“La filología catalana va mucho más allá del sentido o de los sentidos que solemos atribuir a la palabra filología. [A] un filólogo catalán (…) se le reconoce una autoridad en todo cuanto guarda relación con Cataluña y sus problemas. (…) De todos es sabido que los filólogos catalanes hablan del futuro de la lengua, pero también de los agravios políticos seculares o de la balanza fiscal de la administración catalana con la del Estado. Ahora bien, aunque no hablaran de todo eso, aunque nunca se hubieran referido a ello, la autoridad la seguirían teniendo. La tienen por su condición de filólogos, de filólogos catalanes, no porque posean una competencia especial en la materia.” Son palabras mías. Las escribí hace quince años, con conocimiento de causa y después de haber renunciado, no a mi condición de filólogo, pero sí a la de filólogo catalán. Cuando se publicaron, el Gobierno de la Generalidad tenía como vicepresidente a un filólogo catalán, Josep-Lluís Carod-Rovira. En la legislatura anterior, con Pasqual Maragall de presidente, el que luego sería vicepresidente había sido algo parecido en rango, consejero jefe, si bien no más allá de 38 días, el tiempo necesario para que trascendiera que en ejercicio del cargo se había reunido con dirigentes de la banda terrorista ETA en el sur de Francia para tratar de alcanzar una suerte de paz separada, esto es, que ETA dejase de matar, aunque sólo fuera en Cataluña.
La vicepresidencia de Carod-Rovira, con sus múltiples vertidos identitarios, empezando por los lingüísticos –y no únicamente en Cataluña; también en Baleares y la Comunidad Valenciana, mediante subvenciones a asociaciones y medios de comunicación pancatalanistas–, sirvió para allanar el camino a lo que vendría después. O sea, al gran salto adelante de Artur Mas, coronado años más tarde por el no menos grande –por más que en este caso al vacío– de Carles Puigdemont. Puigdemont iba también para filólogo catalán, pero dejó esos estudios por los de periodismo y al poco se especializó en comunicación internacional. Los contactos de sus secuaces de confianza con emisarios de la Rusia de Putin en busca de recursos financieros –que tal y como revelaba esta misma semana El Confidencial, se remontan a finales de 2015 y en los que el propio Puigdemont llegó a participar en junio de 2019– pueden considerarse un corolario de dicha especialización. Un corolario delictivo, no hace falta precisarlo, en la medida en que el objetivo perseguido no era otro que el de propiciar en España un golpe de Estado separatista y, al fracasar en el intento, seguir laminando nuestra democracia para justificar, a ojos del mundo, las ansias secesionistas del independentismo catalán.
Laura Borràs, a quien el Tribunal Superior de Justicia de Cataluña acaba de procesar por malversación, prevaricación, fraude y falsedad documental por haber favorecido a un amigo con contratos adjudicados a dedo fruto de un previo e ilegal fraccionamiento mientras dirigía la Institución de las Letras Catalanas, es también licenciada en filología catalana. Fue además la apuesta personal de Puigdemont como candidata a la Presidencia de la Generalidad en las últimas elecciones autonómicas, celebradas en febrero de 2021. A la lista que encabezaba, la de Junts per Catalunya, le faltaron algo más de 400.000 votos y un escaño para alcanzar el primer puesto en la liza particular entre independentistas, o, lo que es lo mismo en los últimos tiempos, para ser investida presidenta. No tuvo, pues, más remedio que conformarse con el segundo premio, la Presidencia del Parlamento autonómico. Por otra parte, cuando la exdirectora de la Institución de las Letras Catalanas fue propuesta como candidata a la Presidencia de la Generalidad, llevaba ya un año imputada por esos contratos que promovió y avaló. Y aunque no necesariamente una imputación tiene que derivar en un procesamiento y la apertura de un juicio oral, en este caso los indicios de la existencia de un posible delito clamaban ya al cielo. Dio igual. La desobediencia, como se sabe, es consustancial al independentismo catalán, y en especial, al más radical.
Lejos de mi intención establecer con este artículo una relación de causalidad entre la condición de filólogo catalán, tal como la describí hace tres lustros, y el hecho delictivo. Pero no me negarán que resulta cuando menos curioso que tres miembros de este colectivo –demos por buenos los primeros pasos académicos de Puigdemont– hayan alcanzado la Vicepresidencia y la Presidencia de la Generalidad y la Presidencia del Parlamento, respectivamente, y se hayan significado a un tiempo, en el ejercicio de su cargo, por su desafío a la legalidad. Los dos últimos siguen en activo, uno fugado y la otra a punto de sentarse, mal que le pese, en un banquillo. Sólo Carod-Rovira está ya retirado. Gracias a “la Caixa”, por cierto, que le montó hace diez años una Cátedra de Diversidad Social vinculada a la Universidad Pompeu Fabra de modo muy parecido a como los acaudalados burgueses barceloneses ponían antaño a sus queridas el correspondiente pisito.