Es verdad, a qué negarlo, que los gobiernos de Maragall y Montilla han llevado la política educativa a niveles de deterioro difícilmente superables. Sobre todo por la impudicia con que han tratado las cuestiones más espinosas —el uso de la lengua, la condición del profesorado—. Pero de ahí a cargarles el muerto como si lo de antes fuera el mismísimo paraíso hay un buen trecho. Es más, nada de lo realizado por los gobiernos tripartitos puede considerarse, en el fondo, fruto de su estricta iniciativa. El surco estaba ya trazado y ellos se han limitado a regarlo —con tan malas artes, eso sí, que han dejado el terreno hecho un lodazal—. En realidad, todo arranca de hace por lo menos dos décadas. De la aprobación de la Logse, para ser exactos. Allí CIU pactó con el socialismo la reforma educativa vigente —no olviden que la Loe de nuestros días no es sino un remedo de la Logse de entonces—. Le convenía. No porque creyera en ella y en sus principios —el igualitarismo buenista no ha sido nunca santo de su devoción—, sino porque le permitía un grado de autonomía en la definición de los contenidos y en la gestión del proceso de reforma que jamás había soñado. Y, encima, le daba carta blanca en el campo lingüístico.
Ahora promete devolver la educación al estado del que nunca debió salir y que ella contribuyó en gran medida a destruir. Demasiado tarde. A estas alturas, el barro ya lo cubre todo.
ABC, 6 de noviembre de 2010.