Les hablaba yo el otro jueves de lo mucho que los españoles deberíamos aprender de los portugueses. Lo que no significa, claro está, que todo lo que hacen los portugueses, como oportuna y amablemente me indicó Diogo Noivo –quien conoce el paño, sobra precisarlo, muchísimo mejor que yo–, merezca la pena ser imitado. No lo dudo. Pero los datos a los que me agarraba y algún otro que dejé en el tintero para no alargar demasiado mi exposición son los que son, por más que, puestos a comparar ambos países, se les pueda contraponer –en el orden político, social y económico– otros indicadores no tan favorables. Decía que los datos son los que son, pero quién sabe si en un caso concreto no lo son por poco tiempo. El propio Noivo me advirtió, en relación con lo que había escrito, que el artículo 51.4 de la Constitución portuguesa que yo tanto celebraba (“Ningún partido será constituido con nombre o programa que tenga naturaleza o alcance regional”) podía tener los días contados.
El caso es que en la presente campaña para las elecciones legislativas del 30 de enero uno de los asuntos que están sobre el tapete es el de la “regionalización” del país. Se trata de un tema recurrente, pero nunca hasta hoy la principal fuerza política opositora, el Partido Social Demócrata –de centro derecha y con posibilidades de victoria en las urnas–, se había mostrado dispuesta a entrar en el juego propuesto por el Partido Socialista y el resto de la izquierda y convocar un nuevo referendo –ya hubo uno en 1998, en el que venció el no– para aprobar una reforma territorial del Estado. Es verdad que, según lo anunciado por los distintos líderes, esa regionalización tendría por de pronto un carácter marcadamente administrativo, descentralizador, en tanto en cuanto favorecería la creación de una estructura intermedia entre el Estado y los municipios. Pero también lo es que toda estructura de este tipo comporta traspasos de competencias del Estado a las nuevas instituciones supramunicipales, o sea, dinero contante y sonante, cargos retribuidos y capacidad de gestión y decisión. En definitiva, poder.
No parece, insisto, que la intención de los actuales adalides de la regionalización sea ir, de momento, más allá. Es decir, derogar el artículo 51.4 de la Constitución que prohíbe la existencia de fuerzas políticas de ámbito regional. Pero nunca se sabe. Una vez creado un organismo de esta naturaleza, lo difícil es mantenerlo en sus parámetros iniciales, puramente administrativos. Piensen en el caso de España. Y no tanto en las comunidades autónomas llamadas “históricas” o de “vía rápida” –de las que ya tenemos ejemplos sobrados de lo que son capaces como roedores de los cimientos del Estado– como en las otras, las de “vía lenta”. Su engorde ha sido considerable. Y las peticiones y exigencias de un incremento en el cebo, constantes. Por no hablar de la aparición, en dichos territorios, de más y más partidos de alcance regional, cuyo único interés, aparte del propio partido, es la propia región. Hasta el punto de que puede afirmarse, sin exageración ninguna, que, habida cuenta de todo lo anterior, la única España digna de lucir hoy el marbete de “vaciada” es la encarnada por el Estado español. Y es que aquel “café para todos” que el ministro Clavero Arévalo puso de moda en el arranque de la Transición, tan bienintencionado, ha dejado unos lodos en los que nos vamos hundiendo, nos guste o no, sin remedio.
Y aún hay más. Este vaciado del Estado tiene como contrapunto no sólo el engorde de todas las comunidades autónomas, sino también, por paradójico que resulte, su progresiva centralización. No es sólo una cuestión de señorío; también de eficiencia. Los gobiernos regionales se centralizan, por hache o por be, cada vez más, y van creando pequeños Estados jacobinos ante la dejadez y los achaques del Estado común. Lo último de que tenemos conocimiento en ese interminable acopio de poder por parte de las regiones es la pretensión de los socios nacionalistas del Gobierno de que la reforma de la reforma laboral incluya la prevalencia de los convenios colectivos autonómicos sobre los estatales. Y desengáñense los municipalistas de buena fe: la descentralización operada en España no alcanza ni alcanzará jamás de forma mínimamente significativa el último estadio del proceso, consistente en la cesión de competencias de las autonomías a los municipios. Hasta ahí podíamos llegar, dirán los nuevos jacobinos regionales.
Ignoro si nuestros amigos portugueses tienen en mente la experiencia de nuestro Estado de las Autonomías, aunque parece difícil que no sea así. Por si acaso, harán bien en estar vigilantes si deciden abrir el melón del regionalismo. Por más que a primera vista pueda parecer sabroso, se va volviendo con el tiempo agridulce y en no pocos casos acaba atragantándose.