“Buena tierra”, sentenció categórico hace unos días el maître de un restaurante manchego al saber que éramos de Mallorca. Sin duda. Buena tierra y buena gente, y no sólo en lo referido a Mallorca; también en lo tocante a las demás islas baleares. Y lástima de Gobierno autonómico y de cuantos se han formado en la esfera insular o municipal, en esta legislatura y en la anterior, a partir de la suma de socialistas, nacionalistas pancatalanistas y populistas de extrema izquierda. Tras más de siete años de gestión, los hechos hablan por sí solos. No me propongo, sin embargo, repasar en este artículo todo lo tristemente reseñable. No voy a adentrarme, por ejemplo, en la inexistencia de reformas. No las ha habido ni en el modelo territorial, ni en el turístico, ni en el industrial, ni en el medioambiental, pese a que los actuales gobernantes llevan décadas proclamando su perentoriedad; a lo sumo, unos cuantos parches y zurcidos de ocasión. Tampoco voy a extenderme sobre la doble moral que ha acompañado sus actuaciones: implacables con los adversarios políticos y los ciudadanos de a pie, comprensivos y protectores cuando el presunto culpable es uno de los suyos. Basta recordar el caso de las menores tuteladas, saldado sin dimisión o destitución alguna de los responsables –el único relevado del cargo fue compensado al punto con una consejería de rango superior–, o el más reciente del exdirector general del IB-Salud, marido de la actual consejera del Gobierno de Armengol, al que no le produjo conflicto ético ninguno el haber participado en el concurso de oposiciones que adjudicó una plaza de anestesista a una hija suya.

No, mi propósito es abordar la política del palo y la zanahoria que ha caracterizado y caracteriza a los gobiernos de Francina Armengol y demás ejecutivos asimilables. El palo es, por supuesto, su querencia por el intervencionismo, la hiperregulación del espacio público y el desprecio por los derechos de los ciudadanos y, en concreto, por el más sagrado, la libertad. Lo vimos cuando la pandemia. Decretos sin orden ni concierto que imponen medidas que días antes se consideraban improcedentes, declaraciones de la consejera del ramo echando la culpa a los profesionales de la Sanidad por haberse contagiado, la propia presidenta infringiendo el toque de queda que ella misma había decretado, etc. (Al respecto, les recomiendo vivamente la lectura de Cazando un virus a ciegas. Mallorca, ante la pandemia (Disset Edició, 2022), del periodista Javier Mato, un relato que responde con excelencia a lo que el título anuncia.) Del último estadio de ese proceso autoritario daba cuenta aquí mismo este domingo Marcos Ondarra. Me refiero a la creación por parte del ejecutivo balear de los agentes covid, funcionarios interinos que ejercerán de momento hasta fin de año en el ámbito municipal como agentes de la autoridad y cuya principal función será denunciar a aquellas personas que incumplan las ordenanzas dictadas. El premio a su entrega abnegada será la consideración de semejante labor como un mérito en futuros procesos de selección de personal interino de la policía local.

Otro campo en que el palo lleva años manifestándose es el lingüístico. En la enseñanza y en la vida común. Aquí el modelo es Cataluña. Inmersión lingüística en catalán obligatoria y sin respeto alguno por ese mísero 25% de enseñanza en castellano que prescriben los tribunales como mínimo que cumplir, combinada con la existencia de una Oficina de Drets Lingüístics, concebida para que el pancatalanista de turno disponga de un organismo al que dirigirse para denunciar al vecino –ya sea este tendero, policía, funcionario o lo que se tercie– por no haberle atendido en catalán. Les copio a continuación un extracto del portal de la propia Oficina referido a los derechos lingüísticos y que indica a las claras el espíritu que anima al organismo:

“Cuando hablamos de derechos lingüísticos hablamos, esencialmente, del bienestar de las personas a través del uso de la lengua. La posibilidad de ejercer los derechos lingüísticos se modula a partir del estatus jurídico de la lengua en un territorio determinado. Así, la declaración de oficialidad de una lengua supone, en principio, la máxima garantía del derecho de usarla. Ahora bien, en nuestro caso, el desequilibrio histórico entre la protección legal del castellano –lengua propia de una parte de España y oficial en todo el Estado– y el catalán –lengua propia y oficial, entre otros territorios, de las Islas Baleares– provoca que, a pesar del carácter oficial de las dos lenguas, todavía hoy los ciudadanos se encuentren a menudo con dificultades para ejercer el derecho de usar la lengua catalana en su vida cotidiana.”

De cuantas barbaridades contiene este fragmento, vamos a quedarnos, si les parece, con la que tal vez sea la más expresiva de la ideología que lo inspira: para el gobierno presidido por Francina Armengol, el castellano es la “lengua propia de una parte de España”.

Y queda la zanahoria. O sea, el premio. Ya hemos visto cuál era en el caso de los futuros agentes covid. Este es el rumbo. La creación de una red clientelar que jamás va a alzar la voz en contra del gobierno para no poner en riesgo su promoción futura o su simple sustento. Ha ocurrido con los maestros y profesores y los sindicatos que les amparan. También, al margen ya de la enseñanza, con las principales centrales sindicales. Los medios de comunicación en catalán, independentistas todos, son mantenidos con respiración asistida a base de suculentas subvenciones, y los que no usan el catalán reciben también su trozo de pastel por otras vías, siempre y cuando se porten bien. Por lo demás, no pocos periodistas significados por haber criticado a Armengol y los suyos en el pasado han sido contratados como asesores de las instituciones, con lo que su obediencia y su silencio están más que garantizados –y el pluralismo y el debate público, claro, seriamente dañados–. Y qué decir de tantas asociaciones, entidades y oenegés ideológicamente afines que sólo existen a través del dinero público que religiosamente reciben. En Baleares no hay presupuesto suficiente para atender a la dependencia de los que no pueden valerse por sí mismos, pero sí lo hay, en cambio, para ir ampliando el plantel de ciudadanos, funcionarios o no, que nunca pondrán en riesgo las prebendas de las que gozan.

Para que la buena tierra y la buena gente que conforman el archipiélago puedan seguir siéndolo en el futuro resulta indispensable que la próxima primavera nos traiga, una vez abiertas y escrutadas las urnas, unos gobiernos que nos libren de tanta podredumbre.

No sé si repararon a comienzos de mes en que el Consejo de Ministros había dado el visto bueno al Proyecto de ley de protección, derechos y bienestar de los animales. Será, cuando su aprobación en las Cortes le confiera rango de ley, la primera de este tipo para todo el territorio nacional. Bien está, sobra precisarlo, que exista un marco común en la lucha contra el maltrato y el abandono de los animales que viven en el entorno humano, y que los responsables de estos actos sean reprendidos y sancionados por igual en cualquier parte de España. Ocurre, sin embargo, que esta ley, al igual que la gran mayoría de las iniciativas legislativas de este Gobierno o de las fuerzas parlamentarias que le prestan su apoyo, es una ley de parte. Lejos de buscar el acuerdo más amplio posible con los distintos sectores afectados, el ministerio de Ione Belarra ha elaborado una norma decantada, partidista. No estamos, en realidad, ante una ley de protección animal, sino ante una ley de protección animalista. Y cuando un precepto de esta envergadura descansa más en el sufijo que en la propia raíz del término, como es el caso, mala señal.

Por otro lado, el texto se caracteriza en más de una ocasión por un antropomorfismo impropio –se habla, por ejemplo, de la dignidad de los animales–, al tiempo que se desdeñan las consideraciones científicas y técnicas de su cuidado. No es de extrañar que entre las voces que se han alzado en contra figuren las de los veterinarios. Tanto más cuanto que el proyecto de ley, en una de sus disposiciones adicionales, abre la puerta a la homologación y adquisición de titulaciones para las “personas responsables de las Entidades de Protección Animal y los/las profesionales que (…) trabajen con animales de compañía”, con lo que se las dota de capacidad de intervención y decisión en parcelas que hasta la fecha estaban reservadas a los profesionales especializados, o sea, a los veterinarios. Es difícil no ver en dicha medida un reflejo del progresivo deterioro del esfuerzo y el mérito como valores que preservar, perceptible ya en la voluntad de convertir las oposiciones en simples pasarelas, los títulos en meros trámites, y la adquisición y transmisión del conocimiento en una verdadera reliquia.

Y si, intrusismo aparte, se precisara más personal para ejercer las labores previstas en la ley, aún se entendería. Pero resulta que anteayer mismo este medio publicaba una información en la que se contraponía la falta de enfermeros al exceso de veterinarios. Las fuentes eran los sindicatos de cada uno de los gremios, y los datos en que se basaban, los de nuestro país en relación con el conjunto de los de la Unión. Tanto en el caso de los enfermeros como en el de los veterinarios, en España se está porcentualmente bastante por debajo y muy por encima, respectivamente, de la media europea. El cálculo se establece en función de la oferta de plazas universitarias: las que se ofrecen en España en comparación con la media resultante de las ofrecidas en el conjunto de la UE. Y sí, vistos los porcentajes, parece indiscutible que faltan enfermeros y sobran veterinarios. Es más, en el caso de estos últimos está a punto de abrirse una nueva Facultad, con lo que el desajuste no hará más que agudizarse.

La universidad española –suponiendo que tal concepto siga teniendo sentido y no haya pasado ya a mejor vida con el progresivo desmembramiento del Estado– necesita con urgencia –y debidamente adaptadas a su ámbito, claro– dos de las medidas previstas también en el proyecto de ley animalista. De una parte, una centralización efectiva, una ley que en verdad ordene la dispersión generada por el trasvase de competencias y, pues, de autoridad a los diecisiete reinos de taifas autonómicos. De otra, una suerte de esterilización, cuando no de eutanasia, que permita ajustar lo desajustado y acabar con la dispersión y los desequilibrios presentes. Y como de esto no se van a ocupar los que ahora gobiernan, es de esperar que los que vengan detrás sean, ante todo, de otro color y, luego, se pongan manos a la obra y no les tiemble el pulso. Lo mismo con los animales que con los humanos.

El título de este artículo, lector, es un título robado. Pertenece a una crónica de Julio Camba enviada desde Berlín y publicada en la primera de El Sol hace más de un siglo, cuando en las portadas de los periódicos dominaban aún la opinión y la crónica. Así, en esta de El Sol del 3 de junio de 1920, aparte de la crónica de Camba, había otra firmada por José María de Sagarra, también desde Berlín, y tres sueltos editoriales. El resto, apenas una quinta parte de la superficie, eran telegramas de agencia sobre los conflictos sociales de la época, debidamente ensartados.

Pero, como les decía, el título de este artículo no es mío, sino de Camba. Y si me lo apropio es porque, al igual que el texto que le sigue –centrado, como otros muchos, en los problemas de subsistencia derivados de la devaluación del marco como consecuencia de las reparaciones de guerra acordadas en el Tratado de Versalles–, resulta de lo más actual. Este arranque, por ejemplo: “¡Qué agradable debe ser para un buen patriota el ver que cuánto más se sacrifica por la patria, más dinero ingresa en su cuenta corriente! El periodismo y la política nos ofrecen numerosos ejemplos de hombres cuya fortuna ha ido aumentando a medida que aumentaba su patriotismo y que, al final, cuando hablaban de la patria pensaban en el talonario, y cuando pensaban en el talonario, hablaban de la patria. Como estos hombres, los comerciantes alemanes, si han ganado en los últimos años muchísimos miles de millones, lo han hecho de un modo tan patriótico que el pueblo, agradecido, debe erigirles un monumento, y si no lo hace, supongo que es porque el pobre se ha quedado sin una sola cucharilla que llevar a la fundición.”

Yo no sé ver en esta descripción sino un retrato afinadísimo de lo que ha sido el pujolismo. Desde su génesis, hace ya más de cuatro décadas. La patria y el talonario, el patriotismo del tanto por ciento. Y si me parece obligado recordarlo tal día como hoy es porque el pasado 25 de julio se cumplieron 8 años de la publicación de aquella carta en la que Jordi Pujol confesaba tener una fortuna oculta en Andorra desde el mismo año de su acceso a la Presidencia de la Generalidad, fruto supuestamente de una herencia que le habría dejado su padre, fundador de Banca Catalana, y cuyos beneficiarios debían ser su mujer, Marta Ferrusola, y los siete hijos del matrimonio. En la carta, una verdadera palinodia por su comportamiento a lo largo de 34 años, el expresidente de la Generalidad y principal abonador del estercolero independentista que desembocó en el intento de golpe Estado de 2017 pedía perdón “a tanta gente de buena voluntad” que podía sentirse defraudada. Él no quería, venía a decir. Cataluña era su máxima preocupación, lo que llenaba sus días y sus noches, y, claro, de lo que hacía o dejaba de hacer la familia no podía cuidarse. Aún hoy, con 92 años a cuestas y en espera de juicio junto a su mujer y sus hijos, sigue sosteniendo que lo ocurrido le duele más por la familia y por Cataluña que por él.

Lo cierto es que la instrucción judicial realizada hasta junio de 2020 ya destacaba que a lo largo de la investigación no se había “aportado elemento alguno que permita contrastar la veracidad” de la versión facilitada por Pujol en la carta, ni se había “suministrado explicación alguna razonable y contrastable” por parte de los miembros de la familia investigados; de ahí que propusiera juzgarlos por formación de organización criminal. En mayo de 2021, al tiempo que el juez de la Audiencia Nacional Santiago Pedraz decidía archivar la causa contra Marta Ferrusola por padecer demencia senil, la Fiscalía Anticorrupción pedía penas de 9 años para Jordi Pujol, 29 para su primogénito Jordi Pujol Ferrusola, 17 para su mujer, y entre 8 y 14 para el resto de los hijos por delitos de organización criminal o asociación ilícita, blanqueo de capitales, delito contra la Hacienda Pública y falsedad documental, amén de la pago de las pertinentes sanciones económicas. Al mes siguiente, la Abogacía del Estado hacía públicas sus conclusiones, en las que el expresidente quedaba exonerado de toda culpa, la cual recaía casi íntegramente en su hijo mayor y su mujer, con una petición de penas parecida a las solicitadas por Anticorrupción. En un auto fechado el 15 de junio de 2021, el juez Pedraz acordaba abrir juicio oral contra la familia y otras 11 personas –la mayoría empresarios afines al partido– acusadas de cooperación necesaria, y requería al primogénito el depósito de una fianza de 7,5 millones de euros y de 400.000 a su mujer. Desde entonces, ninguna noticia sobre la fecha en que ha de celebrarse el juicio.

Comprendo que la actualidad mande y que, por ejemplo, la confirmación por parte del Supremo de la condena de cárcel a Griñán por su responsabilidad en el caso de los ERE –el mayor caso de corrupción de un partido político, en lo que se refiere a la cantidad de dinero defraudada, de nuestra democracia– continúe llevándose los titulares. Sobre todo por las secuelas exculpatorias que ha generado en el ámbito gubernamental y en el propio PSOE; la última, la de Felipe González afirmando que “si pudiera designarlo hoy para formar parte de un Gobierno de España (…), lo volvería a hacer”. Pero no por ello deberíamos olvidar, en tanto el juicio no se celebre, el caso de la familia Pujol. Porque ese enriquecimiento inmoral y patriótico se ha hecho a costa del erario público y ha contribuido a la mayor quiebra convivencial habida, en lo que llevamos de democracia, entre catalanes y entre españoles. Confiemos, pues, en que no tarden mucho en llegar la verdad y la justicia.

El diputado de Ciudadanos en el Congreso Guillermo Díaz, orador talentoso y portavoz del “Equipo para la Refundación Liberal” engendrado por el Comité Ejecutivo del partido para cumplir con la promesa de su presidenta, Inés Arrimadas, al día siguiente de perder toda representación en el Parlamento de Andalucía; Guillermo Díaz, decía, ha declarado que están “dispuestos a crear unas nuevas siglas que aguanten”. Vayamos, pues, con el propósito expresado por el representante de los depositarios de la promesa.

Para empezar, quiero creer –es más, estoy convencido de ello– que en la expresión que hace al caso el verbo crear está usado en la acepción de ‘dar lugar a algo como consecuencia de una o varias acciones’ y no, por ejemplo, en la de ‘producir algo de la nada’. En otras palabras: lo que salga del experimento refundacional no puede sino tener como fondo de armario los principios que concurrieron en la fundación de Ciudadanos, más o menos remozados en los distintos idearios aprobados en las Asambleas del partido y adaptados, si acaso, a las necesidades políticas del momento. Parece que el próximo mes sabremos con algo más de precisión por dónde van a ir los tiros.

Lo de las “nuevas siglas que aguanten” tiene más tela. De entrada, se entiende que aquí las siglas están por el nombre. Lo que en realidad se plantea es un cambio de nombre y, de resultas de ello, un cambio de siglas. En un mundo como el presente, gobernado por la imagen y lo simbólico y en el que todo, o casi, es puro reclamo, las siglas, nos guste o no, han ido suplantando los nombres. Incluso ese Ciudadanos que todavía existe es más Cs que otra cosa.

Pero lo que en verdad me tiene intrigado es lo del aguante. ¿Qué son unas siglas que aguanten? ¿Qué es un nombre que aguante? Demos por bueno que estamos hablando de la resistencia en el tiempo y no en el espacio. Hasta que sea refundado, Ciudadanos habrá aguantado cerca de 17 años. Y si quieren tomar como referencia la publicación del manifiesto que llamaba a fundarlo, cerca de 18. No está nada mal tratándose de un partido político de nuevo cuño. Además, como recordó Arcadi Espada en una columna (“Que le pongan Clientes”, El Mundo, 21-7-2022), es difícil encontrar un nombre más apropiado para un partido que se definía de acuerdo con los derechos de ciudadanía –seriamente amenazados, entonces como ahora, por el nacionalismo imperante– que el que sugirió con manifiesto acierto –y perdón por la redundancia– una de las firmantes del manifiesto fundacional, Teresa Giménez. Si los principios no van a variar en lo esencial, ¿a qué viene privarse de un nombre que tan bien los encarna?

La culpa la tiene el desgaste de la marca, aducen los actuales gestores y a la vez gestantes de lo por venir. Como si Nokia, pongamos por caso, cuando su estrepitoso derrumbe de ventas de hace más de una década hubiera renunciado a la marca sustituyéndola por otra, a fin de salvar la cara de quienes habían gestionado de forma tan deplorable aquella crisis. No seré yo quien rompa una lanza por el futuro de Ciudadanos o el ersatz que se le adjudique en adelante. Pero, ya que hablamos de marcas, dudo que alguna empresa emprendiera una iniciativa de este tipo sin cambiar previamente el CEO y demás directivos.

Y aún hay más. Dícese que el partido en Cataluña es muy reticente al proceso –al de cambio de nombre, se entiende; lo otro se da por descontado–. Que apuestan por mantener el Ciudadanos y hasta el Ciutadans, como han hecho desde el nacimiento de la formación, por más que las siglas vayan a mudar en el resto de España. El hecho diferencial, vaya. Y no sólo dentro del propio partido. También como el PSC en relación con el PSOE. O como el viejo PSUC con respecto el PCE. O como En Comú Podem en relación con Unidas Podemos. Un partido aparte. Si así fuera, a Cs ya no se le podría reprochar, desde el propio nacionalismo, no ser un partido catalán. Aunque dudo mucho que esto pudiera calificarse de buena noticia.

Unas siglas que aguanten

    5 de agosto de 2022