A estas alturas de la película poselectoral castellanoleonesa, y a pesar de los amagos supuestamente amigos de Pedro Sánchez y sus peones, todo indica que el Partido Popular va a intentar alcanzar acuerdos con el provincianismo del lugar a fin de configurar una mayoría parlamentaria que le permita gobernar la región. Para ello, precisará que Vox se abstenga en la investidura, lo cual convendrán conmigo en que es mucho suponer. En otras palabras: parece que la dirección de los populares ha optado por moverse en una geometría compleja, no euclidiana, en un espacio en que la distancia más corta para la gobernabilidad no es ya la recta, o sea, un pacto de gobierno entre PP y Vox, sino una amalgama de siglas con las franquicias provinciales, a las que acaso podrían unirse las de un partido como Ciudadanos, que no está ya para demasiados trotes y menos aún opositores. De hecho, ese estratega sin par llamado Teodoro García Egea ponía el otro día como ejemplo de un gobierno de este tipo el que rige a día de hoy los asuntos públicos del municipio mallorquín de Llucmajor y en el que participan hasta cinco formaciones distintas, comparando sin rubor alguno la constitución de un gobierno municipal con la de uno autonómico y, lo que es peor, soslayando que tras aquellos comicios locales de 2019 el PP balear no tenía otra opción, si quería regentar el consistorio, que unir como fuese una línea de puntos partidistas. Nada que ver, no hace falta añadirlo, con la disyuntiva planteada en Castilla y León.
La negativa del PP y de Pablo Casado a gobernar con un partido, Vox, que según los últimos sondeos rozaría ya o superaría incluso el 20% del sufragio en unas hipotéticas elecciones generales –le votaría, pues, un elector de cada cinco–, y cuya tendencia además es al alza; esa negativa, digo, empieza a resultar incomprensible para gran parte de sus propios electores, tanto más cuanto que basta una simple ojeada a los programas de uno y otro partido para cerciorarse de que es bastante más lo que les une que lo que les separa. Y no se trata sólo de los sondeos. Las tres elecciones autonómicas celebradas entre 2021 y 2022 en Cataluña, Madrid y Castilla y León lo han confirmado con creces. Y, aun así, la dirección de los populares sigue empecinada en buscar otras vías, que no son, al fin y al cabo, sino versiones distintas de una misma vía muerta.
Desde el día aquel de octubre de 2020 en que Pablo Casado decidió que debía alejarse de Santiago Abascal como de la peste y no encontró mejor modo de hacerlo que llenándolo de improperios durante el discurso que pronunció con ocasión de la moción de censura al Gobierno de Pedro Sánchez presentada por el segundo, el partido que preside tomó una falsa ruta. Y no hay que engañarse con el cariño que le dispensaron las encuestas hace cerca de un año y durante unos cuantos meses: no era el PP de Casado el destinatario del roce; era, ¡ay!, el PP de Ayuso, la incontestable vencedora en la batalla de Madrid. Y, en vez de aprovechar aquella coyuntura para fortalecer su liderazgo, Casado y quienes le secundan decidieron, aplicando la famosa “ley de hierro de la oligarquía” formulada por Robert Michels –de la que había sido ya víctima notoria la todavía diputada popular Cayetana Álvarez de Toledo–, que había que cortar las alas a la presidenta madrileña.
El Partido Popular de Casado se había fijado como prioridad recuperar el voto que Ciudadanos le habría robado –por decirlo con el lenguaje que suelen emplear los políticos–. A estas alturas, si todavía no lo ha logrado, poco le falta, gracias en buena medida a la colaboración desinteresada del partido presidido por Inés Arrimadas. Pero en ese viaje al centro –otra vez la langue de bois de nuestra clase política–, en ese intento de volver a lindar, como en los buenos tiempos, con el PSOE, descuidó el otro flanco, el derecho, hasta el punto de que en estos momentos corre seriamente el riesgo de acabar perdiendo por este costado lo que se supone que ha ganado por el otro. De haber seguido la senda marcada por Álvarez de Toledo y Ayuso –que no era sino la fijada al principio, conviene recordarlo, por el propio Casado–, la relación de fuerzas entre ambas formaciones sería muy distinta de la actual.
Con todo, demasiado a menudo se olvida que una parte nada despreciable de los electores que depositan ahora su confianza en Vox la habían depositado en su momento en Ciudadanos. Me refiero al Ciudadanos de los primeros tiempos, al que no tenía complejo alguno en defender la igualdad y la libertad de todos los españoles, primero desde Cataluña y luego desde el conjunto de España, al Ciudadanos que se enfrentaba a cara de perro con el nacionalismo y denunciaba los trampantojos y las censuras de la corrección política. Esas banderas –perdón de nuevo por el tópico– también las ha recogido y las alza el PP de Ayuso, pero no así el de Casado. Y es un error, que en Castilla y León amenaza con repetirse.
El principal objetivo del Partido Popular y de Vox debería ser a día de hoy demostrar que pueden gobernar en coalición en una comunidad autónoma. Sería la mejor forma de convencer a tantísimos millones de españoles de que la unión de ambas formaciones constituye a corto plazo la única alternativa plausible –otra cosa es que sea la más saludable– al actual Gobierno de España.