Está por ver qué ocurrirá en Francia el próximo 24 de abril. Casi todo el mundo da por hecha la reelección de Emmanuel Macron, atendiendo al resultado del pasado domingo y a la recomendación de voto de los candidatos presidenciales que quedaron excluidos al no superar el corte. O sea, de todos los demás menos Marine Le Pen. Y atendiendo también a la tradición republicana, esa que llama a cerrar filas contra la extrema derecha, de modo parecido –salvadas sean todas las distancias– a como una mayoría de franceses se pusieron a partir de 1940 del lado del general De Gaulle cuando la Alemania de Hitler invadió el país y la gloriosa y ya decrépita figura del mariscal Pétain encarnó la colaboración con el invasor. Aun así, insisto, el desenlace está por ver. Que un líder político pida el voto para uno de los dos presidenciables que han alcanzado la segunda ronda, como han hecho casi todos los descartados en la primera –alguno, como Jean-Luc Mélenchon, ha pedido que no se votara a Le Pen, lo que no es exactamente lo mismo–, no comporta por fuerza que sus votantes vayan a seguir sus consejos. Los habrá que, incapaces de confiar en el candidato propuesto, se refugien en la abstención –uno de cada cuatro electores ya lo hizo el domingo– y también los habrá que, paradójicamente, decidan votar por aquel –en este caso, aquella– al que se pretende cerrar el paso en las urnas. La elección de la papeleta no compete más que al votante. Y a menudo la carga el diablo.
La casi coincidencia de la primera ronda de las presidenciales francesas con la constitución en España del Gobierno de Castilla y León ha llevado a algunos políticos y a no pocos comentaristas a establecer los inevitables paralelismos entre ambos países. O sea, entre el comportamiento de sus clases políticas respectivas. Así, a la inefable apparátchik socialista Adriana Lastra le ha faltado tiempo para reclamar en España un cordón sanitario semejante al francés que deje fuera de juego a la extrema derecha de por aquí, sin querer reparar, por supuesto, en que lo mismo podrían exigirle los populares a los socialistas en relación con cuantos gobiernos de nuestro país, empezando por el del Estado, se sostienen gracias a las alianzas entre el PSOE y formaciones de extrema izquierda y del nacionalismo –independentista o no–, cuyo carácter disruptivo supera en buena medida el de Vox.
Por su parte, entre los comentaristas entregados a analizar la realidad política francesa a la luz de los resultados del domingo y a extraer de ello lecciones hasta cierto punto aplicables a estos pagos se ha dado como una extraña melancolía. La de no ser Francia. No me estoy refiriendo ahora a la nostalgia embadurnada por el recuerdo de aquella Segunda República que fracasó. Ni a los beneficios que acaso nos procuraría disponer de un sistema electoral de doble vuelta. Ni siquiera a esa grandeur –esto es, a esa sana ambición, a esa excelencia moral– de la que tan escasos andan nuestros políticos y, en particular, quien preside el Gobierno de España. Me refiero a la decisión, tomada a derecha e izquierda, de anteponer a cualquier cálculo mezquinamente partidista los valores republicanos –o sea, los de la Ilustración– y la consiguiente apuesta por una Europa unida. En otras palabras, a pedir a sus votantes que apoyen con su sufragio, directa o indirectamente, al actual presidente.
Lo curioso del caso es que dicha melancolía, en lo tocante al ruedo ibérico, no tiene como asidero ningún pasado glorioso. Cuando menos en el último siglo. Estaba la Transición, es cierto, pero enseguida se vio que, una vez completada con éxito y celebrada por unos y otros, se abría de nuevo en España la veda del enfrentamiento. Y se abría por parte de la izquierda y el nacionalismo –el odio, en España, parece tener dueño–, y de forma notoria a partir del acceso de José Luis Rodríguez Zapatero a la secretaría general del PSOE y luego a la Presidencia del Gobierno. Memoria histórica, lo bautizaron. O sea, regreso sañudo y justiciero a una guerra civil que los perdedores se empeñan todavía en ganar. Allí donde los franceses cuentan con un referente que les une, la victoria contra el nazismo, los españoles no tenemos más remedio que conformarnos con uno que nos divide y cuyo fuego se atiza a conciencia y de forma creciente desde el cambio de siglo. No existe, pues, paralelismo alguno entre ambos países, ni posibilidad ninguna de que los dos grandes partidos lleguen a disolverse en gran medida, como ha pasado en Francia, en algo parecido a esa La République en Marche de Macron. Ni tampoco cabe esperar, en fin, que la reacción a la amenaza de un populismo de derecha o de izquierda fomente una concentración de fuerzas en defensa de nuestros valores constitucionales –nada distantes, por cierto, de los republicanos del país vecino–.
Así pues, dejémonos de melancolías unitarias cuya base resulta, por desgracia, inexistente y de futuras e improbables concordias transversales. La izquierda patria y los nacionalismos de toda especie con los que esta se hermana están ahí para hacerlas inviables.