Si damos por bueno que el centrismo es la búsqueda del juste milieu, la pretensión de ocupar en el tablero político ese justo medio más o menos equidistante de ambas orillas ideológicas, habrá que convenir que en España no ha existido otro partido de centro con representación parlamentaria que el CDS, esto es, aquel Centro Democrático y Social que Adolfo Suárez fundó en 1982 con parte de los restos de una UCD que se había ido descomponiendo a marchas forzadas por méritos propios. Como propios fueron en gran medida los méritos que desembocaron, diez años más tarde, en la práctica irrelevancia del partido tras los malos resultados electorales y la dimisión de su presidente-fundador. Sea como sea, hubo en el CDS –y antes en la UCD– ese trazo de dignidad que caracterizó en todo momento la trayectoria política de Adolfo Suárez. Una dignidad que en nada empañan los sucesivos fracasos en las urnas y que para sí quisieran los dos grandes partidos nacionales que terminaron por adueñarse, en aquel final de siglo XX, del centro político.
Decía que el CDS ha sido el único partido de centro con representación parlamentaria de nuestra democracia –la UCD, en puridad, no fue nunca un partido, sino una suma de siglas mal avenidas reunidas en torno a la figura de Adolfo Suárez–, y es normal que, llegados a este punto, el lector se pregunte: ¿y Unión Progreso y Democracia? ¿Y Ciudadanos? Tanto por ideario como por programa, ambos reivindicaban –y la segunda fuerza todavía reivindica– ese espacio que abarca desde el centro derecha hasta el centro izquierda y en el que se inscriben valores y políticas propios del liberalismo y la socialdemocracia. ¿Por qué no tenerlos también en cuenta como expresiones de ese mismo centrismo? ¿Por qué no considerarlos como manifestaciones actualizadas de aquel juste milieu encarnado por el CDS? A mi modo de ver, porque lo que caracterizó a esos partidos desde sus primeros balbuceos no fue tanto esa búsqueda de un punto intermedio, más o menos equidistante, como su defensa tajante de los principios constitutivos de una democracia liberal, lo que conllevaba una oposición frontal a toda forma de nacionalismo.
Cs y UPyD nacieron en Cataluña y en el País Vasco, respectivamente, y no por casualidad. Su llegada al mundo estuvo directamente ligada, como he indicado, a la lucha contra el nacionalismo, o sea, a la necesidad de llenar con formaciones de nuevo cuño el vacío dejado por el desistimiento de las fuerzas políticas nacionales a la hora de plantar cara a la bestia. Fue así, por lo demás, como se percibió entonces su aparición, lo mismo en esas regiones que en el resto de España. Porque nacionalismo equivalía a atropello de los derechos fundamentales –y en particular, en el caso de Cataluña, del derecho a la escolarización en la lengua oficial del Estado y a su uso como lengua institucional–, y equivalía a corrupción generalizada, a puesta en cuestión del Estado de derecho, a abandono de los problemas más perentorios de los ciudadanos y, en definitiva, a desigualdad, injusticia, discriminación y mengua de libertades. ¿Significaba aquello que esos nuevos partidos no tenían otro discurso que el de franca oposición al nacionalismo? No, claro está. Eran partidos básicamente reformistas, en la medida en que eran partidarios de acometer cuantas reformas fueran precisas para afianzar el progreso económico y social y el bienestar de los ciudadanos. Pero, para lograrlo, había que superar primero el escollo identitario.
Así pues, la imagen que proyectaron y acabó imponiéndose fue la resistente. Sobre todo en lo relativo a Ciudadanos. Es verdad que dicho partido, como antes UPyD, insistía en ofrecerse a las dos fuerzas mayoritarias como soldadura o añadidura para que no se vieran obligadas a pactar con las formaciones nacionalistas de turno, lo que de paso le permitía reclamar para sí ese centro político tan preciado. Pero su crecimiento en el ámbito nacional no fue tanto deudor de esa supuesta y apetecible centralidad reformista como de su antinacionalismo radical primigenio. En este sentido, la deriva del Gobierno de la Generalitat y su apuesta por el golpismo le vino a Cs como agua de mayo para afianzar su imagen resistente y expandirse por toda la geografía española.
Y en eso llegó Vox, con un discurso desacomplejado, radical, excluyente, y unas maneras con las que Ciudadanos, precisamente por su reformismo programático, difícilmente podía competir. Y luego vino el gran trompazo electoral con Rivera todavía al frente. Y al poco, los líos internos. Y los bruscos cambios de rumbo, como ese apoyo incomprensible a la última prórroga del estado de alarma. Y las marrullerías de la vieja política, concretadas en la esperpéntica moción de censura en la Asamblea Regional de Murcia. Y más fracasos en las urnas, en esta ocasión autonómicas, antes y después de la fallida moción.
Ciudadanos anda hoy por la arena política como alma en pena. Hay de qué. Los pronósticos electorales son más que sombríos. Y, como suele ocurrir en estos casos, cunde la división y el desánimo en las diezmadas filas del partido. Aun así, sus dirigentes afirman –al igual que en noviembre de 2019, faltando escasos días para el batacazo en las urnas– que la remontada es posible. ¡Qué van a decir, los pobres! Pero, a estas alturas, todo indica que pierden el tiempo. El espacio de centro ya está copado de nuevo. Y no precisamente por quienes se reclaman, acaso con justicia, de centro.