Hay expresiones, como interés general, que todo el mundo entiende o afirma entender y nadie sabe muy bien como definir. Cuando esto pasa conviene andarse con tiento, pues es muy probable que cada cual las interprete a su manera. En efecto, ¿qué es el interés general? ¿La voluntad de la mayoría expresada en las urnas? A veces, pero no necesariamente. ¿Aquello que procura el máximo desarrollo del Estado del Bienestar? Dependerá del precio. ¿El bien común? Es muy posible, pero entonces deberíamos precisar, antes que nada, qué entendemos por bien común. ¿Una entelequia? Difícilmente puede serlo si se repara en que la expresión aparece citada doce veces en la Constitución y hasta una decimotercera si incluimos en el recuento su forma de plural.
Sea como fuere, es ese uso jurídico el que alcanza a darnos, a mi modo de ver, la pauta interpretativa más fiable. Dicho en llano: en nuestra Carta Magna el interés general se presenta como un referente de ámbito superior al que agarrarse en determinados casos y, en especial, en casos de extrema necesidad. (Baste decir que se apela a él en el artículo 155.) O sea, al que agarrarse como a una suerte de marco encajado en el propio marco constitucional. Pues bien, así las cosas, yo no creo que exista hoy en día mejor forma de preservar el interés general en España que mediante la sustitución del actual gobierno de coalición. Ni mejor ni otra forma. Les pondré un simple ejemplo del porqué, a modo de recordatorio. Cuando un gobierno de coalición cuenta con una vicepresidenta primera capaz de asegurar que van a acabar la legislatura porque tienen que “culminar un trabajo que es bueno para la izquierda de este país”, y sus palabras no son rectificadas al punto por su correligionario y presidente de este mismo gobierno: cuando esto ocurre, es que el interés general ha sido barrido, si no del discurso gubernamental, sí del imaginario político en que este discurso se sustenta.
El actual Gobierno de España está integrado por dos formaciones de izquierda, PSOE y UP, que compiten en radicalismo ideológico. Pero el primero de esos partidos defiende un modelo económico más o menos homologable con el de otros gobiernos de Europa, lo que no sucede ni por asomo en el caso del segundo. Eso ha llevado a que algunos opinen que ese gobierno tendría solución si los socialistas encontraran un nuevo socio y pudieran prescindir de las huestes de Pablo Iglesias. Por supuesto, los números no cuadran. El único partido que juega a este juego, Ciudadanos, lo ha intentado no tanto para sustituir a UP como para limitar el alcance de las extensiones independentistas vascas y catalanas que apoyan en el Congreso al Ejecutivo. Sobra indicar que su intento terminó en fracaso, ante el ovillo que Iglesias tejió con ERC y Bildu y la tradicional salida del tablero del PNV, siempre a lo suyo. Pero ahí quedó el gesto.
El problema reside en el valor simbólico del mencionado gesto. Y es que participar en ese juego significa dar carta de naturaleza al PSOE como interlocutor y como hipotético socio de gobierno o de legislatura. Blanquear su radicalismo ideológico y su connivencia con el independentismo equivale a afirmar que existe ahí detrás otro PSOE del que echar mano en cuanto cambie la coyuntura. Y no. No existe. Rodríguez Zapatero empezó la limpia y Sánchez la ha completado a conciencia. No quedan más que las piezas de anticuario –los González, los Guerra–, a las que se permite salir de tarde en tarde a pasear. Ahora mandan los Ábalos y los Lastra en el partido. Y en el territorio mandan los Puig, Armengol, Iceta, Chivite, y a través de ellos, el nacionalismo, cuando no el independentismo. Y el resto de los presidentes autonómicos bastante tienen con no meter la pata como su correligionario Fernández Vara y sus considerandos de cebollino en la administración de las vacunas.
No existe, pues, otra solución para tratar de preservar el interés general recogido en nuestra Constitución –y para preservar, claro, la propia Constitución– que irnos preparando para las generales de 2023. O mucho me equivoco o no habrá cambios de color en el Gobierno, ni crisis suficientemente profundas que obliguen al presidente Sánchez a adelantar las elecciones. La tendencia demoscópica no es favorable a sus intereses, nada generales. Poco a poco, las tres fuerzas opositoras –Ciudadanos, PP y Vox– van asentándose en sus respectivas parcelas y ganando terreno en el pastel electoral. Y aunque se den escaramuzas entre ellas por un quítame allá ese candidato, y puesto que más allá del centro no hay nada aprovechable, no les va a quedar más remedio que entenderse dentro de dos larguísimos años. Así lo querrá entonces, no me cabe la menor duda, el interés general.
(VozPópuli, 21 de enero de 2021)