Aunque parezca mentira, lo que llevamos de legislatura nos deja por lo menos una certeza: la de que esto no funciona. Es fácil achacar semejante deficiencia al gobierno que salió de los designios de las urnas en noviembre de 2019. E incluso remontar un poco el río electoral, detenerse en el mes de abril de aquel mismo año y ponerse a jugar a contrafácticos, o sea, al “qué habría pasado si...” y otras conjeturas. Pero, por más que la tentación esté ahí, si esto no funciona no es porque a los españoles nos haya tocado el gobierno que nos ha tocado. O no sólo. En realidad, puede afirmarse sin temor a errar el tiro que nos ha tocado el gobierno que nos ha tocado porque esto ya no funcionaba.
Y esto son básicamente tres cosas: el Estado autonómico, la separación de poderes, y el sistema electoral y de partidos. Vayamos, pues, por partes. Nuestro Estado de las Autonomías sólo puede funcionar o, lo que es lo mismo, sólo puede resolver los problemas de los españoles en tanto que ciudadanos libres e iguales si la delegación de competencias del poder central en el autonómico se asienta en los principios de lealtad institucional y obediencia a la ley. Así ocurre en los países cuya estructura de Estado es parecida a la nuestra, llámesele federal o como se le quiera llamar. Lo que no significa, claro, que en esos países la gobernanza esté exenta de desajustes y tensiones. Haberlos, haylos, como en todo sistema complejo, pero sin que ello impida que hallen, por lo general, una vía de solución. En España, en cambio, los problemas no se resuelven; o se agudizan, o se soslayan y se eternizan –con lo que terminan agudizándose aún más–. En España no hay lealtad entre las partes; hay chantaje. En España no se respeta el marco de la ley; se vulnera.
El Estado de las Autonomías que los españoles nos dimos en 1978 al aprobar de forma amplísimamente mayoritaria la actual Carta Magna pide a gritos una reforma que, en esencia, garantice la preeminencia del todo con respecto a la parte, o, si lo prefieren, del poder central con respecto al autonómico. Lo vivido durante este primer y largo año de legislatura ha demostrado hasta qué punto esa reforma resulta apremiante. Y, en especial, en lo referente a los ámbitos sanitario y educativo. Por excepcional que sea la pandemia que asola el mundo, por muchos tumbos y bandazos que hayan dado tantos gobiernos de nuestro entorno a la hora de abordarla, ninguno ha obrado como el de España. Aunque mejor sería decir, para no faltar a la verdad, como los de España. La renuncia del Gobierno central a su función rectora escudándose en que las competencias no están ya en sus manos; su enfrentamiento con los ejecutivos autonómicos, y en particular, pero no tan sólo, con los de un color político distinto; el uso y abuso del Estado de alarma para menesteres ajenos a los propiamente sanitarios, todo ello ha devenido en una gestión caótica cuyas víctimas no han sido sólo los ciudadanos contagiados por el virus –y entre ellos, por supuesto, quienes han perdido la vida como efecto de ese contagio–, sino también eso que el exministro del ramo caracterizó navideña y festivamente como familiares y allegados. O sea, casi todos nosotros.
En cuanto a la educación, la aprobación exprés de la ley Celaá, que además de ser una ley de parte en lo ideológico lo es también en lo competencial, pues legitima de iure lo que ya se daba de facto en la periferia del territorio nacional –esto es, la vulneración sistemática y en buena medida sistémica de la Constitución–, supone un raspado inmisericorde de los pocos poderes con que contaba aún en este campo el Gobierno central. El que emanaría de la Alta Inspección educativa, por ejemplo. O el que resultaría de la condición del castellano como lengua vehicular. Aquí también una reforma en profundidad que restituya al Gobierno del Estado los poderes que nunca debería haber perdido se antoja irrenunciable.
Por lo demás, nuestra democracia representativa arrastra también un serio problema en relación con la división de poderes. Con los tres que Montesquieu quería salutíferamente separados y con el que le añadió algo más tarde de palabra Edmund Burke –esto es, lo que era entonces la prensa y ahora son los medios de comunicación– y que convendría que siguiera una misma profilaxis. Y es que, de una parte, el ejecutivo invade el terreno del legislativo recurriendo con contumacia al concepto de excepcionalidad, cuando no utiliza las Cortes Generales como mera correa de transmisión de sus querencias. De otra, el legislativo interviene de grado o por fuerza en la designación de los miembros del órgano de gobierno del poder judicial, con lo que pone en cuestión su independencia. Y lo mismo pasa, en fin, con los medios de comunicación públicos: el legislativo es quien bendice la composición de sus órganos rectores. Sobra indicar, en fin, que esas invasiones bárbaras de poderes se dan igual en la esfera autonómica.
La última y grave disfunción a la que nos enfrentamos tiene que ver con el sistema de representación política, o sea, con nuestro sistema electoral y el de partidos. La desconexión entre ciudadanos de a pie y representantes y cargos públicos, favorecida por una ley electoral injusta y por el quiste maligno de la partitocracia, no ha hecho más que aumentar con el tiempo. Y lo más triste: ninguna formación política, ni vieja ni nueva, parece ya interesada en ponerle efectivamente remedio. Y así nos luce.
Supongo –y espero– que más pronto que tarde saldremos de esta. Pero si no aprendemos de una vez por todas que nuestro edificio constitucional necesita reformas y que, en lo tocante a la gobernanza del país, tenemos lo que nos merecemos por no haberlas emprendido en el momento oportuno, no sólo seguiremos engañándonos, sino que nuestro porvenir como Nación de ciudadanos libres e iguales va a estar, por desgracia, seriamente comprometido.