Hará cosa de quince años, andaba yo empeñado con unos amigos en ponerle cuna y tumba a Aly Herscovitz, la amante judía de Josep Pla que murió gaseada en Auschwitz, cuando me topé por primera vez con el proyecto Stolpersteine. Y nunca mejor dicho eso de toparse, por cuanto el término está formado a partir de Stolpern (‘toparse, tropezar’) y Stein (‘piedra, adoquín’). Para quien no conozca en qué consiste, indicaré que es una iniciativa del artista berlinés Gunter Demnig para honrar, mediante la colocación de adoquines en la vía pública, la memoria de las víctimas del nazismo, no de modo conjunto, sino, a poder ser, de una en una. Ese adoquín con el que hay que tropezar ni que sea simbólicamente está coronado por una placa dorada donde constan el nombre de la víctima, el año de su nacimiento y el año y lugar de su muerte o deportación, esto es, de su asesinato. Suele ubicarse, por lo demás, frente al último domicilio conocido de quien emprendió aquel viaje sin retorno.

El proyecto, nacido hace tres décadas en Alemania, se ha extendido ya por muchos países europeos. España no constituye ninguna excepción. El hecho de que muchos republicanos españoles, tras tomar el camino del exilio en enero de 1939, engrosaran a partir del año siguiente las filas de la Resistencia o simplemente trataran de sobrevivir en algún rincón de la Europa conquistada por Hitler y sometida al dictado del nacionalsocialismo les convirtió también en carne de cañón. De ahí que hoy existan cerca de medio millar de estos adoquines en España, diseminados por unos ochenta municipios. Las comunidades autónomas con más Stolpersteine son Cataluña y las Islas Baleares.

Y es justamente en esta última comunidad, en la localidad mallorquina de Manacor para ser exactos, donde el actual alcalde, el pancatalanista Miquel Oliver, que lidera una coalición de gobierno formada por Més per Mallorca, ERC, PSIB-PSOE y Unidas-Podemos –el mismo mejunje ideológico, al cabo, que encontramos en el Consejo de Mallorca, el Gobierno Balear y en tantas otras instituciones insulares y del resto del archipiélago–, aparecía fotografiado el pasado 29 de diciembre depositando un clavel rojo junto a una Stolperstein situada justo enfrente del portal del Ayuntamiento. El adoquín estaba dedicado a Antoni Amer Llodrà, alias Garanya, y había sido trasladado hasta allí desde su emplazamiento original, delante de la casa donde vivió y donde Gunter Demnig lo había instalado tres años antes. ¿Y quién era Antoni Amer, se preguntará sin duda el lector? ¿Un republicano que se vio forzado a abandonar España al término de la guerra civil y acabó con sus huesos en uno de esos campos de la muerte nazis? En absoluto. Amer fue alcalde de Manacor durante la Segunda República española y el 29 de diciembre de 1936 unos falangistas dieron con él –llevaba cerca de medio año huyendo y escondiéndose– y lo asesinaron.

Que un exalcalde vilmente asesinado merezca un reconocimiento allí donde ejerció el cargo que de algún modo supuso su sentencia de muerte –como pasó con tantos políticos de uno y otro bando en aquellos tiempos aciagos– me parece digno de respeto y rememoración. ¿Pero por qué con una Stolperstein? ¿Qué relación guardan las víctimas de la guerra civil –sean a manos de falangistas y carlistas o de anarquistas y comunistas– con las del nazismo, más allá de su condición de víctimas? Jesús Jurado, miembro de Unides-Podem y secretario autonómico de Sectores Productivos y Memoria Democrática del Gobierno Balear –la amalgama de competencias invita al dicho aquel de la gimnasia y la magnesia– y cofinanciador de la iniciativa, tiene la respuesta. A su juicio y al de Memoria de Mallorca –una de tantas forces de frappe asociativas a las que recurren la izquierda y el nacionalismo–, franquismo y nazismo “son dos patas del mismo taburete”, como certificaría la ayuda prestada por el gobierno de Hitler al de Franco. (Un razonamiento, por cierto, que podría aplicarse por igual al gobierno de Stalin en relación con el de la República, por más que ni Jurado ni Memoria de Mallorca vayan a caer en la tentación de hacerlo.)

También cabe preguntarse, claro, por qué Gunter Demnig ha accedido a fabricar e instalar adoquines en recuerdo de las víctimas republicanas de la guerra civil y el franquismo. Es verdad que a esas piedras se les ha puesto otro nombre, Remembrance Stones, pero en el fondo son uno y lo mismo con sus primigenias Stolpersteine, como puede comprobarse en el portal oficial del Ayuntamiento de Manacor donde, aludiendo a la colocada en homenaje al alcalde Amer, no aparece otra designación que Stolpersteine. Quizá Demnig, cuyo padre formó parte de la Legión Cóndor, se siente impelido a purgar con sus piedras las bombas que fue sembrando su progenitor. O quizá las razones sean de una índole aún más pedestre. Al fin y al cabo, los artistas también tienen que vivir.

Aun así, acaso lo más significativo de toda esta historia sea la degradación del lenguaje que trasluce. Stolpersteine, lo mismo que Holocausto o negacionismo, son términos inherentes a la gran tragedia de la humanidad en el siglo XX: la operación de exterminio de los judíos europeos, planeada por los jerarcas nazis en la Conferencia de Wannsee, de la que el próximo día 20 van a cumplirse 80 años, y perfectamente ejecutada por toda la maquinaria criminal a su servicio hasta el fin mismo de la Segunda Guerra Mundial. Extenderlos a otros contextos, por bárbaros y luctuosos que resulten, no sólo revela un antisemitismo latente, sino que evidencia hasta qué punto el relativismo y la consiguiente refutación de la verdad amenazan con devolvernos a épocas que muchos quisimos creer felizmente superadas.

Una Stolperstein en Manacor

    6 de enero de 2022