De acuerdo, Teodoro García Egea es ya un árbol caído, y de esta clase de árboles está feo, dicen, hacer leña. Traten pues, en la medida de lo posible, de ver reflejada en la figura del ya exsecretario general del Partido Popular la de tantos políticos españoles que ejercen o han ejercido una función orgánica similar, en este u otro partido y al mismo nivel o en puestos subalternos, en vez de la muy concreta del diputado murciano. En otras palabras, intenten quedarse con el arquetipo, con el modelo, dado que la madera, a fin de cuentas, es si no la misma, sí muy similar.
Contaba el martes Lucía Méndez en El Mundo que García Egea iba repitiendo en los últimos días, entre otras palabras, las que siguen: “No dimito porque no me sale de las pelotas, si quieren algo, aquí les espero, que reúnan los apoyos para forzar un congreso extraordinario.” Como es de sobra conocido a estas alturas, desde el mismo martes por la noche esos apoyos estaban reunidos, el presidente Pablo Casado había prometido convocar una semana más tarde un Congreso Extraordinario y el propio secretario general había presentado tras mucho resistirse su dimisión y renunciado, por tanto, a conducirse en función de lo que podía salirle de las pelotas. En crisis políticas como la que está viviendo el PP los acontecimientos se precipitan que da gusto y todo pronóstico corre el riesgo de ser desmentido a la vuelta de la esquina por la realidad.
Pero este artículo va de pelotas y a ellas hay que volver. Decía antes que lo importante aquí es el arquetipo y no tanto la persona de García Egea. Hagan un simple ejercicio: imagínense a otro ex, José Luis Ábalos, pronunciando las mismas palabras que el exsecretario general de los populares y seguro que el ensamblaje no les parecerá ni osado ni inverosímil. Y hasta pueden extender la simulación a la actual vicesecretaria general de los socialistas, Adriana Lastra, sustituyendo, eso sí, las pelotas por lo que el género aconseje. Esas maneras broncas, desafiantes, chulescas son características de quienes tienen encomendado, en un partido, el trabajo sucio. O sea, el control de la organización, la labor de capataz, el manejo del palo y la zanahoria. Y en este punto no hay diferencias entre siglas. Ni siquiera matices. Da igual que el partido sea centenario, refundado hace décadas o de nuevo cuño; da igual que prometa regenerar la política inyectándole dosis cada vez más altas de transparencia y participación, o que se ahorre la molestia; da igual que gobierne o esté en la oposición: el arquetipo no varía. Y la justificación de su existencia es siempre la misma. Hay que mantener al partido unido y evitar toda disidencia, toda desviación, toda corriente. Hay que preservar al líder, librarle de los engorros que conlleva la gestión de los roces, las intrigas, los piques, las rivalidades. Y, sobre todo, hay que cortar cabezas cuando estas sean percibidas, con razón o sin ella, como una amenaza presente o futura al actual liderazgo. Por ceñirnos a lo ocurrido en el Partido Popular, este fue en el pasado reciente el caso de Cayetana Álvarez de Toledo y este ha sido ahora el de Isabel Díaz Ayuso.
Decía ayer Sonia Sierra aquí mismo, en un estupendo artículo y con pleno conocimiento de causa, que “España tiene un serio problema con la partitocracia”. Sin duda. La ley de partidos fue ideada y tramitada parlamentariamente por los mismos partidos que debían aplicársela. Y esta ley, combinada con la que regula nuestro régimen electoral, favorece el coto cerrado, la obediencia ciega a la organización, la promoción de los mediocres, el desprecio del talento, el progresivo distanciamiento y desconexión entre representantes y representados; la propia democracia, en definitiva. Resulta, pues, apremiante emprender su reforma y, al mismo tiempo, acometer la de la ley electoral.
Los partidos nacidos en el presente siglo –de los de siempre poco cabe esperar en este sentido– llevaban o llevan en sus programas el compromiso de reformar esta última ley. Pero, una vez alcanzado el gobierno u obtenida la capacidad de influir en él, han olvidado al acto sus promesas y compromisos, por impresas y numeradas que estuvieran o estén en un pacto de legislatura. Así las cosas, me temo que sólo un movimiento de opinión que parta de la sociedad civil y utilice las vías de las que esta dispone para hacerse oír puede llegar a vencer, andando el tiempo y a condición de adquirir el suficiente relieve y ejercer la suficiente presión en la agenda pública, la resistencia granítica al cambio de nuestras formaciones políticas. Y si de ello se siguiese, al menos, que los Teodoros y sus respectivas pelotas tienen que ir echándose poquito a poco a un lado, pues miren, algo habríamos mejorado, ¿no?