El jueves de la semana pasada el diario Abc revelaba que entre las alegaciones que la Real Academia de la Historia (RAH) había presentado al proyecto de real decreto en el que figuran las enseñanzas mínimas que nuestros futuros bachilleres habrán de estudiar y cuyo dominio se supone que habrán de acreditar –lo cual convendrán conmigo en que es mucho suponer, tal como están la cosas en el Ministerio de (la) Alegría–; que entre esas alegaciones, decía, había una referida a la Segunda República que debería producir tanto estupor como sonrojo a cualquiera que conozca mínimamente el discurrir de aquel régimen malogrado. Nuestros académicos advertían de que no podía hablarse, como hacía el texto ministerial, de reacciones antidemocráticas y violentas desde sectores contrarios a las reformas democratizadoras que la República había emprendido, sin aludir a un tiempo a otras reacciones similares de signo ideológico radicalmente distinto. Dicho de otro modo: para la RAH, el naufragio no podía imputarse tan sólo al viento de proa; también la falta de pericia de quienes gobernaron la nave y la indisciplina, cuando no el sabotaje, de la propia tripulación eran responsables de lo sucedido. No hace falta añadir que la alegación, por razonable y ajustada a la verdad que fuera, no pasó la criba ministerial.
Dos días después de esta noticia el historiador Julián Casanova publicaba en el diario El País una tribuna de opinión titulada "Orden y conflicto en la República". En ella Casanova sostenía que en el periodo comprendido entre el 31 de diciembre de 1931 y el 5 de enero de 1932, caracterizado por un reguero de enfrentamientos entre jornaleros y obreros en huelga, por un lado, y la Guardia Civil, por otro –con un saldo de víctimas mortales en las que la peor parte, como es natural, se la habían llevado de largo los primeros–, había sido crucial para el régimen. Antes del 31 de diciembre “la República no vivía un momento de especial tensión”, sostiene el historiador, pero a partir de entonces esa “realidad y leyenda de un Estado que no controlaba (…) sus medios de represión” se impondría. Tal fue el patrón, en suma, que definiría “los conflictos durante los años siguientes”, hasta llegar al golpe de Estado de julio de 1936.
Casanova dice bien. Esa clase de conflictos no sólo se dieron a menudo durante la República, sino que fueron a más. Pero no dice todo lo que debería haber dicho. Así, no deja de resultar sorprendente que en su artículo omitiese –confío en que no de forma deliberada– lo ocurrido en los dos grandes conflictos de 1934. Ya sea en el caso del golpe de Estado de Companys y compañía contra el Gobierno de la República, ya sea en el de la Revolución de Asturias –resultado de una llamada en toda España a una huelga general revolucionaria en la que tuvieron un papel protagonista tanto el PSOE como la UGT y la CNT–, el patrón fue muy distinto. Mucho más cercano, para entendernos, al parecer de otro historiador, Enric Ucelay-Da Cal: “En el contexto de los años treinta en España, casi no había opciones políticas que no viesen la fuerza como una alternativa aceptable a las urnas”.
Si he puesto en relación el contenido de la futura asignatura de Historia de España con el de la tribuna periodística de Julián Casanova es porque, a mi modo de ver y más allá de las lógicas diferencias de género, ambos padecen de un mismo mal, el de no querer ver o, en todo caso, no querer admitir qué fue en realidad la Segunda República. En 1944 Orwell afirmaba que Arthur Koestler, al igual que unos pocos autores del momento, intentaba “escribir la historia contemporánea, pero la historia no oficial, la que no se incluye en los libros de texto y se falsea en los periódicos”. Por desgracia, no parece que andemos hoy muy lejos de la situación descrita por el autor de Homenaje a Cataluña –y de la que Koestler, el propio Orwell y cuatro más fueron honrosas excepciones–, si nos atenemos a la frecuencia con que en España políticos e historiadores recurren a esta clase de omisiones y de medias verdades. En especial en lo relativo a ese trágico e infausto capítulo de nuestra historia común.
Si bien se mira, la historia de la Segunda República española que nos quieren vender no dista mucho de la que aparecía en una cualquiera de aquellas Vidas ejemplares que los que acarreamos ya un montón de años leíamos cuando niños. No, aquel régimen no fue santo ni modélico, ni pródigo en milagros, por más que nos legara, entre lo bueno, obras valiosas y algunas vidas ciertamente ejemplares, casi todas ajenas a la política.