Harper Lee vivió cerca de noventa años y, a pesar de algunos desgarros –¿quién no los tiene con una vida tan larga?–, todo indica que fue razonablemente feliz. A ello contribuyó sin duda el éxito de su novela Matar a un ruiseñor (1960), de la que se llevaban vendidos en 2019 más de cuarenta millones de ejemplares, y de la oscarizada película homónima de Robert Mulligan, estrenada dos años más tarde. Aparte de la inyección de autoestima que debe producir en un escritor el comprobar como la primera novela que publica –la primera que escribió, Ve y pon un centinela, permaneció inédita hasta 2015, poco antes de la muerte de su autora– se convierte en un fenómeno editorial sin precedentes, con unas críticas que rivalizan en excelencia con las ventas; aparte de eso, digo, está la evidencia de que gracias a ese éxito Lee pudo abandonar de por vida los trabajos subsidiarios y meramente alimenticios que llevaba desempeñando en Nueva York desde que a finales de la década de los cuarenta aterrizó en la ciudad procedente de su Monroeville natal, en el sureño Estado de Alabama. Abandonarlos para dedicarse a escribir, claro.

            O no. Porque durante los más de 56 años que median entre la entrega al editor del original de Matar a un ruiseñor y su muerte en una residencia de ancianos de Monroeville, Harper Lee no publicó nada más, excepto el referido Ve y pon un centinela, de factura anterior, y algunos, pocos, artículos y relatos en revistas. Si escribió o no escribió, completa o parcialmente, otra obra y la conservó, sigue siendo un misterio, y habrá que esperar a que sus albaceas permitan la consulta de su legado para desvelarlo. De todo esto y de bastante más trata Horas cruentas, el libro que la escritora Casey Cep ha hilvanado a partir del caso protagonizado por un reverendo negro de Alabama sospechoso de haber asesinado en siete años a seis conciudadanos también negros –cinco de ellos familiares suyos– para cobrar las pólizas de seguros de vida que él mismo les había hecho, y que fue asesinado a su vez por un pariente de la última de sus víctimas. El juicio contra el asesino del reverendo se celebró meses después de su muerte, en septiembre de 1977, en el Palacio de Justicia de Alexander City, y allí acudió Harper Lee.

         ¿Qué esperaba encontrar la escritora en aquel caso? Evidentemente, material suficiente para un nuevo libro tras casi dos décadas de sequía. Por un lado, a Lee siempre le había gustado la crónica negra –y perdón por la involuntaria retranca–. Por otro, los hechos que iban a ser juzgados habían tenido lugar, como quien dice, en casa –Alexander City está situada en el centro del Estado de Alabama–. Pero acaso esas razones no habrían pesado lo suficiente de no haber sido por Truman Capote, compañero de juegos infantiles y de cuya amistad Harper Lee disfrutó durante largo tiempo. No es que Capote la indujera a escribir el libro. Lo que sí hubo fue una suerte de inevitable juego especular entre lo ocurrido en Alexander City y lo ocurrido en Holcomb, aquel pueblecito de Kansas donde un par de forajidos habían acabado a finales de 1959 con la vida de un acaudalado granjero y otros tres miembros de su familia. La escritora había acompañado entonces a su amigo en los viajes que este hizo a la localidad para informarse sobre lo sucedido y entrevistarse con las autoridades y el vecindario. Su presencia había sido además de gran ayuda ante los reparos que muchos ponían a hablar con alguien tan estrafalario como Capote y por el rigor con que ella iba transcribiendo las notas manuscritas del escritor y clasificando la documentación. El objetivo de Capote, sobra añadirlo, era servirse de todo aquel material para una futura novela –o sea, lo que terminaría siendo, seis años más tarde, la celebérrima A sangre fría–. El de Lee, que aún no había publicado por entonces la no menos celebérrima Matar a un ruiseñor, echar una mano a su amigo y satisfacer de paso su interés por cuanto tenía relación con el mundo del crimen.

            Sin embargo, la experiencia le había dejado un poso amargo. Aunque nunca llegó a manifestarlo públicamente, existe constancia en su correspondencia de que desaprobaba las fabulaciones y las invenciones de su amigo. Al fin y al cabo, este había prometido en una entrevista que en la obra “todas las palabras serían verdad”. No lo fueron, ni por asomo. Tal vez porque la “novela de no ficción”, ese género literario que el propio Capote se vanagloriaba de haber engendrado, era, en el fondo, una contradicción en sus términos. Una contradicción que para una escritora como Lee, tan exigente consigo misma, tan perfeccionista en su escritura como en su ética, debía de resultar por fuerza en un dilema irresoluble. Y ante la imposibilidad de llenar con hechos las múltiples lagunas que el caso de El reverendo –así se iba a llamar la novela– presentaba, y tras mucho porfiar, acabó tirando la toalla.

            Horas cruentas es la narración de ese esfuerzo y ese fracaso. Pero es también un largo ensayo ameno y bien escrito, cuyo rigor con las fuentes y la investigación anda parejo al que demostró en su momento Harper Lee y cuyo contenido excede con mucho el que requeriría el simple tratamiento del caso del reverendo. Casey Cep no sólo ahonda en la biografía de la escritora, sino que traza asimismo un fresco geográfico y humano de su tierra natal, en el que destacan, aparte de la figura del predicador asesinado, la de su abogado defensor –y defensor a su vez de su asesino–, un expolítico demócrata. También por todo eso merece la pena leer el libro.

(Sobre Horas cruentas. Historia de la novela inconclusa de Harper Lee, de Casey Cep [Libros del KO]. Letras Libres, núm. 232, enero de 2021) 

Un problema de género

    23 de enero de 2021