Creo que fue Jon Juaristi quien sostuvo hace ya algún tiempo y en estas mismas páginas que la izquierda y el nacionalismo comparten, en esencia, un mismo afán por la subversión, un mismo fondo, por así decirlo, revolucionario. La idea, al margen de cuál fuera la noticia a la que entonces se aplicaba, tenía recorrido. Y los acontecimientos políticos de estos últimos años en España no han hecho sino corroborarlo.
Ese afán por la subversión o, lo que es lo mismo, esa querencia por la alteración del orden establecido suele asociarse por lo general a una política opositora. No faltan ejemplos. Recuérdese la intervención del entonces responsable de Estrategia Electoral del PSOE, Alfredo Pérez Rubalcaba, cuando en la jornada de reflexión del 13 de marzo 2004, contraviniendo lo estipulado en la propia ley electoral, salió a la palestra informativa para decir: “Merecemos un Gobierno que no nos mienta, un Gobierno que diga siempre la verdad”. O la convocatoria vía SMS, aquella misma tarde, ante la sede del Partido Popular –la del “¡Pásalo!”–, cuya autoría la hoy portavoz del Gobierno Isabel Rodríguez adjudicó hace algo más de siete años a la iniciativa de “la sociedad que se rebeló contra la mentira”, después de que Pablo Iglesias la reivindicase como algo que partió de aquella ultrapolitizada Facultad de Políticas de la Complutense de la que él formaba parte. O, en un terreno más simbólico desde el punto de vista institucional, la serie de campañas herederas del movimiento del 15-M para “rodear”, “ocupar” o “asediar” el Congreso, organizadas en lo más crudo de la crisis económica por diversas plataformas, colectivos y coordinadoras con el objetivo manifiesto de asaltar la sede de la soberanía popular y lograr la dimisión del Gobierno de Mariano Rajoy. Unas campañas, por cierto, a las que precedió el bloqueo del Parlamento catalán en junio de 2011 por parte de los llamados “indignados” –para entendernos, la CUP de aquellos tiempos–, lo que llevó al entonces presidente Artur Mas y a numerosos diputados a tener que acceder al recinto, para su vergüenza, en helicóptero.
Pero, como decía al principio, esa pequeña muestra de casos, fácilmente ampliable a poco que uno rebusque en las hemerotecas, corresponde a la subversión opositora. Existe otra subversión, que no queda más remedio que calificar, por paradójico que resulte, de gubernamental. El ejemplo más notorio acaso sea el intento de golpe de Estado del Gobierno de la Generalidad de octubre de 2017 –con el antecedente de la promulgación un mes antes en el Parlamento autonómico de las denominadas “leyes de desconexión”–, en la medida en que su presidente no deja de constituir la representación ordinaria del Estado en Cataluña. Con todo, se trata de una rebelión de un gobierno contra otro de rango superior, por lo que, en puridad, el componente opositor seguiría siendo aquí el dominante.
No es el caso de otra práctica que, aunque venga de lejos, se ha acentuado sin duda desde que Pedro Sánchez preside un gobierno socialcomunista con el apoyo nada desinteresado de nacionalismos de toda clase y condición. Me refiero a la que consiste en paralizar desde el gobierno –en general, mediante un decreto ley– una iniciativa empresarial bendecida por un gobierno anterior, de ideología contraria, a sabiendas de que dicha iniciativa cuenta con todos los requisitos legales para ser ejecutada. El caso más frecuente afecta al urbanismo y al medio ambiente. ¿Cuántos proyectos de urbanización residencial elaborados conforme a la ley y dotados de los pertinentes permisos han sido paralizados en España porque, según el correspondiente gobierno de izquierdas –con o sin el concurso del nacionalismo–, resultaban lesivos para el medio ambiente? En la gran mayoría de los casos y al cabo de un tiempo que suele contarse por lustros, una sentencia de los tribunales ha obligado a otro gobierno –a menudo de distinto color– a permitir el desarrollo del proyecto paralizado y a indemnizar con sumas millonarias a sus promotores. Un dinero, este, que no sale jamás de los bolsillos de quienes tomaron la decisión de frenar su curso, sino de los presupuestos públicos, es decir, de los bolsillos de los ciudadanos, con lo que deja de destinarse al interés general.
Esa práctica subversiva y despilfarradora se da sobre todo en el ámbito autonómico, que es donde se ejercen hoy en día gran parte de las competencias. Pero el actual Gobierno del Estado tampoco ha tenido el menor reparo en recurrir a ella, ya sea por vía directa, ya sirviéndose de la mayoría de que dispone en las Cortes. Piensen, por ejemplo, en los estados de alarma que nuestro Alto Tribunal ha declarado inconstitucionales atendiendo a los recursos presentados por Vox. Acuérdense asimismo de la enmienda introducida en la vigente ley de Educación, a instancias de los socios nacionalistas del Gobierno, por la que el castellano deja de ser considerado lengua vehicular en la enseñanza –ley cuyo destino, en lo relativo a determinados artículos, depende también de la sentencia del Constitucional, al que recurrieron en su momento PP y Vox–. Y, volviendo al ámbito autonómico, el Gobierno de la Generalidad catalana –y, jurisprudencia mediante, también su equivalente en Baleares– sigue empecinado en ignorar que el modelo de inmersión lingüística ha sido declarado ilegal, en la medida en que no cumple con la sentencia que obliga a impartir por lo menos un 25% de la docencia en nuestra lengua común, incluyendo en dicho porcentaje una asignatura troncal.
Ese desprecio reiterado por el Estado de derecho desde las propias instituciones del Estado responde sin duda a la convicción, por parte de la izquierda y el nacionalismo, de que sus decisiones son moralmente justas y no deben estar sujetas, por tanto, al imperio de la ley. Y en la medida en que pone permanentemente en cuestión el equilibrio de poderes y el orden constitucional, ese desprecio se vuelve desafío. De la gravedad que esto supone para la convivencia, las libertades y, en definitiva, la democracia misma no parecen ser conscientes quienes así actúan como representantes de la Nación al más alto nivel. ¿O sí?