Suele ocurrir cada vez que se celebran elecciones generales en algún país de nuestro entorno: los resultados son analizados por los partidos políticos españoles –y por no pocos medios de comunicación afines– a conveniencia de parte, resaltando lo que pueden tener de propicio y subestimando cuanto no se adecua a sus intereses. Pero, por encima de todo, desde una óptica española, de forma muy parecida a como Julio Camba, ejerciendo de rana viajera, nos describía hace cosa de un siglo, siempre con sus compatriotas presentes en la retina, cómo eran los ingleses, los franceses, los alemanes, los italianos o los portugueses. Pasó con los resultados de las legislativas alemanas de septiembre de 2021 y ha vuelto a pasar ahora con los de las portuguesas del domingo. (En abril tenemos presidenciales en Francia, pero la propia naturaleza de estas elecciones, sin equivalente en España –mal que les duela a nuestros conspicuos republicanos de salón–, y la manifiesta insignificancia en que chapotea desde hace años la izquierda francesa, y en particular el partido socialista, nos ahorrarán sin duda el espectáculo.)
En todo caso, la mayoría absoluta de António Costa en Portugal no sólo ha desencadenado en las filas del socialismo patrio la lógica satisfacción –al punto, figúrense, de que hasta la balear Armengol se ha permitido mandar parabéns al vencedor–, sino que ha favorecido a un tiempo las especulaciones analógicas. ¿Ocurriría lo mismo en España si Podemos abandonara el Gobierno y arrastrara consigo la mayoría de los apoyos parlamentarios con que cuenta Pedro Sánchez? ¿O si fuera el propio Sánchez quien se adelantase y convocase elecciones anticipadas? Dejando a un lado que en España las cuentas públicas de 2022 ya están aprobadas y pueden prorrogarse de cara a 2023; que la distancia que separa hoy en día al PSOE de la mayoría absoluta es sideralmente superior a la que precisaba el Partido Socialista Portugués para alcanzarla en la Asamblea de la República cuando sus aliados parlamentarios tumbaron su propuesta de presupuestos, y que, en fin, los españoles podemos ser más o menos iberistas, pero no por ello vamos a ser portugueses y comportarnos como tales; dejando a un lado todo lo anterior, insisto, y cuanto pueda añadirse de un orden semejante, lo verdaderamente significativo, lo que constituye el hecho diferencial español con respecto a cualquier otra democracia europea, es el nacionalismo, o sea, los nacionalismos centrífugos y disolventes que acarreamos.
Lo vimos en el pasado, donde, mandara quien mandara, PSOE o PP, y sin mayoría absoluta –por imperiosa necesidad de formar gobierno– o con ella –por si acaso–, los nacionalismos vasco y catalán han sacado siempre tajada, ya estatal, ya autonómica, de su presencia en las Cortes. Y lo estamos viendo en estos últimos años, de forma particularmente dolorosa, con los gobiernos de coalición socialcomunista y sus cesiones continuas y crecientes a los separatismos. Este es el hecho diferencial español. No hay otro. Y mientras no cambiemos las reglas del juego electoral y la propia ley de partidos, poco importa la naturaleza del país vecino al que aspiremos a emular: aquí seguirán mandando los de siempre, más moderados o radicales, según sople el viento político, pero nacionalistas al cabo. O sea, disolventes y centrífugos.
Cuarenta años atrás, si la contabilidad no me falla, iba yo recorriendo en coche el Ampurdán con un amigo y el delegado territorial de Cultura de la Generalidad para el que este amigo trabajaba, cuando, al pasar junto a unas ruinas, ya no recuerdo si griegas o romanas, que estaban siendo excavadas, el delegado exclamó: “¡Para que luego digan que no tenemos dos mil años de historia!”. El hombre, por supuesto, militaba entonces en Convergencia. Ahora, si aún viviera, estaría detrás de Puigdemont y suscribiría sin duda, henchido de orgullo, ese currículo de la ESO que el actual Gobierno de la Generalidad ha elaborado y en el que, por ejemplo, la asignatura de Latín tiene como uno de sus propósitos que el alumno sea capaz de “valorar y argumentar el papel de la civilización latina en el origen de la identidad catalana y europea”, sin que la pobre Hispania, incluso sin identidad, aparezca en parte alguna del texto.
A eso hemos llegado con nuestras particulares e intransferibles jerigonzas políticas. Y así las cosas, estarán de acuerdo conmigo en que no deja de ser un milagro que todavía exista esta España nuestra.