La nostalgia es compañera de la edad. Uno no nace nostálgico, a no ser, claro, que posea un gen romántico o nacionalista –un hervor similar, al cabo– que lo predisponga al bucle melancólico desde la cuna. La nostalgia requiere una cocción lenta. Cuantos más años arrastramos, más nos afecta. En especial por estas fechas. Yo nací el Día del Gordo, cuando todo el mundo, o casi, tiene la mente puesta en la Navidad y en los demás festejos que nos aguardan. Quiero decir que la celebración de mis años, ya generosos, se mezcla sin remedio con las largas sobremesas familiares, donde no faltan nunca retazos de tiempos vencidos, y con el recuerdo de quienes estuvieron ahí sentados y ya no están.
No tomen, por favor, lo que antecede como un lamento, ni mucho menos como un llanto –al que los nostálgicos, por cierto, son tan proclives–, sino como una mera constatación. Así son las cosas. Y en mi caso –y creo que en el de no pocos de mis coetáneos– esa nostalgia se proyecta a menudo sobre los valores de una época, la Transición, y sobre las bondades de un modelo de enseñanza tradicional, ambos en fase manifiestamente menguante. El haberlos vivido me autoriza a rememorarlos, sin que eso signifique, por supuesto, que no les asista el mismo derecho a aquellos cuyo conocimiento de los hechos sea vicario, fruto de lo leído o de lo narrado por quienes sí los vivieron.
La Transición fue un periodo convulso, no muy distinto de lo que han sido en la historia de Occidente los prolegómenos de algunas revoluciones. Pero si en nuestro caso no llegó la sangre al río –o la que llegó, al menos, fue muchísima menos de la que unos cuantos hubieran querido ver derramada en su afán por sembrar el terror–, la causa hay que buscarla en la voluntad de concordia de la inmensa mayoría de los ciudadanos. Un alto porcentaje de los españoles de entonces habían vivido y padecido la guerra civil. Otros muchos, aun sin haberla vivido, habían padecido también sus efectos secundarios. En todo caso, ninguno de ellos quería volver a aquellos tiempos. Ni por asomo. La gran virtud de nuestra clase política fue saber interpretar este sentir y anteponer la reconciliación a la tentación de echarse, unos a otros, los muertos a la cara. Sólo hubo una excepción notoria y doliente, el nacionalismo vasco, atento ya a agitar el árbol y recoger las nueces, como muy bien explica uno que lo vivió de cerca y en primer plano, Iñaki Arteta, en su tan saludable Historia de un vasco (Espasa). En síntesis: la Transición valió la pena. Y la nostalgia con que algunos la recordamos hoy tiene mucho que ver, sobra precisarlo, con la zozobra del presente, lo mismo en lo político que en lo social.
En cuanto al modelo de enseñanza tradicional, mis vivencias no se circunscriben a la instrucción recibida en un excelente colegio de pago, el Liceo Francés de Barcelona, sino que se extienden al ámbito familiar y, en concreto, al ejemplo paterno. Mi padre fue un prestigioso catedrático de griego de uno de los mejores centros de enseñanza media de la ciudad, el Instituto Montserrat. Del valor de sus enseñanzas no tengo la menor duda, pues me ha sido sistemáticamente confirmado por cuantas exalumnas –el Montserrat era un instituto femenino– me he ido encontrando a lo largo de la vida. Y, aparte de las suyas, de las de muchos de sus compañeros de claustro o de profesión. Ese modelo hoy tan denostado respondía a lo que Hannah Arendt, a mediados del pasado siglo, consideraba que debían ser, contra viento y marea, los pilares de la educación, y a los que aludía en parte Javier Benegas aquí mismo hace unos días a propósito del impacto en la juventud de la desaparición de la jerarquía. Decía Arendt: “Por su propia naturaleza la educación no puede renunciar a la autoridad ni a la tradición, y aun así debe desarrollarse en un mundo que ya no se estructura gracias a la autoridad ni se mantiene unido gracias a la tradición”. Tampoco creo que en este caso deba precisar a qué obedece mi nostalgia. Y si por casualidad algún lector abriga dudas al respecto, le bastará para disiparlas con echar una ojeada al texto de la última ley educativa, así como a las disposiciones y los currículos que de ella se siguen, y con recordar que es gracias a ese modelo que nuestros pedagogos califican de renovador que España tiene el altísimo honor de figurar desde hace por lo menos un par de décadas en el furgón de cola de cuantos rankings educativos merecen ser tenidos en cuenta.
Un último apunte antes de terminar. A nadie se le escapa que detrás de la nostalgia está siempre el trampantojo de la juventud. Lo que uno recuerda al cabo de los años pertenece a un tiempo en que la edad no sobraba. ¿No será, pues, que lo echamos en falta sólo porque entonces éramos jóvenes? Quisiera creer que no.