Puede que la justicia no pueda ser en modo alguno un cachondeo, como sentenciaron en su día los tribunales, pero, en tal caso, habrá que encontrar algún otro adjetivo para calificar lo que está ocurriendo últimamente por estos lares. En efecto, desde que trascendió el fallo del Tribunal Superior de Justicia de Cataluña (TSJC) por el que se conminaba al Gobierno de la Generalitat a cumplir, en el plazo máximo de dos meses, la sentencia del Tribunal Supremo de diciembre del año anterior, o, lo que es lo mismo, a introducir en el sistema educativo autonómico el castellano como lengua vehicular, junto al catalán; desde entonces, digo, todo han sido bandazos. Bandazos del propio TSJC, para nuestra desgracia. Primero fueron las declaraciones de su presidente, Miguel Ángel Gimeno, afirmando que el fallo no afecta más que a las familias demandantes, por lo que no pone en cuestión el modelo de inmersión lingüística ni obliga a cambiarlo. Luego, al día siguiente, el comunicado del TSJC desmintiendo las palabras de su presidente y dejando claro que sí podía entenderse la sentencia como una impugnación del modelo en vigor. Y anteayer, de nuevo, una providencia del mismo tribunal suspendiendo, de oficio y sin aportar razón alguna, el plazo de dos meses fijado para la ejecución de la sentencia. Como es natural, todo este proceso ha ido acompañado de las acostumbradas llamadas a somatén, concentraciones en la plaza San Jaime y soflamas a favor de la independencia, empezando por las del mismísimo presidente de la Generalitat, continuando por las de sus consejeros y acabando por las de tantos estómagos agradecidos. Por no hablar más que de lo oído por aquí. Así las cosas, ¿quién puede seguir sosteniendo que existe en España una efectiva separación de poderes? ¿Quién puede seguir creyendo que la administración de la justicia, en según qué partes del Estado, es inmune a la presión ejercida por las instancias políticas del lugar?

ABC, 17 de septiembre de 2011.

¿Y la justicia?

    17 de septiembre de 2011