El próximo 21 de febrero la UNESCO celebrará un año más el Día Internacional de la Lengua Materna. Ese Día, como todos los días mayúsculos que se celebran hoy en el mundo –y hay tantos que el calendario, pobrecillo, no da abasto–, tiene un valor meramente simbólico. Sirve, o debería servir, para que tomemos conciencia de la importancia de la lengua mamada desde la cuna, sea esta la nuestra o la de cualquier otro ciudadano del mundo. Cierto, la lengua no es la leche, pero convendrán conmigo en que las campañas institucionales o asociativas que promueven en ambos casos la prevalencia de lo materno sobre lo artificial o sobrevenido apenas difieren entre sí: nada tan sano, tan nutritivo como lo natural, vienen a decirnos. A no ser, claro, que esas campañas se den en regiones o países caracterizados por eso que los sociolingüistas y los ingenieros sociales –uno y lo mismo, al cabo– llaman “lenguas en conflicto” y estén impulsadas por los afines a semejante doctrina. En este caso, sólo una de esas dos lenguas, la presuntamente “minorizada” a manos de la otra, se hará merecedora de los cuidados que corresponderían a lo materno.
Lo que no significa que esa lengua victimizada vaya a ser reivindicada como tal. Fíjense en el catalanismo, o sea, en el nacionalismo catalán en sentido lato. Durante el franquismo y hasta los tiempos mismos de la transición democrática reivindicó sin reparo alguno el derecho a la enseñanza en lengua materna. Fue llegar la autonomía y olvidarse al punto del término y del concepto. Para el catalanismo de aquel entonces la lengua ya no podía ser como la leche. Recordar en el discurso público la importancia de lo materno hubiera comportado admitir que existían en Cataluña millones de ciudadanos cuya lengua de cuna no era la que el nacionalismo quería ir poco a poco imponiendo. Hablar en su lugar de lengua propia, en cambio, remitía al territorio y no a los hablantes, a las piedras y no a las tetas –por decirlo a la manera de la inefable ministra Montero–. Y en eso tanto gobierno como oposición, catalanistas todos al cabo, estaban plenamente de acuerdo.
Hoy, tras más de cuarenta años de autonomía, sólo reivindican en Cataluña el derecho a la enseñanza en lengua materna beneméritas y esforzadas asociaciones, surgidas la mayoría del ámbito educativo y de la resistencia al nacionalismo. Y ese derecho lo reivindican para los castellanohablantes, que son, claro está, los que no lo tienen garantizado, sin que quepa inferir de ello que se lo niegan a los catalanohablantes. En absoluto. Pero como la política es el arte del posibilismo, muchas de estas asociaciones, antes que reclamar, como sería lógico, un modelo de tres líneas –dos monolingües y una bilingüe– donde cada familia pueda elegir la que mejor se ajuste a sus querencias, prefieren apostar por un modelo de escuela bilingüe, en el que tanto catalán como castellano sean usados como lenguas de la enseñanza.
Yo he sido siempre partidario de la libre elección de lengua. Y si me dieran ahora a escoger entre las tres líneas citadas para que un hijo mío recibiera instrucción en la escuela, es muy probable que, en vista de la ciénaga en que se ha convertido la sociedad catalana y de la utilización maniquea del idioma por parte del nacionalismo, optase por una línea monolingüe en castellano. O sea, por una lengua de enseñanza que no es mi lengua materna ni tampoco la de la madre de este hijo. Pero ello no impide que entienda perfectamente que una asociación como Asamblea por una Escuela Bilingüe (AEB) defienda con uñas y dientes ese mísero e insuficiente 25% de enseñanza en castellano reconocido por los tribunales y exija que se aplique en toda la geografía catalana –y pronto, espero, también en la balear–. Y no sólo lo entiendo, sino que aplaudo el empeño y la convicción con que la AEB lo demanda. A fin de cuentas, el posibilismo consiste en buena medida en saber medir los tiempos. Y, a veces, lo que puede parecer un paso atrás no es sino el frenazo necesario para tomar impulso y dar dos adelante. O los que hagan falta.