Según cuenta «El País», la Generalitat va a reformar la universidad pública. En Cataluña, por supuesto, pero ello no obsta para que muchas de las propuestas que ahora han trascendido puedan y merezcan ser aplicadas a España entera. Lo que la Generalitat se propone, para entendernos, es romper de una vez por todas el modelo participativo —otros lo llaman democrático— vigente. No me parece mal. Cuando algo no funciona —y, en este caso, la ineficacia está más que probada—, lo mejor es cambiarlo. Y a fondo. Cuanto más radical sea el cambio, más posibilidades habrá de que el nuevo modelo pueda sustraerse al contagio del anterior. En esta ocasión, todo indica que así va a ser. Apunten. Se acabaron las elecciones: los rectores y los decanos serán elegidos por un patronato de 15 miembros, la mitad designados por la Generalitat. Se reducirá el número de facultades. Las plazas de los funcionarios que se jubilen serán ocupadas por contratados laborales y asociados con renombre. Y la financiación, en fin, dependerá de los resultados, tanto en el ámbito docente como investigador. ¿Que todo esto supone politizar la universidad? No, por Dios. Todo esto, a poco que salga medianamente bien, supone despolitizarla. Desde hace cerca de cuatro décadas, la universidad es pasto de la política en sus formas más variadas. La penetración de los partidos y sindicatos a través del profesorado, el alumnado y el personal no docente no sólo ha sido constante, sino creciente. Y ello se ha reflejado por igual en los órganos de representación y en los mecanismos de contratación y promoción interna. Los chantajes de ciertos colectivos estudiantiles no han recibido casi nunca castigo. Los recintos han servido a cualquier actividad política so pretexto de que la universidad tenía que estar abierta a la sociedad. Pues no. Ya es hora de que la universidad cuelgue el cartel de «cerrado». Cerrado a todo cuanto no sea el culto al saber, que lo demás ya tiene, buenos o malos, sus propios cauces.

(ABC, 28 de julio de 2012)

La universidad del futuro

    28 de julio de 2012
La Sindicatura de Cuentas ha encontrado materia reprobable en el Consorcio para la Normalización Lingüística (CNL). Al parecer, la irregularidad consistió, entre otras minucias, en contratar a 103 trabajadores más de los previstos en el presupuesto de 2010 aprobado por el Parlamento catalán o, lo que es lo mismo, en gastar 4,4 millones más de los que el organismo —compuesto por la Generalitat, 95 ayuntamientos, 33 consejos comarcales y la Diputación de Gerona— tenía asignados a dicho capítulo. Por supuesto, que nuestras administraciones gasten más de lo que hay en caja no constituye ninguna novedad. Pero que lleguen al extremo de ampliar por las bravas la única de las partidas que en todo presupuesto público se considera inviolable, la de personal, ya resulta más noticioso. De todos modos, si en algún organismo podía suceder algo así, era, sin duda, en el CNL. Se trata, por así decirlo, de un cuerpo expansivo por naturaleza. Dotado de tres patas —profesores, correctores y los llamados dinamizadores, una suerte de «force de frappe» lingüística—, fue creado hace más de dos décadas con el fin de ir implantando el catalán, por grado o por fuerza, en el conjunto del territorio. Pero, en aquel entonces, con CIU en el poder, el presupuesto que la Generalitat destinaba al CNL resultaba bastante limitado, por lo que eran las demás administraciones consorciadas las paganas. De ahí la profusión de reglamentos lingüisticos en las entidades locales: si el catalán era la lengua de la casa, había que empezar a formar al funcionariado, a corregir y traducir la documentación y a llevar la buena nueva a todas partes. Y, claro, había que financiarlo. Pero, con la llegada de ERC al Gobierno, el dinero empezó a fluir sin límite ni control algunos. Se trataba de «normalizar» el país. Y de asegurar que todos los apóstoles de la causa tuvieran de qué comer. Tuvieron y me temo que siguen teniendo. No puede decirse lo mismo de los demás ciudadanos.

(ABC, 21 de julio de 2012)

El consorcio nacional

    21 de julio de 2012
Esquerra Republicana ha sido siempre un partido de frontera. No, no me refiero ahora a su capacidad de pactar con unos —convergentes— o con otros —socialistas y ecocomunistas— según quien dé más, como tan cristalinamente puso de manifiesto a finales de 2003 su secretario general de entonces —el del «yo me llamo Josep Lluís aquí y en la China Popular»— blandiendo una simple llave. Me refiero a su concepción de la patria como algo que va de Salses a Guardamar y de Fraga a Maó. Seguro que ustedes recuerdan la generosidad con que el partido, durante las pasadas legislaturas, fue regando de millones a las entidades culturales afines de Baleares, Comunidad Valenciana y Rosellón —amén de las de la propia Cataluña, claro está—, con el argumento de que la patria tiene lengua y hay que procurar por su crecimiento. Como tampoco habrán olvidado aquellas palabras de su líder Carod Rovira indicándole a ETA dónde debía matar y dónde no. O, por seguir con el interfecto, aquel viaje a Perpiñán para entrevistarse con los matarifes del pueblo vasco y ver de arreglar el asunto. En todos estos casos, el máximo responsable de ERC se movió siempre como Pepeluí por su casa, esto es, sin conciencia alguna de estar metiéndose en la del vecino. Por eso no creo que nadie deba sorprenderse lo más mínimo ante la detención del exconsejero de Gobernación de la Generalitat Jordi Ausàs, acusado de integrar una banda criminal dedicada a la importación ilegal de tabaco de Andorra. Ni de la reacción de su partido, que, al tiempo que expresaba su «consternación» ante la noticia, afirmaba que Ausàs es «una persona honesta y buena». Pues claro. Ese hombre, al igual que Carod en el pasado, ha actuado dentro de las fronteras mentales de ERC. ¿Cómo acusar de contrabando a alguien que ni siquiera tiene conciencia de que entre Cataluña y Andorra puede haber aduanas? A lo más, que lo acusen de enajenación, que es lo que suelen padecer quienes viven en nación ajena.

ABC, 14 de julio de 2012.

Las fronteras de ERC

    14 de julio de 2012
Homogeneizar y liberalizar. Armado de estos dos principios, el Gobierno que preside Mariano Rajoy pretende reformar la normativa que rige el horario de apertura de los comercios en España. Sí, en España, que es lo que le corresponde regular al Gobierno del Estado. Pero he aquí que, en todos estos años, cada Comunidad Autónoma ha ido desarrollando, en aplicación de las competencias que le han sido transferidas, unos horarios «ad hoc». Excepto la de Madrid, que ha optado por liberalizarlos, las demás se han plegado, en mayor o menor medida, a las exigencias del tendero. O sea, al conocido «aquí se abre las horas justas y nunca, válgame Dios, en las fiestas de guardar y de no guardar». En definitiva, como en el diecinueve. Cataluña, supuesto faro del progreso y la modernidad, es una de las Comunidades donde el tendero más ha sentado sus reales. Ya saben, el «botiguer». De ahí que la pretensión del Gobierno español, que incluye también la obligación de crear en Barcelona, en tanto que plaza turística, una zona libre de horarios, haya caído como una bomba entre los notables del comercio regional. «Es un ataque frontal a nuestro modelo comercial y social», ha dicho el presidente de la Confederación del Comercio de Cataluña. Para su homólogo en Pimec Comercio, que siempre ha temido, según confiesa, que el turismo acabe convirtiéndose en un «caballo de Troya» —¡el turismo, que es lo único que sigue creando trabajo en España!—, la propuesta gubernamental sólo tiene «base ideológica» —el liberalismo, supongo, que en Cataluña, a lo que se ve, sigue siendo pecado—. Y, mientras, los poderes públicos, que son quienes financian esas organizaciones, jaleándoles, claro.

Ignoro cómo va a acabar este asunto. Probablemente como tantos otros, pidiendo tanda en el Constitucional. Pero, puestos a echar mano del tropo, tal vez no estaría de más recordar que no hay otro caballo de Troya en este país que el bienintencionado Estado de las Autonomías.

ABC, 7 de julio de 2012.

El caballo de Troya

    7 de julio de 2012