Cuando algo no funciona, tienes dos soluciones: o bien tratar de arreglarlo, o bien dejarlo a un lado y procurarte una alternativa que te saque del apuro. En España son cada vez más quienes optan por lo segundo, quienes consideran que a estas alturas ningún rendimiento futuro alcanzaría a justificar el coste de un hipotético arreglo. Me refiero al país, claro. No tanto a su clase política como a la propia sociedad española, depauperada a más no poder y llena de impedimentas y ataduras, de la que nuestros representantes públicos no son sino el triste y deplorable reflejo. Y, puestos a hacer mudanza –siempre y cuando uno esté en condiciones personales y familiares de acometerla, se entiende–, lo que nos pilla más cerca es Portugal.

Dicha proximidad no guarda ninguna relación con el kilometraje. Para un balear, por ejemplo, Portugal está mucho más cerca que Francia. Y lo mismo cabría decir en el caso, pongamos, de un vasco, un navarro, un aragonés o un catalán. Sólo quienes residen en alguno de esos recónditos pueblecitos de los Pirineos pueden sostener lo contrario. Y es que en España, si exceptuamos el mar, no existe otra frontera que la que nos separa de Francia. La de Portugal no es en verdad una frontera, es una raya –de ahí el nombre con que se la conoce–. Difiere, eso sí, de esos confines de África u Oriente Medio donde el trazado rectilíneo delata la mano geométrica de la colonización y posterior descolonización europeas. Nuestra Raya, en cambio, es fruto de la Reconquista, las guerras hispano-lusas y sus correspondientes tratados, y sigue hasta cierto punto eso que convenimos en denominar accidentes geográficos. E, insisto, lo verdaderamente importante es que ni siquiera estamos ante una frontera.

Aquel viejo sueño llamado iberismo que, al igual que el Guadiana, asoma de tarde en tarde y que acariciaron intelectuales como Menéndez Pelayo, Unamuno, Maragall o Gaziel, por un lado, o como Oliveira Martins o Pessoa, por otro, se nutre en el fondo de esa realidad. Por eso afirmaba yo al principio de este artículo que la mejor mudanza a la que puede aspirar un español de nuestros días, la más accesible y apetecible, es la que tiene a Portugal como destino. Por eso y por otras razones, que paso a enumerar.

Empecemos por lo más perentorio. Portugal es un país –no el único, ciertamente– donde uno puede procurarse test de antígenos en los supermercados a 2,10 euros la unidad, mientras que en España esos mismos test sólo pueden adquirirse en las farmacias y, a la espera del tope que vaya a fijar hoy el Gobierno, a unos precios que oscilan ente 6 y 12 euros la unidad –a condición, claro, de que uno dé con una farmacia que no haya agotado las existencias–. Así, los cerca de treinta establecimientos con que cuenta ya Mercadona en Portugal ofrecen allí lo que se les impide ofrecer, igual que al resto de las grandes superficies, aquí.

Sigamos. El IPC portugués había subido el pasado mes de diciembre menos de la mitad de lo que había subido el español. Y para el presente año, las previsiones son que esa diferencia se mantenga. Añadamos, por otra parte, que, en relación con el conjunto de los países de la Unión, Portugal es el segundo donde menos crece la inflación; sólo le supera Malta. Y, aún en el ámbito económico, no deberíamos olvidar que la tasa de desempleo en Portugal era el pasado noviembre del 6,3%. Sobre todo porque ese mismo mes España, con un 14,1%, tenía el triste honor de encabezar el ranking de la Unión Europea.

Pasemos al campo de la educación. De acuerdo con el último informe PISA que elabora la OCDE, correspondiente a las pruebas realizadas en 2018 –la edición de 2021 se aplazó debido a la pandemia y se llevará a cabo, en principio, la próxima primavera–, en matemáticas y ciencias España está por debajo de la media de los países económicamente desarrollados. Los resultados de Portugal, al contrario, no sólo están por encima de los de España, sino también de la referida media. En cuanto al abandono escolar temprano, la tasa española era en 2020 del 16% –la segunda más alta de la UE, sólo superada por la maltesa–, mientras que la portuguesa era del 8,9%, por debajo de la media de los 27 de la Unión. Y acaso lo más significativo de todo, a modo de recordatorio: en 2002, cuando se implantó el euro, la tasa de abandono escolar de Portugal era superior a la de España.

Y, en fin, ya en el terreno político y aprovechando que el 30 de enero hay elecciones parlamentarias en Portugal, me atrevería a decir que para millones de españoles, y al margen incluso de los resultados electorales, lo más relevante tal vez sea la vigencia en el país vecino de este punto 4 del artículo 51 de su Constitución: “Ningún partido será constituido con nombre o programa que tenga naturaleza o alcance regional”. 

Así las cosas, permítanme que concluya afirmando que, si bien lo nuestro no puede ser declarado aún siniestro total, menos mal que nos queda Portugal.


Queda Portugal, menos mal

    13 de enero de 2022