Empecé a dar clase en la universidad hace tres décadas por una de esas casualidades de la vida. En aquel entonces yo tenía amistad con Iván Tubau, una amistad fresca, nacida un par de años antes a raíz de su ingreso como colaborador de opinión en el Diari de Barcelona, donde yo trabajaba y adonde él había llegado tras ver como el otro diario en catalán de la época, el muy nacionalista Avui, dejaba de publicarle sus artículos por considerarlos excesivamente alejados –entiéndase desviados– de su línea editorial. El caso es que a Tubau, que era profesor titular del Departamento de Periodismo de la Facultad de Ciencias de la Comunicación de la Autónoma barcelonesa y llevaba ya un cuarto de siglo en la casa, le correspondía un año sabático y pensaba, cómo no, tomárselo. Entre sus prerrogativas estaba la de sugerir un sustituto. Y me propuso. Es más, me dejó sus apuntes para que los fotocopiara, por si podían serme útiles. Lo fueron.
Fue allí, en aquellas cuartillas escritas con su hermosísima letra de dibujante, donde leí por primera vez la expresión “coartada del medio”. O acaso –la asignatura que impartía trataba de los géneros de opinión– “el articulista como coartada del medio”. El profesor y a la vez articulista Tubau consideraba que todos los periódicos procuraban tener en su elenco de colaboradores a alguno o algunos que disintieran de la línea editorial del medio, a fin de que no pudiera achacárseles falta de imparcialidad –o de pluralismo, como se dice ahora–. Así, si la cabecera era de izquierdas, siempre había un par o tres de articulistas que eran de derechas. Y viceversa. Y si el periódico era nacionalista, siempre había alguna firma que no lo era. Ese había sido el caso del propio Tubau en el Avui. Lástima que se tomara demasiado en serio su derecho a la libertad de opinión, lo que llevó a la dirección del rotativo, como ya he indicado, a prescindir de sus servicios y, por lo tanto, a renunciar a lo que pudiera significar como coartada la presencia de sus artículos en las páginas del diario.
No recuerdo si en aquellos apuntes se aludía también a la radio y a la televisión, aunque me inclino a pensar que más bien no, dado que la asignatura se enmarcaba en el área del periodismo escrito, y la radio y la televisión ya disponían de las suyas. Aun así, es evidente que esa función puede hallarse también hoy en día –algo degradada, eso sí– en las tertulias, sobre todo en las televisivas, siempre y cuando uno alcance a descifrar los argumentos de quienes allí se expresan. Al respecto, los medios audiovisuales públicos se llevan la palma. Y, en particular, los sometidos al dictado del Gobierno de la Generalitat, esto es, TV3 y Catalunya Ràdio. Baste decir que algunos de los valientes ciudadanos que luego se han dedicado, hasta que se les ha acabado la cuerda, a la política representativa –la mayoría en las filas de Ciudadanos– hicieron sus primeras armas como coartada en uno de estos medios.
No pretendo, faltaría más, afearles su conducta. Les ofrecieron una colaboración, se la retribuyeron mejor o peor, y todos sabían donde se metían y qué riesgo corrían. Nada que objetar, pues. Lo que resulta, en cambio, sorprendente, y en todo caso digno de estudio, es lo de ahora. No porque haya desaparecido la coartada de marras; sigue existiendo, ya sea para evidenciar un pluralismo impostado, ya para intentar ampliar la audiencia; tanto da. Lo singular y novedoso es el procedimiento. El colaborador en cuestión ya no se incorpora a un medio a sabiendas de que va a ejercer allí el papel de coartada. El colaborador ya está dentro, y algunos desde hace décadas, y es el cambio en la línea editorial del medio lo que le ha convertido, muy a su pesar, en coartada. Yo tengo un amigo en esa situación y, cuando le pregunté por qué un reputado columnista como él se obstinaba en permanecer en una cabecera en la que se sentía profundamente incómodo por la orientación que esta había ido tomando en los últimos tiempos, me contestó que bueno, que sí, que no me faltaba razón, que él no estaba a gusto, por supuesto, pero que no pensaba irse. “A ver si me echan”, remató.
Claro que semejante estado de cosas no es privativo de los medios de comunicación. También afecta, por ejemplo, al ámbito de la política. No hace mucho me crucé por la calle con otro amigo que lleva décadas afiliado a un partido político, donde ejerció cargos relevantes, y al que le pregunté más o menos lo mismo que al colaborador de prensa, puesto que me constaba su desacuerdo –lo había hecho público incluso en más de una ocasión– con la vía emprendida últimamente por la formación. Y la respuesta que obtuve no difirió en nada de la de mi otro amigo, el columnista. Ni la respuesta ni la coletilla: “A ver si me echan”.
Yo no sé si un día van a echarlos, aunque no lo creo, la verdad. Sus opiniones acaso molesten a los nuevos mandamases y provoquen más de un sarpullido en los fieles gregarios del periódico o del partido, pero el coste de un despido resultaría sin duda bastante más gravoso para la imagen pública de quienes los han convertido, sin su consentimiento, en una coartada. Y en cuanto a la posibilidad de que sean los propios afectados quienes tomen la decisión de coger la puerta, o mucho me equivoco o tal eventualidad ni siquiera está ya en su cabeza.
Tiempos difíciles, los nuestros, en que tantas y tantas cosas ya no son como eran, o como nos parecía que eran.