(ABC, 17 de noviembre de 2012)
De todos es sabido que el independentismo del lugar lleva tiempo ordenando la nueva vivienda. Para cuando deba habitarla. De momento está todavía enfrascado en los planos —o sea, en los planes—. Y una de las cuestiones que más le desazona es la de la lengua. La castellana, claro. ¿Qué hacemos con ella? Por supuesto, ya nadie fantasea con la posibilidad de eliminarla de cuajo. No, eso son sueños de otras épocas, mucho menos globales. Ahora el debate gira en torno a su oficialidad. En los últimos meses algunos patriotas han abogado por conservar en ese nuevo Estado de sus deseos la situación actual. Ya saben, dos lenguas cooficiales, aunque sólo sobre el papel. Quienes así discurren sostienen que hay que comprar voluntades y que la de la población castellanohablante, mayoritaria hasta nueva orden, bien vale ese sacrificio. Pero no todo el personal es tan fenicio. Los hay, y son los más, me temo, que siguen fieles a la ortodoxia del monolingüismo. Aun así, como no se fían del futuro poder, han publicado un manifiesto que, desde el título mismo —«El català, única llengua oficial del futur Estat català independent»—, no deja lugar a dudas. Es el típico texto de lo que podríamos llamar el nacionalismo ADN, donde se afirma que el alma de la nación catalana es su lengua, se ensalza la personalidad y el genio nacional de la patria y se habla de vivir en los Países Catalanes en un solo idioma. En fin, los delirios de siempre. Pero el texto también alude, como argumento para refutar la cooficialidad, a —traduzco— «la nula beligerancia de la población hispanohablante ante (…) la idea de un Estado catalán independiente». Cierto o no, el argumento dice mucho de lo ocurrido en Cataluña en esas tres largas décadas de nacionalismo gobernante. La lidia está llegando a su término. El toro se halla rendido y postrado. Pero, por muy lucida que haya sido la faena, de nada servirá si no se remata con la estocada. Y en esas estamos, al parecer.
(ABC, 17 de noviembre de 2012)
(ABC, 17 de noviembre de 2012)