De tarde en tarde, los medios de comunicación nos regalan sondeos de opinión que tienen como objeto descubrir por dónde van las preferencias electorales de los españoles. No estoy hablando, por supuesto, del manoseo periódico del CIS de Tezanos con los números, cuyo objeto no es otro, como saben, que ajustar la prospección demoscópica a los intereses de quien le premió con el cargo. Me refiero a los sondeos que intentan reflejar honestamente la opinión de los ciudadanos, puestos en la tesitura de tener que decir qué votarían hoy si hoy fuera mañana. Pues bien, una vez hecha y publicada la encuesta, es costumbre que los medios de comunicación analicen los resultados y saquen las pertinentes conclusiones. Del mismo modo que es costumbre leer o escuchar a los líderes o portavoces de las distintas fuerzas políticas opinando, motu proprio o a petición de parte, sobre lo que la demoscopia ha deparado a los suyos.
En estos casos yo suelo fijarme casi siempre, ustedes perdonen, en la estimación de voto del que fue mi partido, Ciudadanos, y en la posible representación parlamentaria o municipal que de ella se siga. Ni les cuento lo mal que está el asunto desde hace por lo menos un par de años. Pero también me fijo, cuando al partido se le asigna una hipotética presencia institucional –lo que no suele darse a menudo, hay que reconocerlo–, en qué parte del tablero lo sitúan a la hora de imaginar futuras coaliciones. Siempre, o casi siempre, a la derecha. Es verdad que lo más a la izquierda de la derecha, pero nunca, o casi nunca, lo más a la derecha de la izquierda. Dicha querencia de los medios refleja –mal que les pese a los representantes de la formación, que suelen reclamar una centralidad alejada por igual de derecha e izquierda– una realidad incuestionable. Al partido se le percibe, para bien o para mal, como un partido defensor del Estado de derecho. Insisto: ya pueden esforzarse sus dirigentes en reivindicarse como bisagra; hoy por hoy los ciudadanos ven a Ciudadanos como un partido situado a la derecha, no a la izquierda. Y por supuesto, tampoco en el centro.
Lo cual tiene sin duda su qué. Si concedemos a Ciudadanos la etiqueta de formación liberal –esta que el propio partido, por cierto, parece lucir con orgullo desde su convención de julio de 2021–, habrá que convenir en que el liberalismo español, según el termómetro de la opinión pública, se halla resueltamente a la derecha. Al otro lado del terreno de juego político no se encuentran sino diversos grados de intervencionismo estatal –dirigismo, igualitarismo, ingeniería social, políticas identitarias, etc.– ajenos por completo al respeto, y no digamos ya al cultivo, de lo que se entiende por libre iniciativa individual y, en definitiva, por ciudadanía.
Así las cosas, empecinarse en la existencia de un centro liberal que lo mismo podría sumar sus fuerzas a derecha que a izquierda sin perder por ello su esencia, es engañarse y engañar al prójimo. Este centro, hoy por hoy, no existe; es un anhelo, un espejismo, un ensueño. Al menos por estos lares. España no es Alemania. Aquí la socialdemocracia partidista tiene unos tintes de intolerancia ideológica y de superioridad moral difícilmente compatibles con la convivencia, la libertad y el respeto a la ley. Aquí, para hablar claro, ni siquiera hay fuerzas políticas capaces de arbitrar. Lo que hay es una suerte de establishment nacionalista que inclina desde hace décadas la política española a un lado u otro del tablero, atento siempre a sus ganancias y sin que le importe lo más mínimo eso que llamamos el interés general.
Se acercan elecciones. Autonómicas, municipales, legislativas, europeas. En cada una habrá donde escoger. Incluso más que otras veces. Pero en esta ocasión el voto ya no lo puede llevar el diablo. Por opciones que existan, sólo aquellas que garanticen la defensa y el apuntalamiento de nuestro Estado de derecho con la libertad y la igualdad como banderas merecen ser tomadas en consideración. Por nuestro bien, que debería ser el de todos los españoles.