1. Aunque sólo sea por atender al orden cronológico, lo primero que merece la pena destacar de las recientes elecciones autonómicas catalanas es la conjunción entre los sondeos y los propios resultados. Excepto la encuesta realizada por el CIS —que vaticinaba, recordémoslo, un mismo número de escaños para Convergència i Unió y para el conjunto de las fuerzas integrantes del tripartito—, todas las demás tuvieron la virtud de acertar en el vuelco electoral, esto es, en el cambio de sentido del voto. De una mayoría en manos del tripartito a una casi mayoría para CIU. Ahora bien, a pesar de esa coincidencia general entre pronósticos y resultados, el dictamen de las urnas no fue acogido con la lógica reacción del que ya sabe lo que van a traerle los Reyes Magos, sino con una verdadera sacudida. Algo había ocurrido, en efecto, que, aunque anunciado, superaba cuantas expectativas pudieran tener unos y otros. Para entendernos: los ciudadanos no sólo habían legitimado con su voto la previsible alternancia; habían ido más allá. Y lo que en unas formaciones políticas había sido un estremecimiento de gozo más o menos controlado, en otras se había concretado, la misma noche electoral, en una tiritera de órdago. Tiritera que, semanas más tarde, estaba lejos de haber remitido.

2. Cualquier aproximación a la realidad electoral catalana —como a la vasca o a la gallega, por otra parte— requiere que nos movamos necesariamente sobre dos ejes ideológicos: por un lado, el clásico y general en el resto de España, o sea, el que bascula entre derecha e izquierda, y, por otro, el identitario, esto es, el que separa a los nacionalistas de los que no lo son. Pero este análisis, en el caso catalán —y en menor medida en el vasco y en el gallego—, plantea siempre, en relación con el segundo de los ejes, un problema de difícil solución. ¿Qué hacemos con los votos recogidos por los socialistas? ¿Dónde los ponemos? ¿En el saco de los no nacionalistas, atendiendo a la vinculación del partido con el PSOE, o en el de los nacionalistas, en tanto en cuanto el PSC ha alardeado en todo momento de su sustrato catalanista y de su independencia con respecto a sus correligionarios peninsulares? En el primer supuesto, el voto nacionalista —y aquí cabrían, claro, todas las intensidades: desde el catalanismo más liviano hasta el independentismo exacerbado— habría sumado un 56,14% de los sufragios y el no nacionalista un 34,05 —en el cómputo porcentual incluyo únicamente el voto con representación parlamentaria—. En el segundo, la relación habría sido de un 74,46% para el sector nacionalista y de un 15,73 para el otro. Con todo, números cantan: de un modo u otro, la mayoría del electorado catalán ha optado por formaciones políticas marcadas, poco o mucho, por el nacionalismo.

3. En cambio, si tomamos como referencia el otro eje —el clásico, el ideológico—, los resultados no arrojan tantas sombras. Es verdad que fuerzas como Solidaritat Catalana per la Independència —el partido de Joan Laporta— o Ciutadans tienen una adscripción dudosa, en la medida en que se caracterizan, sobre todo, por su defensa o su rechazo del factor identitario; pero, aun así, parece lógico adscribir SI al segmento de la derecha y C’s al de la izquierda. En consecuencia, el pasado 28 de noviembre la derecha habría obtenido en Cataluña un 54,08% del voto, mientras que la izquierda se habría quedado en el 36,11. O, lo que es lo mismo, los ciudadanos catalanes habrían apostado, mayoritariamente, por opciones de derecha. En este sentido, no deja de resultar significativo que, exceptuando a Ciutadans, las únicas fuerzas que han crecido en voto con respecto a 2006 formen parte precisamente de este segmento ideológico.

4. De cuantas formaciones concurrían a los comicios, Convergència i Unió es la que mejor encarna la doble condición de nacionalista y de derechas. Aun así, su victoria no se debe tanto a los méritos contraídos por su labor opositora como a los deméritos del adversario, esto es, de la coalición de partidos que ha venido ejerciendo, en los últimos siete años y especialmente en la segunda de las legislaturas, las responsabilidades de gobierno. Por lo demás, para el electorado catalán, CIU sigue siendo la fuerza política que ha regido —con mayor o menor acierto, tanto da— los destinos de la autonomía durante cerca de un cuarto de siglo. O sea, un partido fiable. Y, lo que es más importante, un partido de orden. Si algo ha caracterizado al llamado gobierno tripartito ha sido, por un lado, el desorden y la algarabía, y, por otro, una gestión disparatada de los asuntos públicos, mucho más propensa a crear problemas allí donde no los había que a atender a las necesidades reales de los ciudadanos para tratar de ponerles remedio.

5. El crecimiento de CIU y del Partido Popular de Cataluña tiene también otra lectura. Los electores han apostado por los partidos de la derecha, porque no confían en la izquierda para salir de la crisis. Más allá de la ideología de cada cual, lo que el ciudadano reclama son soluciones. Y ni la izquierda catalana ni la española han sido capaces de dárselas hasta el momento. De ahí que, tal como prueban los datos de infinidad de poblaciones y comarcas, miles de votantes socialistas hayan cambiado el sentido tradicional de su voto y lo hayan encomendado en esta ocasión a CIU y, en menor medida, al PP. Porque ya saben de qué han sido capaces los suyos y porque, no nos engañemos, en lo tocante a la economía la gente sigue fiándose mucho más de la derecha que de la izquierda. (Lo que conlleva, por cierto, en el caso de CIU, que esa confianza vaya a revertir en una política esencialmente pragmática, centrada en la reducción del gasto público y de la deuda —la mayor de la España autonómica—, volcada en el estímulo empresarial y en la creación de empleo, y alejada, por tanto, de conciertos económicos y demás mandangas soberanistas.)

6. Para las denominadas fuerzas progresistas, y en particular para el PSC, esas elecciones no habrán sido unas elecciones más. Uno no se recupera fácilmente de semejante derrota. De concentrar en 2006 el 50,37% del voto con representación parlamentaria han pasado a reunir ahora tan sólo el 32,71. Durante un cuarto de siglo la izquierda catalana estuvo suspirando por alcanzar el poder. Le llegó por fin la hora en 2003. Siete años más tarde, ese capital —si capital hubo— ha sido dilapidado sin compasión. ¿Cuánto tiempo habrá de transcurrir para que vuelva a darse una ocasión parecida?

7. Pero, como decíamos, entre los partidos de izquierda destaca uno, el PSC. No por haber sufrido la mayor caída —ese honor corresponde a ERC, que ha perdido la mitad de los votos que tenía—, sino por las consecuencias que su derrota entraña. En primer lugar para el propio partido. Desde que los socialistas abrazaron la causa de la reforma del Estatuto, todo ha sido ir despeñándose. En 2003 obtuvieron 1.031.454 votos. En 2006, 796.173. En 2010, 570.361, el peor resultado de su historia. (Tan malo fue, que hasta superó los 606.717 sufragios de las primeras autonómicas, las de 1980, logrados, por lo demás, con 800.000 electores menos en el censo.) Como consecuencia de todo ello, el PSC se encuentra ahora ante un grave dilema. Después de que los resultados electorales hayan evidenciado hasta qué punto ha llegado a perjudicarle la bigamia política practicada durante más de tres décadas, ¿de cuál de sus dos almas le conviene divorciarse? O, si lo prefieren, ¿con cuál debe quedarse? ¿Con la catalanista? ¿Con la española? De momento, y por si el aparato del partido resolviera finalmente abrazar esta última, los representantes más insignes de la primera andan ya perfilando una nueva fuerza política, hecha con retazos nacionalistas de aquí y de allá y dispuesta a reverdecer aquella volátil Unió Socialista de Catalunya de los tiempos de la República que, tras coaligarse con ERC, acabó dando origen al PSUC.

y 8. Pero el hundimiento del PSC ha tenido también su réplica. Es lo que pasa con los partidos hermanos. Aunque los dirigentes del PSOE se hayan apresurado a marcar distancias entre estas elecciones y las que nos esperan dentro de unos meses —por no hablar ya de las siguientes—, a nadie se le escapa que el batacazo catalán es, a un tiempo, un batacazo español. Las circunstancias, si no exactamente las mismas, son de lo más parecido. Un gobierno socialista en quiebra, incapaz de afrontar la crisis y perdiendo el tiempo, el dinero y las energías en empresas que nada tienen que ver con lo que demandan, de forma apremiante, la inmensa mayoría de los ciudadanos —y, entre esas empresas, en primerísimo lugar, las que han tenido como objeto la gestación y el parto del nuevo Estatuto catalán y de cuantos Estatutos de Autonomía han surgido a su sombra—. Lo único que cabe lamentar, en este sentido, son los días que todavía faltan para agotar la legislatura. Y es que las agonías, cuanto más cortas mejor.

Actualidad Económica enero de 2011 (Anuario).

Reflexiones postelectorales

    4 de enero de 2011