencilla: la vicepresidenta primera del Gobierno abarca mucho. Y, encima, a la hora de apretar no se corta un pelo. De ahí que, puestos en la tesitura de comentar la actualidad política, a menudo no quede más remedio que cruzarse con su figura.

El Anteproyecto de Ley de Memoria Democrática, por ejemplo. Cae de lleno, denominación incluida, en su Ministerio. Pero, al margen de esa dependencia orgánica, están las formas de la vicepresidenta, no muy alejadas de las que emplearía un elefante en una cacharrería. El pasado 28 de octubre Calvo declaraba que el Gobierno “no va a parar hasta ver una (nueva) Ley de Memoria Democrática en el BOE”. El 15 de septiembre anterior el Consejo de Ministros había aprobado el anteproyecto de ley que hace al caso, pero, con las prisas que conlleva el no parar, al legislador se le había olvidado –tal y como reveló el diario Abc– un requisito previo obligatorio, la Memoria de Análisis de Impacto Normativo. No importó. Se redactó el documento en cuestión y se añadió al expediente dos meses más tarde. Sobra precisar que una menudencia de ese tipo para nada iba a frenar los propósitos de un Ejecutivo acostumbrado a tensar el marco legal hasta quebrarlo, si es preciso.

Ahora esa Ley de Memoria Democrática está a punto de iniciar su andadura en las Cortes, ya como proyecto de ley. Es muy probable que su tramitación acabe siendo un calco de la que tuvo la llamada Ley Celaá. En otras palabras: que lo peor, rodillo incluido, esté por llegar. Aun así, un simple vistazo a la “Exposición de motivos” del Anteproyecto permite hacerse ya a la idea de lo que, por desgracia, nos espera. Esa ley no será una ley de memoria, ni será democrática. No será de memoria, porque omite a conciencia la que afecta a una proporción considerable de familias españolas y porque falsea, edulcorándola, la de otras muchas. Y no será democrática, porque parte –al igual que hacía, por cierto, su antecesora, la conocida como ley de Memoria Histórica, promulgada en 2007 bajo la presidencia de José Luis Rodríguez Zapatero– de la convicción de que sólo hubo demócratas, y nada más que demócratas, en uno de los bandos enfrentados durante la guerra civil. 

El texto merecería un sinfín de acotaciones. Casi no existe frase en que la ideología del actual Gobierno social-comunista no enseñe la patita, por acción u omisión. Sólo se salvan, y a duras penas, aquellos fragmentos relativos a nuestra Transición política. Hasta tal punto es así, que alguien que ignorara lo que realmente ocurrió durante la guerra civil, leyendo dicha “Exposición de motivos” llegaría fácilmente a la conclusión de que todas las víctimas fueron de un color y todos los victimarios del otro. También colegiría del texto que las únicas fuerzas extranjeras que intervinieron en la contienda fueron las aportadas por Alemania e Italia. Y, en fin, saldría de la experiencia con el absoluto convencimiento de que la Segunda República española no fue sino un dechado de virtudes fatalmente interrumpidas por un golpe de Estado fascista.

Ni una palabra, pues, de la represión en zona republicana contra decenas de miles de ciudadanos por su condición social, su fe o sus ideas. Ni mención de la violencia que, en esta misma zona, los comunistas ejercieron sobre trotskistas, anarquistas y republicanos. Ni tampoco de la decisiva intervención de la Unión Soviética en la guerra, por no hablar de esas Brigadas Internacionales donde se alistaron muchos antifascistas de buena fe, bastantes escritores afines al Komintern y no pocos rufianes metidos en política. Ninguna apreciación, en fin, sobre los claroscuros de un régimen, el de la Segunda República, que, al decir de quien fue su primer presidente, Niceto Alcalá-Zamora, nunca se configuró como “una sociedad abierta a la adhesión de todos los españoles”, ni sobre las imperfecciones de una Constitución que, a su juicio también, “invita a la guerra civil, desde lo dogmático”. Y son palabras escritas cuando faltaban pocos meses para el estallido de la guerra.

Con todo, acaso lo más obsceno de esta “Exposición de motivos”, mucho más incluso que las mentiras, las lagunas –¿por qué no incluir en ella y en el resto de la ley, por ejemplo, a las víctimas del terrorismo de ETA?– y las medias verdades que contiene, sea esta frase: “(…) la principal responsabilidad del Estado en el desarrollo de políticas de memoria democrática es fomentar su vertiente reparadora, inclusiva y plural”. Justo lo que no es esta ley: reparadora, inclusiva y plural.

Ya lo decía José Luis Rodríguez Zapatero en vísperas de las elecciones generales de 2008 y a micrófono presuntamente cerrado: “Nos conviene que haya tensión”. La había entonces, la hubo luego y, a buen seguro, la habrá ahora. Recuerden que les conviene. Y, sobre todo, átense los machos.

(VozPópuli, 28 de enero de 2021)

¿Memoria democrática, dicen?

    28 de enero de 2021

  

Harper Lee vivió cerca de noventa años y, a pesar de algunos desgarros –¿quién no los tiene con una vida tan larga?–, todo indica que fue razonablemente feliz. A ello contribuyó sin duda el éxito de su novela Matar a un ruiseñor (1960), de la que se llevaban vendidos en 2019 más de cuarenta millones de ejemplares, y de la oscarizada película homónima de Robert Mulligan, estrenada dos años más tarde. Aparte de la inyección de autoestima que debe producir en un escritor el comprobar como la primera novela que publica –la primera que escribió, Ve y pon un centinela, permaneció inédita hasta 2015, poco antes de la muerte de su autora– se convierte en un fenómeno editorial sin precedentes, con unas críticas que rivalizan en excelencia con las ventas; aparte de eso, digo, está la evidencia de que gracias a ese éxito Lee pudo abandonar de por vida los trabajos subsidiarios y meramente alimenticios que llevaba desempeñando en Nueva York desde que a finales de la década de los cuarenta aterrizó en la ciudad procedente de su Monroeville natal, en el sureño Estado de Alabama. Abandonarlos para dedicarse a escribir, claro.

            O no. Porque durante los más de 56 años que median entre la entrega al editor del original de Matar a un ruiseñor y su muerte en una residencia de ancianos de Monroeville, Harper Lee no publicó nada más, excepto el referido Ve y pon un centinela, de factura anterior, y algunos, pocos, artículos y relatos en revistas. Si escribió o no escribió, completa o parcialmente, otra obra y la conservó, sigue siendo un misterio, y habrá que esperar a que sus albaceas permitan la consulta de su legado para desvelarlo. De todo esto y de bastante más trata Horas cruentas, el libro que la escritora Casey Cep ha hilvanado a partir del caso protagonizado por un reverendo negro de Alabama sospechoso de haber asesinado en siete años a seis conciudadanos también negros –cinco de ellos familiares suyos– para cobrar las pólizas de seguros de vida que él mismo les había hecho, y que fue asesinado a su vez por un pariente de la última de sus víctimas. El juicio contra el asesino del reverendo se celebró meses después de su muerte, en septiembre de 1977, en el Palacio de Justicia de Alexander City, y allí acudió Harper Lee.

         ¿Qué esperaba encontrar la escritora en aquel caso? Evidentemente, material suficiente para un nuevo libro tras casi dos décadas de sequía. Por un lado, a Lee siempre le había gustado la crónica negra –y perdón por la involuntaria retranca–. Por otro, los hechos que iban a ser juzgados habían tenido lugar, como quien dice, en casa –Alexander City está situada en el centro del Estado de Alabama–. Pero acaso esas razones no habrían pesado lo suficiente de no haber sido por Truman Capote, compañero de juegos infantiles y de cuya amistad Harper Lee disfrutó durante largo tiempo. No es que Capote la indujera a escribir el libro. Lo que sí hubo fue una suerte de inevitable juego especular entre lo ocurrido en Alexander City y lo ocurrido en Holcomb, aquel pueblecito de Kansas donde un par de forajidos habían acabado a finales de 1959 con la vida de un acaudalado granjero y otros tres miembros de su familia. La escritora había acompañado entonces a su amigo en los viajes que este hizo a la localidad para informarse sobre lo sucedido y entrevistarse con las autoridades y el vecindario. Su presencia había sido además de gran ayuda ante los reparos que muchos ponían a hablar con alguien tan estrafalario como Capote y por el rigor con que ella iba transcribiendo las notas manuscritas del escritor y clasificando la documentación. El objetivo de Capote, sobra añadirlo, era servirse de todo aquel material para una futura novela –o sea, lo que terminaría siendo, seis años más tarde, la celebérrima A sangre fría–. El de Lee, que aún no había publicado por entonces la no menos celebérrima Matar a un ruiseñor, echar una mano a su amigo y satisfacer de paso su interés por cuanto tenía relación con el mundo del crimen.

            Sin embargo, la experiencia le había dejado un poso amargo. Aunque nunca llegó a manifestarlo públicamente, existe constancia en su correspondencia de que desaprobaba las fabulaciones y las invenciones de su amigo. Al fin y al cabo, este había prometido en una entrevista que en la obra “todas las palabras serían verdad”. No lo fueron, ni por asomo. Tal vez porque la “novela de no ficción”, ese género literario que el propio Capote se vanagloriaba de haber engendrado, era, en el fondo, una contradicción en sus términos. Una contradicción que para una escritora como Lee, tan exigente consigo misma, tan perfeccionista en su escritura como en su ética, debía de resultar por fuerza en un dilema irresoluble. Y ante la imposibilidad de llenar con hechos las múltiples lagunas que el caso de El reverendo –así se iba a llamar la novela– presentaba, y tras mucho porfiar, acabó tirando la toalla.

            Horas cruentas es la narración de ese esfuerzo y ese fracaso. Pero es también un largo ensayo ameno y bien escrito, cuyo rigor con las fuentes y la investigación anda parejo al que demostró en su momento Harper Lee y cuyo contenido excede con mucho el que requeriría el simple tratamiento del caso del reverendo. Casey Cep no sólo ahonda en la biografía de la escritora, sino que traza asimismo un fresco geográfico y humano de su tierra natal, en el que destacan, aparte de la figura del predicador asesinado, la de su abogado defensor –y defensor a su vez de su asesino–, un expolítico demócrata. También por todo eso merece la pena leer el libro.

(Sobre Horas cruentas. Historia de la novela inconclusa de Harper Lee, de Casey Cep [Libros del KO]. Letras Libres, núm. 232, enero de 2021) 

Un problema de género

    23 de enero de 2021

  

Hay expresiones, como interés general, que todo el mundo entiende o afirma entender y nadie sabe muy bien como definir. Cuando esto pasa conviene andarse con tiento, pues es muy probable que cada cual las interprete a su manera. En efecto, ¿qué es el interés general? ¿La voluntad de la mayoría expresada en las urnas? A veces, pero no necesariamente. ¿Aquello que procura el máximo desarrollo del Estado del Bienestar? Dependerá del precio. ¿El bien común? Es muy posible, pero entonces deberíamos precisar, antes que nada, qué entendemos por bien común. ¿Una entelequia? Difícilmente puede serlo si se repara en que la expresión aparece citada doce veces en la Constitución y hasta una decimotercera si incluimos en el recuento su forma de plural.

Sea como fuere, es ese uso jurídico el que alcanza a darnos, a mi modo de ver, la pauta interpretativa más fiable. Dicho en llano: en nuestra Carta Magna el interés general se presenta como un referente de ámbito superior al que agarrarse en determinados casos y, en especial, en casos de extrema necesidad. (Baste decir que se apela a él en el artículo 155.) O sea, al que agarrarse como a una suerte de marco encajado en el propio marco constitucional. Pues bien, así las cosas, yo no creo que exista hoy en día mejor forma de preservar el interés general en España que mediante la sustitución del actual gobierno de coalición. Ni mejor ni otra forma. Les pondré un simple ejemplo del porqué, a modo de recordatorio. Cuando un gobierno de coalición cuenta con una vicepresidenta primera capaz de asegurar que van a acabar la legislatura porque tienen que “culminar un trabajo que es bueno para la izquierda de este país”, y sus palabras no son rectificadas al punto por su correligionario y presidente de este mismo gobierno: cuando esto ocurre, es que el interés general ha sido barrido, si no del discurso gubernamental, sí del imaginario político en que este discurso se sustenta.

El actual Gobierno de España está integrado por dos formaciones de izquierda, PSOE y UP, que compiten en radicalismo ideológico. Pero el primero de esos partidos defiende un modelo económico más o menos homologable con el de otros gobiernos de Europa, lo que no sucede ni por asomo en el caso del segundo. Eso ha llevado a que algunos opinen que ese gobierno tendría solución si los socialistas encontraran un nuevo socio y pudieran prescindir de las huestes de Pablo Iglesias. Por supuesto, los números no cuadran. El único partido que juega a este juego, Ciudadanos, lo ha intentado no tanto para sustituir a UP como para limitar el alcance de las extensiones independentistas vascas y catalanas que apoyan en el Congreso al Ejecutivo. Sobra indicar que su intento terminó en fracaso, ante el ovillo que Iglesias tejió con ERC y Bildu y la tradicional salida del tablero del PNV, siempre a lo suyo. Pero ahí quedó el gesto.

El problema reside en el valor simbólico del mencionado gesto. Y es que participar en ese juego significa dar carta de naturaleza al PSOE como interlocutor y como hipotético socio de gobierno o de legislatura. Blanquear su radicalismo ideológico y su connivencia con el independentismo equivale a afirmar que existe ahí detrás otro PSOE del que echar mano en cuanto cambie la coyuntura. Y no. No existe. Rodríguez Zapatero empezó la limpia y Sánchez la ha completado a conciencia. No quedan más que las piezas de anticuario –los González, los Guerra–, a las que se permite salir de tarde en tarde a pasear. Ahora mandan los Ábalos y los Lastra en el partido. Y en el territorio mandan los Puig, Armengol, Iceta, Chivite, y a través de ellos, el nacionalismo, cuando no el independentismo. Y el resto de los presidentes autonómicos bastante tienen con no meter la pata como su correligionario Fernández Vara y sus considerandos de cebollino en la administración de las vacunas.

No existe, pues, otra solución para tratar de preservar el interés general recogido en nuestra Constitución –y para preservar, claro, la propia Constitución– que irnos preparando para las generales de 2023. O mucho me equivoco o no habrá cambios de color en el Gobierno, ni crisis suficientemente profundas que obliguen al presidente Sánchez a adelantar las elecciones. La tendencia demoscópica no es favorable a sus intereses, nada generales. Poco a poco, las tres fuerzas opositoras –Ciudadanos, PP y Vox– van asentándose en sus respectivas parcelas y ganando terreno en el pastel electoral. Y aunque se den escaramuzas entre ellas por un quítame allá ese candidato, y puesto que más allá del centro no hay nada aprovechable, no les va a quedar más remedio que entenderse dentro de dos larguísimos años. Así lo querrá entonces, no me cabe la menor duda, el interés general.

(VozPópuli, 21 de enero de 2021)

A vueltas con el interés general

    21 de enero de 2021

  

En su Introducción a la filosofía, publicada en 1947, Julián Marías establecía una tipología de “relaciones del hombre con la verdad”. El cuarto tipo de relación, consistente en “vivir contra la verdad”, era a su juicio el “dominante en nuestra época”. Si se repara en las características de la época en cuestión, marcada por el ascenso y triunfo de los totalitarismos y coronada por la guerra civil española y la segunda guerra mundial, se entenderá que ese tipo de relación fuera entonces el dominante. Así lo describía Marías: “Se afirma y quiere la falsedad a sabiendas, por serlo; se la acepta tácticamente, aunque proceda del adversario, y se admite el diálogo con ella: nunca con la verdad. Esta es sentida por innumerables masas como la gran enemiga, y contra ella es fácil lograr el acuerdo”.

A comienzos del presente siglo, poco después de la destrucción de las Torres Gemelas, Marías volvía sobre el asunto –o sea, sobre la tipología de relaciones y, en concreto, sobre el cuarto tipo– en una conferencia. En ella advertía del peligro que entrañaba la aparición de las nuevas tecnologías, en tanto en cuanto abrían la puerta a una comunicación masiva y no mediada donde la mentira podía sentar fácilmente sus reales. Veinte años más tarde, es evidente que el crecimiento exponencial de las redes sociales y su impacto en la política y en la vida pública en general han venido a confirmar sus peores augurios. Hoy en día, cuando algún político se planta frente a un micrófono para hacer declaraciones, ya casi damos por sentado que, mientras no se demuestre lo contrario, cuanto dirá será mentira –o, concedámoslo, una verdad a medias–.

A ese descrédito de la verdad han contribuido, sin duda, personajes como Donald Trump. Pero no sólo él, claro. Aquí en España, desde la llegada de Pedro Sánchez a la Presidencia del Gobierno nuestra clase política ha experimentado también un considerable subidón en el manejo compulsivo de la mentira. Y, en especial, aunque no únicamente, la ocupada en tareas de gobernanza o de apoyo a esa gobernanza. Acaso una de las grandes aportaciones del actual presidente del Gobierno a la historia política española contemporánea haya sido la desfachatez con que falta a la verdad, ya sea de buenas a primeras, ya negando sin rubor alguno lo dicho la víspera. Y como ser hombre significa imitar al hombre –así lo consignó Witold Gombrowicz en sus Diarios y así lo reproduce Ferran Toutain como lema de su muy recomendable Imitación del hombre (Malpaso)–, lo mismo sus ministros que el resto de los derviches que llenan los despachos del Gobierno y del partido se han afanado en mentir durante todo este tiempo con prolijidad y alevosía. Piensen tan sólo en el ministro y no obstante candidato Illa. O en el alto funcionario Simón. O en la impagable aportación de los Lastra y Simancas en labores de zapa. Sin olvidar a la vicepresidenta Calvo, claro. Y todo eso ciñéndonos a la pata socialista del Gobierno de coalición.

Con todo, vengo observando en los últimos tiempos un fenómeno nuevo, que no sé si Julián Marías, de haberlo conocido, consideraría incluso digno de encomio. Consiste –por jugar con la propia descripción que hacía nuestro filósofo de la querencia por la falsedad– en “afirmar la verdad a sabiendas”. No necesariamente una verdad objetivable, pero sí, en todo caso, una que revela un sentimiento sincero, algo así como una creencia. Reparé en ello por vez primera hace unos días cuando Salvador Illa hizo su debut como candidato declarando que “todos somos responsables de lo que ha pasado en Cataluña estos años”. Luego, este mismo domingo, lo vi ratificado en una afirmación de su correligionario y supuesto mentor Miquel Iceta: “No voy a cambiar mi idea de que Cataluña es una nación para ser ministro”. En ambos casos, la verdad asoma en forma de creencia. El candidato y no obstante ministro está a todas luces convencido de la barbaridad que sale de sus labios. Y el fontanero mayor del socialismo catalán, por su parte, no tiene tampoco duda alguna de que hoy en día se puede ser ministro de una Nación como la española aunque a uno la que le haga tilín sea otra.

Pero lo que ya me parece significativo, y, por qué no decirlo, de una relevancia tan notoria como insospechada, es la respuesta que la vicepresidenta Calvo nos sirvió el pasado lunes en una entrevista. “¿El Gobierno de coalición acabará la legislatura?”, le preguntaban. Y ella contestó: “Sí. Tenemos que culminar un trabajo que es bueno para la izquierda de este país”. No creo que ningún ciudadano vaya a poner en cuestión no ya su sinceridad, como en el caso de Illa e Iceta, sino la verdad objetiva que encierran sus palabras. ¿Quién va a dudar, en efecto, de que el Gobierno presidido por Pedro Sánchez no gobierna para el conjunto de los ciudadanos, buscando, ni que sea de tarde en tarde, el interés general, sino sólo para una parte de ellos, la que se sitúa ideológicamente a la izquierda?

Con lo que no queda más remedio que admitir que la desfachatez de este Gobierno reside tanto en su inveterada costumbre de mentir como en su súbito aprecio por la verdad. Y, por más que esto vaya a complicarnos la vida a quienes nos dedicamos a la exégesis de sus dimes y diretes –en la medida en que ya no sabremos si mienten o dicen la verdad–, justo es reconocer que, moralmente al menos, se trata de un paso adelante.

(VózPópuli, 14 de enero de 2021)

  

Decía el pasado sábado aquí mismo el periodista Jorge Sáinz que las primarias de los partidos políticos son un paripé. Lo decía a propósito de las dos últimas revocaciones de las que se tiene constancia, ambas con resonancia catalana. La más reciente, la de Miquel Iceta, que ha cedido, no sabemos si gustosamente, su puesto a Salvador Illa como candidato del PSC a la presidencia de la Generalidad. La más lejana, la de Lorena Roldán, que en agosto cedió también el suyo –ahora sabemos que no fue por gusto– a Carlos Carrizosa como candidato de Ciudadanos a la misma presidencia. Un partido viejo y uno nuevo, pero ambos con cláusulas parecidas en sus reglamentos de primarias, cláusulas por las que la supuesta renuncia del candidato elegido deja en manos de la ejecutiva respectiva la designación del sustituto. Claro que eso no es todo. En la crónica negra de las primarias españolas existen también modalidades de fraude que no requieren siquiera de previa revocación, en la medida en que la manipulación se produce ya en el propio proceso de votación telemática. Ocurrió en marzo de 2018 con las primarias de Ciudadanos para designar candidato a la presidencia de la Junta de Castilla y León, y ocurre desde hace años con las de Podemos al más alto nivel y con reincidencia, tal y como ha ido reseñando puntualmente este mismo medio. 

Las primarias, tan bienintencionadas en su formulación primera y tan llamativas de cara a la galería, han derivado en una comedia destinada a vestir con una pátina presuntamente democrática la designación de un candidato. En un paripé, en una palabra. Al final quienes deciden no son los afiliados con sus votos, sino los mandatarios del partido, que hacen y deshacen a su antojo. Con lo que seguimos allí donde lo dejó Robert Michels hace ya más de un siglo cuando llegó a la conclusión de que los partidos políticos se organizan según pautas oligárquicas. Como cualquier empresa, en definitiva.

Claro está que un partido político no es exactamente una empresa. O no debería serlo. Su objetivo no es ganar dinero –aunque algunos de sus miembros se ganen muy bien la vida y los haya incluso que no le hacen ascos a la corrupción–, sino alcanzar el poder para poner en práctica determinadas políticas para las que han sido facultados por cientos, miles o millones de conciudadanos que les han otorgado su confianza mediante el voto. En este sentido, conviene no olvidar que quienes ejercen un cargo público son ciudadanos que representan a otros ciudadanos. Ciudadanos, pues, con un mandato al que se supone que deberían ser fieles. De ahí la importancia que tiene para un Estado de derecho que el acceso a ese cargo de representación haya seguido unos cauces democráticos y transparentes.

Que esa inercia oligárquica está presente en las formaciones políticas no lo demuestran tan solo los casos reseñados al principio de este artículo –y otros muchos que podrían traerse a colación–, sino también el hecho de que nuestros partidos no hayan movido en 35 años ni un solo dedo para cambiar la ley electoral vigente, conocida como LOREG (Ley Orgánica del Régimen Electoral General). Se han rasgado de vez en cuando las vestiduras, han introducido apaños como las primarias, han reclamado con la boca chica o a los cuatro vientos un sistema electoral más proporcional, pero a la hora de la verdad siguen rigiéndose por el marco de siempre. Incluso los partidos nuevos, Ciudadanos y Podemos –UPyD no tuvo siquiera ocasión de intentarlo–, cuando han dispuesto de fuerza suficiente para condicionar un programa de gobierno han olvidado –o han preterido, en el caso de Ciudadanos– la que había sido, años ha, una de sus principales banderas regeneradoras.  

Sin menospreciar en absoluto la necesidad de mejorar la proporcionalidad de nuestro sistema electoral y dejando a un lado otras medidas de menor calado, lo que la democracia española precisa a mi juicio con mayor prontitud y de modo inexcusable es una reforma que acerque y vincule los representantes a sus representados, los electos a sus electores; y viceversa, claro. O sea, una reforma que garantice ante todo que el candidato de una lista sea elegido de forma democrática y transparente por el resto de los afiliados y que el resultado de dicha elección sea respetado por la cúpula de la formación política. Luego, en aras de reforzar justamente el vínculo entre candidato y ciudadano de a pie, una reforma en la que se adopte un sistema parecido al alemán, de doble voto, donde junto al voto por lista, de representación proporcional, existe un voto por persona, de representación directa, que resulta de la previa división del territorio en distritos electorales.

No es este el único modelo posible, por supuesto. Está también el de un sistema de listas desbloqueadas, en el que los electores tengan la potestad de premiar o castigar a los integrantes de una misma lista, seleccionándolos, tachándolos u ordenándolos de modo distinto a como aparecen en ella. Y el de un sistema de listas abiertas, similar al que ya utilizamos en España para las elecciones al Senado, en el que los votantes puedan escoger, si así lo desean, candidatos de siglas distintas. Y hasta puede pensarse en la combinación de distintas opciones según la naturaleza de los comicios: locales, autonómicos o generales. En todo caso, insisto, si queremos que los paripés dejen de ser la norma, el nuevo sistema electoral no debería limitarse a regular, como ocurre con la actual LOREG, extramuros del sistema de partidos, sino también intramuros. De lo contrario, cualquier candidatura vendrá viciada por el proceso de primarias que la haya precedido.

Se me dirá que para cambiar nuestro sistema electoral hace falta un amplio acuerdo entre los grupos que integran el Congreso de los Diputados. Se me objetará también que los dos grandes partidos nacionales –y la mayoría de los nacionalistas periféricos– no han estado nunca interesados en abordar tal reforma. E incluso habrá quien replique que no es este el mejor momento para abrir el melón. A todo ello sólo se me ocurre responder que quienes intervenimos en el debate público tenemos la obligación de plantear aquellos temas que nos parecen, en un momento dado, fundamentales para evitar la progresiva podredumbre de nuestro sistema de representación política. Y este lo es, sin duda alguna. Negarse a abordarlo, a convertirlo en objeto de deliberación, equivale a esconder la cabeza bajo el ala ante el deterioro evidente del marco democrático que nos dimos hace ya más de cuatro décadas.

(VozPópuli, 7 de enero de 2021)