En 2017, seguro que lo recuerdan, hubo un golpe de Estado en Cataluña. Tan efímero como fallido, pero lo hubo. Durante los cuatro años transcurridos desde entonces se ha hablado mucho de ello. También se ha escrito, y a menudo con pertinencia. Pero me da la impresión de que se ha reparado mucho menos en los efectos secundarios de aquel seísmo. En las réplicas y contrarréplicas, para entendernos. Y en este punto acaso lo más importante no sea la podredumbre irremediable de esa Cataluña que Josep Pla calificaba ya en 1976 de “país inmensamente rico, grosero y espantoso” desde los tiempos del proteccionismo, sino el deterioro que dicha podredumbre ha proyectado sobre el resto de España.
Su primer efecto, meses después del golpe, fue la moción de censura contra el Gobierno de Mariano Rajoy y la consiguiente formación del primer Gobierno de Pedro Sánchez, forjado sobre el populismo de raíz comunista y de cuantos separatismos, de derecha y de izquierda, existen hoy en España. Con la renovación, esta vez a través de las urnas, de esa alianza gubernamental y legislativa y la inesperada e inestimable colaboración de la pandemia y sus paralizantes estados de alarma, la quiebra estaba más que servida. En lo político, en lo moral y, por supuesto, en lo convivencial. Pero como no hay acción sin reacción, llegó la contrarréplica. Esto es, Madrid, Ayuso, y su contribución a la salvaguarda de la economía de la Comunidad y del bienestar y la libertad –eso que, volviendo a Pla, sólo “empieza a ser importante cuando ya se ha empezado a perder”– de sus conciudadanos. Lo ocurrido en las autonómicas de mayo no fue sino el refrendo.
Luego han venido más réplicas disgregadoras, que en gran medida se han presentado como respuestas a la contrarréplica matritense por más que deriven, en último término, del seísmo de 2017. Por ejemplo, esa España presuntamente vaciada por falta de inversiones, cuyo lamento tanto recuerda –incluso en su composición léxica– al de los nacionalismos periféricos y sus lenguas presuntamente minorizadas, y cuya hipotética irrupción en el Congreso de los Diputados sólo podría corregirse con una nueva ley electoral que impida que esas y otras banderías provinciales se presenten sin más a unas elecciones y saquen, valiéndose de unos pocos miles de votos, la misma representación que en otras circunscripciones requiere más de cien mil.
Pero lo que más cabe vincular a la sacudida de 2017 es sin duda ese proyecto de “Commonwealth mediterránea” que el presidente de la Generalidad Valenciana, Ximo Puig, se sacó de la manga hace más de un año tras reunirse con el entonces presidente en funciones de la otra Generalidad, Pere Aragonès, y al que pronto se sumó –en su discurso del Día de la Constitución, nada menos– la presidenta balear, Francina Armengol. Se trataba –como ha sido ya advertido y denunciado– de sacar de nuevo a pasear el fantoche de los llamados “Países Catalanes”, debidamente blanqueado, eso sí, por el recurso a una denominación foránea, Commonwealth, bajo cuyo manto protector se agrupan una cincuentena de naciones independientes. Como es notorio, ni Cataluña, ni la Comunidad Valenciana, ni las Baleares tienen nada de naciones. Ni tienen ni han tenido, aunque sí fueron hace siglos reinos –y, por cierto, independientes–. Y en cuanto a lo mediterráneo, baste recordar que ni la Región de Murcia ni Andalucía han sido invitadas a la fiesta, por lo que todo indica que las infraestructuras y la financiación esgrimidas por sus promotores como justificante esconden a duras penas lo que no deja de ser un proyecto de asimilación lingüística, cultural y, en definitiva, política, sometido al dictado de la Cataluña levantisca.
Esos mismos promotores y, en especial los socialistas Puig y Armengol, vuelven a darle a la tecla eufemística del federalismo, esa que el incombustible Miquel Iceta, hoy convertido en ministro de una cultura disolvente, empezó a tocar hace lustros. Puig se ha vuelto a reunir esta semana con Aragonès para intentar convencerlo de su particular Fuenteovejuna en lo tocante a la reforma del modelo de financiación. Y Armengol, por su parte, publicitaba en Twitter el pasado domingo, bajo una foto en la que aparecía sumando sus manos a las de Puig y Salvador Illa, un texto en el que aludía a las “tierras hermanas” y los “ideales comunes” y en el que afirmaba que los allí presentes eran “la vía mediterránea”. Ah, y la propia Armengol aseguraba dos días más tarde que, al igual que el Gobierno de una de esas tierras hermanas, no tiene intención ninguna de aplicar en la enseñanza balear, donde rige el mismo modelo de inmersión lingüística en catalán, la resolución del Tribunal Supremo por la que debe garantizarse en Cataluña un mínimo de un 25 por ciento de docencia en castellano.
Mientras esas réplicas se van multiplicando –recuérdese el caso de Navarra, comunidad en la que, gracias al peaje que Pedro Sánchez paga gustoso a los bildutarras, la cobertura del canal infantil de televisión en vascuence pronto será completa, lo que redundará sin duda en el afán anexionista del nacionalismo vasco–, tenemos un Gobierno de España donde lo último que importa es España. Y como apenas hemos consumido media legislatura, la de réplicas que todavía nos quedan por vivir. Y por sufrir, claro está.