No seré yo quien escriba un artículo para intentar blanquear la responsabilidad del nacionalismo en la política educativa catalana. Desde la formación del primero de los gobiernos de Jordi Pujol hasta el presidido hoy en día por el ínfimo Pere Aragonès, la educación ha sido cosa suya. Hubo una legislatura, es verdad, en la que estuvo en manos socialistas –entre 2006 y 2010, con Ernest Maragall como consejero–, pero para convencerse de que también entonces fue presa del nacionalismo basta reparar en la ubre partidista a la que se agarra una década más tarde el otrora consejero. No; en 41 años no ha habido viraje alguno, ni siquiera frenazo o reducción de la marcha, en el propósito original: servirse de la educación como un proyecto de ingeniería social cuyo fin último era la conformación de un coto vedado a toda visión del mundo que no fuera la prescrita por el nacionalismo. Una visión, no hace falta añadirlo, donde la llamada lengua propia ha ocupado siempre una posición nuclear.
En Soumission, la novela de Michel Houellebecq que trata de la supuesta llegada a la Presidencia de la República Francesa del candidato de una imaginaria Fraternidad musulmana por medio de su alianza con el Partido Socialista, no todo es pura y estricta ficción. Mejor dicho, hay pasajes que, aun siendo ficción, nadie diría que lo son. Así, en un momento dado, Houellebecq pone en boca de uno de sus personajes lo siguiente: “La verdadera dificultad, el escollo de las negociaciones [entre ambos socios con vistas al reparto de carteras en un futuro gobierno], es la Educación nacional. El interés por la educación es una vieja tradición socialista, y el sector docente es el único que jamás ha abandonado al Partido Socialista, que ha seguido apoyándolo hasta el borde mismo del precipicio; sucede, sin embargo, que aquí lidian con un interlocutor aún más motivado que ellos (…)”. Pues bien, salvadas sean las distancias –lo mismo entre ficción y realidad que entre Francia y España–, resulta difícil no ver en estas palabras un reflejo del estado de la educación a este lado de los Pirineos. Sólo que en nuestro caso, más que de competición o litigio entre socialistas y supremacistas corresponde hablar, por obra y gracia del Estado de las Autonomías, de asistencia mutua.
Pero volvamos a Cataluña y sus miserias. Anteayer leía aquí mismo que UGT y CCOO llamaban a sus afiliados a participar en la manifestación y posterior concentración del próximo sábado en Barcelona en contra de la sentencia del Tribunal Superior de Justicia de Cataluña que obliga a realizar un mínimo del 25% de horas lectivas en castellano. Ninguna sorpresa, sobra indicarlo. No van a morder esos paniaguados la mano de quienes llevan décadas dándoles de comer, tanto más cuanto a nadie escapa que detrás de la plataforma Som Escola, convocante de la protesta, se halla el mismísimo Gobierno de la Generalitat y sus múltiples tentáculos asociativos. Pero la noticia también señalaba que el PSC, tras plantearse participar en el acto, había terminado por aferrarse a la burda excusa de que aquel día tiene congreso extraordinario para no asistir –como si un congreso requiriera, por cierto, del concurso de toda la militancia–. Y es de lamentar esa ausencia, porque si un partido merece estar allí en primera línea ese es precisamente el PSC.
Se han publicado estos días un montón de columnas o reportajes sobre el caso de la familia de Canet. En algunas de esas piezas se ha mencionado con razón el papel de los socialistas catalanes –y, en general, del socialismo hispánico– como vital y fiel coadjutor en la aplicación de la inmersión lingüística y en el consiguiente adoctrinamiento en las aulas. Pero en ninguna de las que he leído, y han sido muchas, se ha aludido a la responsabilidad principalísima del PSC en todo el proceso. No ya por omisión, sino por acción. Si en los albores de la autonomía el PSC no hubiera convencido a CIU de arrumbar el modelo del PNV por el que apostaba –o sea, el de las tres líneas determinadas por la lengua o las lenguas vehiculares libremente escogidas– en favor de uno de línea única, donde el catalán debía tener un peso preponderante, dudo mucho que hubiésemos llegado, 41 años más tarde, a lo que conocemos. Cuando menos con parecida intensidad. Fue el PSC quien lo puso como condición para alcanzar un gran acuerdo –no sé si lo llamaron incluso “de país”– sobre el uso de la lengua en la educación, y CIU, claro está, la que lo asumió gustosa. Conviene recordarlo. Y, sobre todo, conviene no olvidarlo para cuando llegue la hora de ajustar cuentas electorales allí donde proceda.