Aun así, no era en el terreno espiritual donde había que dirimir el conflicto. Los sentimientos, mejor dejarlos a buen recaudo. De lo contrario, cualquier diálogo se vuelve imposible. Y no digamos ya cualquier acuerdo. «El sentimiento puro, y cuanto más hondo peor —escribía Gaziel en los albores de la dictablanda [1] —, es lo que con mayor fuerza separa a los hombres. El sentimiento es siempre una fuerza impolítica. Por esto la gran política ha sido siempre el cálculo de utilizar los sentimientos colectivos, no para encerrarse en ellos, sino para superarlos». En otras palabras, para superar el llamado problema catalán, no había que echar mano del corazón, sino de la razón, «de la buena lucidez del entendimiento». Y esa lucidez debía proyectarse sobre un terreno harto complejo, como era el caso de aquella España invertebrada a la que Gaziel no dudaba en calificar, ya por entonces, de «Balcanes de Occidente»: «Hemos de convencernos, de una vez para siempre, de que no nacimos en un paraíso, sino en algo así como los Balcanes de Occidente. No es de extrañar, por tanto, que nuestra tarea sea tan difícil en el orden político, porque es una de las más extraordinarias y complejas del mundo».
Lo fue, en efecto. Hasta tal punto que, seis años más tarde, en aquellos Balcanes de Occidente, lejos de vertebrarse nada, estallaban —como bien diría Jesús Izcaray en tiempos de la Transición— los volcanes. Pero, antes del estallido, aquella razón, aquella voluntad de concordia a la que apelaba Gaziel, había dado forma a un Estatuto, el primero con que contó Cataluña para gobernarse. El Estatuto de 1932 no era la panacea, ni satisfacía por entero a los nacionalistas catalanes —como no satisfacía, claro está, al nacionalismo español [2]— , pero era, con todo, un instrumento para construir una Cataluña y una España distintas a las conocidas hasta entonces. Pongamos que se trataba de una forma prometedora de encauzar un futuro mucho más armonioso que aquel pasado del que venían los españoles y, entre ellos, los catalanes.
Por desgracia —y, en particular, para desgracia de Gaziel y de la inmensa mayoría de los catalanes—, los primeros en traicionar esa voluntad de concordia que reclamaba el periodista no fueron los nacionalistas españoles, sino los propios nacionalistas catalanes. El fracasado intento de golpe de Estado del 6 de octubre de 1934, que concluyó con unos cuantos muertos y con prácticamente todo el Gobierno de la Generalitat en prisión —el resto había huido—, constituyó el más claro triunfo del sentimiento sobre la razón, de la locura sobre el sentido común, del extremismo sobre la moderación [3]. Así las cosas, lo que vino después, aun cuando tuviera sus instigadores y sus responsables directos y derivara en una tragedia tan horripilante como traumática —casi tres años de cruenta guerra civil, seguidos de tres largas décadas de dictadura—, resulta difícilmente disociable de lo anterior. No pretendo afirmar con ello, claro está, que el llamado problema catalán fuera el único desencadenante de la tragedia española. Pero no hay duda de que el precedente revolucionario de 1934 lo había convertido en uno de los factores principales de la sublevación militar. De ahí que, en justa correspondencia, una de las obsesiones del bando vencedor consistiera en tratar de eliminar, por la brava, el problema. No hace falta añadir que, a pesar de los medios empleados y del empeño puesto en la tarea, el régimen franquista no se salió con la suya. Ya lo había advertido Gaziel: a golpe de sentimiento, no se va a ninguna parte —como no sea, por supuesto, a unos nuevos Balcanes—.
Es más, ese viejo empeño del franquismo provocó que nuestra transición política no sólo estuviera marcada, en gran medida, por la necesidad de dar solución al problema catalán, sino también por la voluntad de reparar, en lo posible, el daño causado en este terreno por la guerra y la dictadura. En otras palabras: no sólo influyó en ella, entre otros propósitos, el de encajar de una vez por todas a Cataluña en España, sino también el de hacerlo con una generosidad que excedía lo estrictamente necesario. ¿Un sentimiento de culpa por parte del Estado, aunque el Estado, en puridad, ya no fuera el mismo? Es posible. En todo caso, ello trajo consigo que, en el bienio 1978-1979, la Constitución primero y el Estatuto después dejaran establecido un marco competencial que nada tenía que envidiar, en lo tocante al grado de autonomía, al de los tiempos de la Segunda República, único precedente al que podían agarrarse por entonces nuestros constituyentes [4]. La cuenta, pues, estaba saldada. O eso parecía, al menos.
Y es que ya en los primeros compases de la Autonomía, mientras iban concretándose los traspasos y también algunos ajustes —como, por ejemplo, la tan controvertida LOAPA [5]—, se vio que aquello no estaba cerrado. Es más, que difícilmente iba a poder cerrarse algún día. Convergència i Unió —al igual que el Partido Nacionalista Vasco— era la viva encarnación de un nacionalismo exclusivista, irredento y pragmático. Exclusivista en la medida en que, para CIU, no había en Cataluña otro nacionalismo posible que el representado por el propio partido, hasta el extremo de que la idea misma de Cataluña resultaba indisociable de la figura de su fundador y máximo líder —del verdadero conductor del movimiento, en suma—, Jordi Pujol [6]. Irredento porque, según iban pasando los años, las reivindicaciones, lejos de declinar, fueron aumentando. Sobre todo, en lo referente al incremento de la capacidad normativa de la Comunidad Autónoma sobre determinados impuestos. Y pragmático, porque ese tira y afloja con el Gobierno de España no rebasaba nunca los límites tácitamente establecidos. De ahí que el propio Pujol alardeara en más de una ocasión de su sentido de Estado —esto es, del de su partido y, en fin, del de la Cataluña por él encarnada—. Y de ahí también que en círculos políticos de la capital no tuvieran empacho ninguno en concederle el calificativo de «estadista» y que incluso algún medio de comunicación llegara a reconocerle, en su momento, con el distintivo de «español del año» [7].
Como es natural, aunque CIU se otorgara en exclusiva la representación de la Cataluña autonómica, en esta Comunidad había —y sigue habiendo, por suerte— otras fuerzas políticas y, entre ellas, el Partit dels Socialistes de Catalunya (PSC-PSOE). Ese partido, el de los socialistas catalanes, era el principal partido de la oposición. Lo cual le convertía, a un tiempo, en la principal víctima de la hegemonía convergente y de su exclusivismo. Bien mirado, 23 años son muchos años. Casi un cuarto de siglo. Y un cuarto de siglo reclamando un lugar al sol, al sol de la política autonómica, desgasta a cualquiera. Es verdad que los socialistas catalanes tenían con qué consolarse. Si en las autonómicas eran barridos, en las municipales se tomaban siempre cumplida venganza. Sobre todo en Barcelona y en su cinturón industrial. Y no sólo en las municipales; las generales también eran suyas. Pero, aun así, cuando se trataba de Cataluña y de sus asuntos, no había nada que hacer.
Por otra parte, no les dolía tanto la derrota como el ninguneo. El ninguneo de su condición de catalanes. Por más que el PSC fuera un partido soberano, su filiación con el PSOE se les afeaba a cada paso. El razonamiento de Pujol y de sus huestes era de lo más elemental. Tan elemental como efectivo: «¿Cómo van a defender los intereses de Cataluña en Madrid [porque era en la capital del Estado, claro está, donde había que partirse la cara por Cataluña], si dependen de Madrid?» Y así durante cerca de un cuarto de siglo. Bien es cierto que la política de los socialistas catalanes no fue nunca, en el terreno autonómico, de franca oposición —de franca oposición al nacionalismo, se entiende—. Fue, en todo caso, siguiendo el clásico antagonismo entre derecha e izquierda, de oposición al supuesto derechismo convergente. Y nada más. En el fondo, lo que los socialistas deseaban entonces —y cuando digo los socialistas me estoy refiriendo, sobre todo, a los dirigentes y cuadros del partido— era que les admitieran. Que les admitieran en la familia. O, por decirlo con sus propias palabras, lo que deseaban era envolverse en la bandera. Medio inclinados a la izquierda, si se quiere, pero en la bandera. En la misma en la que se envolvía Jordi Pujol de la mañana a la noche desde que se dedicaba a la política [8].
La consecuencia de semejante estrategia fue, por descontado, el largo reinado de Pujol. O, lo que es lo mismo, el largo ayuno socialista. Aceptar de buenas a primeras y sin rechistar las reglas del juego que el propio líder convergente había impuesto no era ciertamente la mejor manera de disputarle el cetro. Pero sí era la mejor manera de irse curtiendo para tratar de alcanzar el gobierno cuando él lo dejara. Ese día llegó, por fin, con las elecciones de 2003. Es verdad, y sería injusto no consignarlo aquí, que en los anteriores comicios estuvieron en un tris de derrotarle [9]. Por entonces, al lógico desgaste de Pujol tras casi dos décadas de ejercicio en solitario del poder se unía la aparición, en el bando socialista, de un nuevo candidato, Pasqual Maragall. Maragall no era como Raimon Obiols. No sólo se había erigido, durante estas mismas décadas, en el máximo representante del contrapoder municipal —la célebre imagen de la plaza San Jaime, con Ayuntamiento y Generalitat frente a frente— y en un verdadero incordio para Pujol, sino que, encima, no le gustaba perder. Tanto es así, que después de aquellas autonómicas, y en vista de que la lista por él encabezada había sacado más votos que la de CIU —aunque, eso sí, menos escaños—, anduvo repitiendo incansablemente, a quien quisiera oírle, que el ganador era él. Hasta que alguien le hizo caer en la cuenta de que el sistema electoral vigente tomaba en consideración los votos, sí, pero únicamente en primera instancia. Que lo decisivo, en definitiva, lo que acababa conformando mayorías y minorías, eran los escaños y su libre asociación parlamentaria.
Sea como fuere, de ese primer envite autonómico Maragall sacó una enseñanza. Para alcanzar la Generalitat, no iba a bastarle con el despliegue de un discurso más o menos socialdemócrata avalado por su gestión como alcalde de una ciudad olímpica. O abrazaba decididamente la bandera o —incluso en el mejor de los casos— no lograría despegarse lo suficiente de quien estaba llamado a ser su próximo rival electoral, Artur Mas. Y, a medida que se iba acercando la cita de 2003, empezó a referirse a la necesidad de reformar el Estatuto de Autonomía de Sau. Es verdad que la idea no era original. Josep-Lluís Carod-Rovira, el líder d’ERC, lo llevaba diciendo mucho tiempo. Y hasta Mas, en su afán por marcar territorio y no perder comba, se había apuntado ya a la propuesta. Pero lo original, lo novedoso cuando menos, era que lo dijera Maragall. O sea, el candidato socialista. O sea, un candidato que, por entonces, no estaba considerado dentro del partido como un representante del sector encabezado por los Obiols, Sobrequés, Castells y compañía —la llamada alma catalanista—, sino como una suerte de tercera vía entre este sector y el de los Montilla, Corbacho, Zaragoza y demás capitanes del aparato —la llamada alma españolista—.
Aquí estuvo, sin duda, el verdadero punto de inflexión en la historia de la Cataluña contemporánea. El partido socialista, con Maragall a la cabeza, se proponía alcanzar el poder recurriendo a las mismas armas de las que se había servido Pujol desde el inicio de los tiempos autonómicos. Esto es, recurriendo a la identidad —aunque esa identidad se confundiera, casi por completo, con el bolsillo—. Luego, una vez prendida la mecha, bastó con mantener la llama viva. Como en la campaña aquella de 2003, en la que todas las fuerzas políticas catalanas, excepto el PP, rivalizaron en soberanismo. Es verdad que, al tratarse de una campaña electoral, donde suelen predominar los gritos y los aspavientos, nadie se lo tomó demasiado en serio. Pero después vinieron los resultados. Y las inacabables rondas de contactos. Y el ominoso pacto del Tinell. Y los días, semanas, meses y años en que no se habló de otra cosa en Cataluña y en gran parte de España —cuando menos en el terreno político—. Uno se desayunaba con el Estatuto y así seguía hasta la noche. El llamado problema catalán había adquirido de pronto unas dimensiones insospechadas. Ya era un problema enteramente hispánico. Pero no a la manera de Gaziel, no como algo que la razón y el sentido común debían por fuerza encauzar, sino a las malas, con la pasión desbocada y el patriotismo por montera. En un abrir y cerrar de ojos, se había hecho tábula rasa de cuanto habían andado los españoles, en buena armonía, desde la época de la Transición. Y aparecieron las primeras grietas en la estructura misma del Estado. Los agravios comparativos, claro. Aquellos equilibrios de antaño, tan sabios y costosos, habían dado paso a una loca carrera entre Comunidades Autónomas —o entre sus respectivos gobiernos— a ver quién se llevaba más dinero de la caja común. Y todo ello auspiciado —no podía ser de otro modo, vista la magnitud del fenómeno— por el mismísimo presidente del Gobierno de España, José Luis Rodríguez Zapatero, que había bendecido, en plena campaña de las autonómicas del 2003, el futuro Estatuto, saliera como saliera del Parlamento catalán.
En total fueron siete años. Mejor dicho: han sido, puesto que su vencimiento es reciente. De 2003 a 2010. Del pacto del Tinell a las últimas elecciones autonómicas, las del 28 de noviembre, las del gran fracaso socialista. Porque, si bien los resultados electorales admiten otras muchas lecturas, esta es, sin duda, la más decisiva. Lo indican los números. Nunca el PSC había cosechado tan pocos votos en unas elecciones. Los 570.361 sufragios del 28-N se hallan incluso por debajo de los logrados en las primeras autonómicas, las de 1980 [10]. El peor resultado de la historia, pues. Con todo, acaso lo más significativo sea observar las distintas paradas electorales del trayecto. Bastará con las del último septenio. Es decir, con el periodo en que los socialistas catalanes, capitaneados primero por Maragall y luego por Montilla, han disfrutado del ejercicio del poder. En 2003, 1.031.454 votos (un 31,16%). En 2006, 796.173 (un 26,82%). Y en 2010 —recordémoslo—, 570.361 (un 18,32%) [11]. En siete años, una fuga de 461.093 votos, esto es, de casi la mitad del capital. A simple vista, y dado que la candidatura, en 2006 y 2010, estaba encabezada por José Montilla, uno siente la tentación de atribuir al todavía secretario general del partido la principal responsabilidad en el hundimiento de la nave. La tiene, sin duda alguna, y bien está atribuírsela. Aun así, ello no debería hacernos olvidar la de su predecesor. Al fin y al cabo, en 2006 el PSC recoge sobre todo los frutos de la gestión de Maragall [12]. Y esos frutos se concretan en la pérdida de 235.281 votos y en un descenso del 4,34%. Es verdad que ese descenso será todavía más pronunciado en 2010 [13], pero ello no impide adjudicar a cada César lo que, en justicia, le corresponde.
Sea como fuere, y más allá de los nombres, la debacle socialista no tiene otro culpable, en el fondo, que el propio proceso de reforma del Estatuto. El envite que les permitió auparse al poder —y, con ellos, al resto de la izquierda— ha terminado por dejarlos fuera de juego [14]. Han jugado a ser nacionalistas, a serlo incluso más que nadie, y gran parte de sus votantes tradicionales les han vuelto la espalda. Unos se han refugiado en la abstención o el voto nulo, y otros han optado por apoyar a otras fuerzas políticas. De izquierda —ICV— o centroizquierda —Ciutadans—, pero también de centroderecha —CIU o PP— [15]. Así se deduce, al menos, de las migraciones de voto observadas en muchas poblaciones catalanas, y especialmente en las del cinturón barcelonés, donde el socialismo ha tenido siempre su granero. En este sentido, no parece que la larguísima campaña electoral diseñada por los estrategas del partido, en la que Montilla fue renegando, día a día, de su propia obra de gobierno y, muy en particular, de la deriva identitaria [16] —por no hablar, claro está, del tropel de ocurrencias audiovisuales—, haya contribuido en modo alguno a enderezar el resultado. Al contrario. Y es que difícilmente va a arreglarse en tres meses, a base de palabrería, lo realizado en siete años de despropósitos.
Con todo, no ha sido este el único factor condicionante de la hecatombe socialista. La gestión del Gobierno, lo mismo con Montilla que con Maragall, ha dejado mucho que desear. De puertas afuera, por la inacción inherente al proceso de reforma del Estatuto y, una vez aprobado este, por el despliegue de una ristra de leyes sobre las que pende, desde comienzos del pasado verano, la tan temida y anhelada sentencia del Constitucional. De puertas adentro, por los constantes desencuentros entre los socios de la coalición, ventilados, por lo general, a los cuatro vientos [17]. Y todo ello, claro, iluminado por el contraste con los asuntos que realmente preocupan a la gente y cuya resolución no admite demora. Empezando por el desempleo y por la crisis económica. Es verdad que, en este punto, el tripartito lo tenía crudo, por cuanto su filiación ideológica —o al menos la del partido mayoritario— le hacía inevitablemente cómplice de las políticas llevadas a cabo por el Gobierno de España. O no llevadas a cabo, para ser precisos. Aun así, cuesta imaginar que las tres fuerzas integrantes del Gobierno de la Generalitat hubiesen podido aplicar, en otro contexto, medidas tendentes a afrontar la crisis y el drama del empleo. Aparte de gastar, y de hacerlo más allá de todo límite razonable [18], no se han caracterizado en estos años por casi nada más.
De ahí que la incontestable victoria de CIU en los pasados comicios autonómicos no deba atribuirse principalmente a una eficaz labor opositora. Nada más lejos de la realidad. El triunfo de la federación nacionalista es directamente tributario de los errores ajenos. De no ser por el rotundo fracaso del tripartito, difícilmente habría logrado lo que ha logrado. En el fondo, en ese retorno de Convergència i Unió al poder subyace un deseo bastante generalizado, por parte de la sociedad catalana, de volver al orden. Después de una etapa convulsa, llena de sobresaltos y enfrentamientos, los ciudadanos de Cataluña han apostado mayoritariamente por lo seguro, por lo conocido. Y, en Cataluña, lo seguro y lo conocido es CIU. 23 años de gobiernos consecutivos de Jordi Pujol pesan lo suyo. Y, aunque Artur Mas no sea Pujol, es evidente que el apoyo recibido tiene mucho que ver con esa confianza. Por eso la cosecha convergente ha sido, en cuanto a la procedencia de los votos, tan variopinta. Todo indica que CIU ha funcionado para muchos como una franquicia. Alguien a quien prestar por un tiempo la voluntad para ver si es capaz de arreglar lo que los otros no sólo no han arreglado, sino que encima han contribuido a empeorar.
Lo cual no excluye, por supuesto, que en los comicios catalanes se haya votado, quién sabe si por primera vez en la historia, en clave española. O incluso europea. El paso de un gobierno de izquierda a uno de centroderecha se corresponde con una tendencia muy visible ya en el resto de España [19] y muy asentada en buena parte de Europa. De hecho, los propios resultados del Partido Popular en Cataluña [20] son también un reflejo de ese cambio de ciclo. Dentro de unos meses, las elecciones municipales y autonómicas servirán, entre otras muchas cosas, para confirmar, a escala española, su verdadero alcance.
Por lo demás, el nuevo panorama político abierto el pasado noviembre en Cataluña plantea no pocos interrogantes de cara al futuro. Tal vez los más trascendentes sean los que afectan al PSC. ¿Cómo va a salir del pozo? ¿Sin fisuras, o partido en dos? Y si no hay escisión, ¿cuál de las dos almas se impondrá? ¿La catalanista? ¿La españolista? ¿Comportará el enorme revés sufrido un relevo generacional en la dirección del partido? Y luego está el tiempo que vaya a transcurrir. En efecto, ese purgatorio al que lo han condenado los ciudadanos, ¿cuánto va a durar? ¿Una legislatura? ¿Varias? Y, en fin, ¿será capaz el PSC de remontar algo el vuelo antes de las próximas generales, para tratar de ayudar, poco o mucho, al proyecto socialista en toda España?
Siguiendo con las preguntas, habrá que ver asimismo qué pasa con el independentismo, cuyos apoyos electorales no han respondido en modo alguno a las expectativas creadas por los sondeos del pasado verano. ¿Resurgirá ERC? ¿Persistirá Carod-Rovira en sus deseos de construir una santa alianza de izquierda y nacionalista? ¿En qué medida la aparición de Laporta y sus muchachos va a convertir el Parlamento catalán en un circo? Y, aún: ¿hasta qué punto el sector soberanista de Convergència, tan cardinal en la estructura misma del partido y tan próximo a su máximo líder, va a influir en la política de la federación? ¿Insistirá Artur Mas en la reclamación de un concierto para Cataluña, o no le va a quedar más remedio, dada la coyuntura económica, que apañarse con lo que tiene e intentar gestionarlo mucho mejor que sus predecesores?
Por supuesto, no acaban aquí los interrogantes, aunque estos son, qué duda cabe, los más decisivos [21]. De la forma como terminen resolviéndose podrá inferirse, en último término, el camino que va a tomar Cataluña y también, en parte, España. El desgaste ocasionado por estos siete años de gobiernos tripartitos no hay política que lo subsane. Cuando menos a corto plazo. No se trata de unas simples ronchas; se trata de algo mucho más profundo, de algo que atañe a la estructura misma del Estado, a las relaciones entre conciudadanos, a las querencias, a los odios, y lo mismo en Cataluña que en el conjunto de España. El proceso iniciado a comienzos de la pasada década con la reforma del Estatuto catalán ha causado un daño enorme. Algunos, como los socialistas catalanes, ya han pagado por ello —aunque no sólo por ello, claro—. Otros pagarán muy pronto. Pero este es, al cabo, un triste consuelo. Aquello que tanto preocupaba a Gaziel hace 80 años, el llamado problema catalán, sigue presente. Como una suerte de mutante. En estos últimos años los españoles hemos echado por tierra todo el trabajo de la Transición. Unos más que otros, ciertamente; pero, para el caso, es lo mismo.
Por no hablar del espíritu, tan maleado.
[1]«Castilla y Cataluña. Los precursores», La Vanguardia, 21 de marzo de 1930.
[2]Su gestación fue ardua y trabajosa. Por más que el conocido como Estatuto de Núria hubiera sido redactado por una comisión de diputados catalanes al poco de proclamarse la Segunda República y aprobado en referéndum por los ciudadanos de Cataluña el 2 de agosto de 1931, en su tramitación parlamentaria hubo que dar prioridad, como es lógico, a la elaboración de la Constitución republicana. Luego, una vez aprobada esta el 9 de diciembre de 1931, hubo que ir adaptando el texto de aquel Estatuto primigenio al nuevo marco constitucional, o sea, rebajándolo considerablemente en sus pretensiones. Por fin, el 9 de septiembre de 1932 las Cortes republicanas aprobaron el articulado definitivo.
Sobra decir que, aun así, cualquier comparación que se establezca entre, por un lado, este proceso y, por otro, el que resulta de los siete años de gestación, aprobación en referéndum y anuncio largamente esperado del dictamen de (in)constitucionalidad del actual Estatuto de Autonomía de Cataluña estará fuera de lugar. Ojalá nuestras cuitas hubieran sido como aquellas.
[3]El abogado Amadeu Hurtado, que trabajó, de forma consecutiva, para los presidentes Macià y Companys como consejero privado, refiere en sus diarios lo que le dijo este último el 8 de junio de 1934, ante la posibilidad de que el Tribunal de Garantías declarara inconstitucionales algunos artículos de la Ley de Contratos de Cultivo —traduzco del original catalán—: «Ha llegado la hora de dar la batalla y de hacer la revolución. Es posible que Cataluña pierda y que algunos de nosotros dejemos en ello la vida; pero perdiendo, Cataluña gana, porque necesita a sus mártires que mañana le asegurarán la victoria definitiva» (Amadeu Hurtado, Abans del sis d’octubre (un dietari), Quaderns Crema, 2008, p. 59).
[4]Un par de ejemplos, relacionados con la lengua y con sus derivaciones en el campo de la enseñanza, bastará para cerciorarse de ello. Así como la Constitución de 1931 establecía, por una parte, que a nadie se le podría exigir «el conocimiento ni el uso de ninguna lengua regional» (art. 4) y, por otra, que el Estado podría «mantener o crear [en las regiones autónomas] instituciones docentes de todos los grados en el idioma oficial de la República» (art. 50), la de 1978 no decía nada al respecto.
Y en lo tocante al Estatuto, así como el de Núria, en 1932, se limitaba a consignar que «el idioma catalán es, como el castellano, idioma oficial a Cataluña» (art. 2), el de Sau, en 1979, además de estipular que «el idioma catalán es el oficial de Cataluña, así como también lo es el castellano, oficial en todo el Estado español» (art. 3), añadía en el mismo artículo que «la lengua propia de Cataluña es el catalán».
[5]Los nacionalismos vasco y catalán repitieron hasta la saciedad que la LOAPA, aprobada por las Cortes a mediados de 1982, era una suerte de corolario del intento de golpe de Estado del 23 de febrero de 1981. En realidad, no fue así. Tal y como recordó por escrito Leopoldo Calvo-Sotelo (Memoria viva de la transición, Plaza y Janés, 1990), el proyecto de armonización del sistema autonómico formaba ya parte de su discurso de investidura como presidente del Gobierno, leído días antes de la intentona militar.
Con todo, la ley tuvo un recorrido ciertamente corto. Una vez aprobada, los nacionalismos vasco y catalán, al igual que los gobiernos del País Vasco y de Cataluña, apelaron al Tribunal Constitucional, que acabó dándoles, al cabo de un año, si no la razón entera, sí gran parte de ella. La pretensión de fijar un texto competencial único para todas las comunidades autónomas y de negar, en consecuencia, el carácter singular de las llamadas nacionalidades con respecto a las llamadas regiones y, por tanto, los privilegios que semejante singularidad llevaba aparejados, fue rechazada por el Alto Tribunal en la medida en que entraba en contradicción, a su juicio, con el Título VIII de la Constitución.
[6]A lo que sin duda contribuyeron, claro está, las repetidas victorias del partido en las sucesivas elecciones autonómicas, seis en total y tres de ellas —en 1984, 1988 y 1992— por mayoría absoluta. O, lo que es lo mismo, los 23 años consecutivos de gobiernos de Jordi Pujol.
[7]Este fue el caso del diario Abc en 1985, que le nombró «Español del año 1984».
[8]Así lo reconoció el propio Pasqual Maragall, a comienzos de julio de 2005, en un encuentro celebrado en el Palacio de la Generalitat con algunos de los firmantes del manifiesto «Por la creación de un nuevo partido político en Cataluña», entre los que me encontraba.
[9]En las elecciones autonómicas de 1999, las últimas a las que Pujol concurrió como candidato, CIU obtuvo 56 diputados, mientras que el PSC y sus aliados ecosocialistas sumaron 55. Como ERC, por su parte, logró 12, las fuerzas de izquierda quedaron a un solo escaño de la mayoría absoluta de la Cámara, fijada en 68.
[10]En aquel entonces fueron 606.717. Téngase en cuenta, no obstante, que en 1980 podían votar 798.110 ciudadanos menos que ahora. O, si lo prefieren, que los votos de 1980 supusieron el 22,43% del censo electoral, mientras que los de 2010 han supuesto tan sólo el 18,32%.
[11]Al redactar este artículo, estos últimos resultados, como todos los correspondientes a 2010, son todavía provisionales.
[12]Por más que Montilla fuera el cabeza de cartel, su propulsión como candidato a la Presidencia de la Generalitat se había producido meses antes, a instancias del presidente Rodríguez Zapatero y tras el fiasco del referéndum estatutario —un triste 48,85% de participación y sólo un 35,8% de síes con respecto al conjunto del censo electoral— y la consiguiente dimisión de Maragall.
[13]De un 8,5%, casi el doble. No ocurre lo mismo con la pérdida de votos, que es incluso algo inferior a la de 2006 con respecto a 2003: 225.812. Esos datos aparentemente contradictorios se explican por la diferencia en el porcentaje de participación entre unos y otros comicios: un 56,4% en 2006 frente a un 59,95% en 2010.
[14]Lo mismo puede decirse de ERC, que ha perdido 198.309 votos, esto es, casi la mitad de lo obtenido en 2006. Aunque aquí las razones, como veremos enseguida, son de otra naturaleza.
[15]En lo que respecta a ICV-EUIA y Ciutadans esos corrimientos se produjeron ya en 2006.
[16]Resultaría ciertamente muy laborioso determinar cuál de las dos legislaturas presentó, en este aspecto, una deriva mayor. Aun así, en lo tocante a la figura del presidente de la Generalitat, y pese a algunas aportaciones gloriosas de Maragall —como, por ejemplo, aquella lengua catalana convertida en Guadalajara (Méjico) en «el ADN de los catalanes»—, no hay duda de que Montilla se llevó la palma. Es lo que tiene la necesidad de hacerse perdonar los orígenes. La cruz del converso, en una palabra. Desde sus propósitos iniciales de aprender el idioma de adopción —frustrados, sobra añadirlo— hasta sus reiteradas profesiones de fe nacionalista, la trayectoria de José Montilla como presidente autonómico ha estado siempre marcada por la sobreactuación. Y si con algo anda reñida la sobreactuación es con la credibilidad.
[17]Del precio pagado por ERC ya hemos dicho algo anteriormente. Añadamos, si acaso, que la creación de dos fuerzas directamente competidoras, como el Reagrupament de Joan Carretero o la Solidaritat Catalana per la Independència de Joan Laporta, ha restado no pocos apoyos al partido. Así como los enfrentamientos y las divisiones internas, saldadas con la cuasi defenestración de Josep-Lluís Carod-Rovira y sus acólitos. En resumidas cuentas, todo ello explica por qué el 14,03% obtenido en 2006 se ha convertido, en esta ocasión, en un escuálido 7%.
En cuanto a ICV-EUIA, lo cierto es que no puede hablarse aquí de batacazo, aunque sí de descenso notable. De los 282.693 votos de 2006 (un 9,52%) a los 229.985 actuales (un 7,39%). Si bien se mira, lo mismo en un caso que en otro el electorado parece haber castigado —con saña diversa, eso sí— a los representantes del tripartito más próximos, por sus métodos y sus creencias, al mundo de los antisistema.
[18]Cataluña posee el dudoso honor de ser la Comunidad Autónoma más endeudada. Recuérdese, en este sentido, que la delicada situación financiera de las arcas públicas llevó a la Generalitat a emitir, un mes antes de las elecciones, unos «bonos patrióticos».
[19]Así lo demuestran, y de forma creciente, todos los sondeos de anticipación electoral.
[20]El máximo número de escaños de toda su historia (18), aunque el excelente resultado de Alicia Sánchez Camacho (384.019 sufragios, un 12,33%) se vea todavía superado, en voto real, por el obtenido en 2003 por Josep Piqué (393.499, un 11,89%) y, en voto real y en porcentaje, por el logrado en 1995 por la candidatura encabezada por Aleix Vidal-Quadras (421.752, un 13,08%).
[21]Entre los que podrían añadirse está el de saber si una fuerza como el PP va a seguir creciendo y si una como Ciutadans, después de consolidarse en el Parlamento autonómico, va a hacer lo propio. Al fin y al cabo, y a expensas del rumbo que acabe tomando el PSC, unos y otros representan hoy por hoy en Cataluña el único voto no catalanista —esto es, no nacionalista en ningún grado—.
Cuadernos de Pensamiento Político, núm. 29, enero/marzo 2011.