No seré yo quien le discuta a J. J. Armas Marcelo la conveniencia de que la cultura adquiera un papel nuclear en el próximo gobierno que salga de las urnas el 20 de noviembre. Pero de lo que ya no estoy tan seguro es de que ese papel deba concretarse, como sostiene él en su artículo «En el furgón de cola» (ABC, 6-10-2011), en la existencia de un Ministerio de Cultura y sólo de cultura. Ni mucho menos de que la posible supresión del ministerio por parte de «la derecha que viene (…) en aras de no se sabe bien qué sinrazones presupuestarias» vaya a hacernos «a los españoles un flaco favor». Ni, en fin, de que con ello esa misma derecha vaya a hacerse «un poco más todavía un haraquiri ideológico muy poco recomendable».

Trataré de explicarme. Que la cultura informe la acción política de un gobierno, cualquiera que sea la rama de actividad a través de la cual se manifieste, es tan saludable como necesario. Y algo parecido podría afirmarse a propósito de la ciencia. ¡Qué más quisiera uno que escuchar a los máximos representantes de su país, lo mismo de puertas adentro que de cara al exterior, expresarse con propiedad, sin jerga alguna y, en particular, con conocimiento de causa! ¡Qué más quisiera uno que verles actuar, en toda circunstancia, con arreglo a la razón y atentos a decir la verdad y nada más que la verdad! Pero, por desgracia, ni es este el caso ni estamos cerca, me temo, de que lo sea algún día. El nivel cultural y científico de la clase política de un país resulta siempre del nivel de educación —o sea, de instrucción, de formación— que alcanza a tener el cuerpo social en que esta clase política se asienta y al que, en último término, representa. Y la educación española, qué quieren, lleva ya muchos años instalada en el furgón de cola del mundo civilizado. Y, lo que es peor: nada indica que, a corto plazo, vaya a moverse de allí.

Así las cosas, comprendo que haya quien deposite en la existencia de un Ministerio de Cultura, si no una confianza ciega, sí al menos cierta esperanza de regeneración política. Aunque sólo sea, como asegura Armas Marcelo, porque ello permite pensar que «nuestra política sigue respirando un ápice de lógica: el que hace precisamente que nos reconozcamos, al menos la mayoría de los españoles, en el Ministerio de Cultura de España». Por supuesto, ese valor simbólico guarda mucha relación con el Estado de las Autonomías. Eso sí, por contraste. El traspaso de las competencias de educación y cultura a las distintas Comunidades ha permitido que desde cualquier parte de España, y muy especialmente desde aquellos rincones donde gobiernan el nacionalismo o sus franquicias de izquierda, se hayan llevado a cabo políticas disgregadoras, mediante las cuales, con el señuelo de lo particular, se ha erosionado de forma sistemática todo cuanto los españoles tenemos en común. En este sentido, pues, el Ministerio de Cultura vendría a ser como una especie de cataplasma o, si lo prefieren, un reactivo necesario ante tanto desgaste interno.

Pero, con todo, sigo dudando de que el próximo Gobierno de España —y cualquier otro Gobierno de España habido y por haber, claro está— deba contar entre sus ministerios con uno de cultura y solamente de cultura. Dejemos a un lado la situación económica, que ya de por sí puede precisar de una reducción considerable de carteras y, entre ellas, la que aquí nos ocupa; olvidémonos por un momento de la coyuntura e intentemos determinar si la compactación de educación y cultura en un único ministerio —porque no de otra clase de compactación parece que pueda tratarse— ofrece realmente ventajas. A mi modo de ver, sí las ofrece. En primer lugar, por la vinculación misma de ambos conceptos, educación y cultura, y por este orden. O sea, la cultura como una emanación, como un fruto más o menos tardío de la educación recibida. Y no sólo en el terreno simbólico. La base cultural de cualquier país que se precie se encuentra —en lo que al ámbito público se refiere y más allá de la enseñanza primaria y secundaria— en la universidad y en las llamadas escuelas superiores. Y, en particular, en las escuelas de bellas artes, de arte dramático, en los conservatorios de música, etc. Es decir, allí donde la formación cultural adquiere el grado de especialización requerido en cada caso.

Hasta aquí alcanza, insisto, la función formativa del Estado en lo tocante a la cultura. Pero esa función formativa, con su transmisión de conocimientos y su aprendizaje de destrezas, se inscribe, en el fondo, en una función mayor, que es la que propiamente compete al Estado; a saber, la conservación del patrimonio nacional y su difusión «urbi et orbi». Así como los gobernantes no tienen o no deberían tener otra obligación que la de gestionar de modo adecuado —o sea, preservar y robustecer— lo que les ha sido legado, los responsables de las políticas culturales deben o deberían ceñirse, en su cometido, al mantenimiento y cultivo del acervo heredado. Entre otras razones, porque cuanto se sigue del proceso de creación artística, y en particular el comercio de la obra en curso, no es ya asunto suyo, sino de cada interesado y, en último término, de la sociedad en la que esta obra se inserta.

Intervenir en el libre juego de la oferta y la demanda atendiendo a una supuesta «excepción cultural» equivale a pervertir la condición misma para que se dé un acto de cultura, esto es, la innegociable libertad de creación. Y ello por muy bienintencionada que pueda llegar a ser la intervención de los poderes públicos. Toda subvención a fondo perdido —y, según como, incluso si la subvención está sujeta a devolución, total o parcial— acaba constituyendo, tarde o temprano, una compra de voluntades. O, lo que es lo mismo, acaba estableciendo un vínculo de subordinación entre el ciudadano productor de cultura y la Administración que generosamente lo amamanta. No hace falta añadir que ese vínculo, viciado de raíz, desvirtúa la independencia del artista y, en definitiva, el valor de su obra.

Es verdad, y lo recuerda oportunamente Armas Marcelo en su artículo, que esa «excepción cultural» tiene matriz francesa y un recorrido considerable —tan considerable que se inscribe de lleno en el modelo de Estado cultural instaurado por André Malraux en tiempos del general De Gaulle y llevado a sus últimas consecuencias por François Mitterrand y su ministro Jack Lang en las últimas décadas del pasado milenio—. Pero también lo es, como repetidamente ha denunciado Marc Fumaroli, que ese modelo de Estado propulsor de la «excepción cultural», con sus políticas proteccionistas y su afán dirigista, ha terminado por convertir al artista en una pieza más del engranaje del poder, y a la cultura que ese artista ha generado —salvas sean las debidas excepciones— en un producto anodino, alejado de los principios y valores que conformaron hace ya algunos siglos, lo mismo en Francia que en el resto del mundo occidental, nuestra cultura.

Elevar la cultura a rango ministerial creyendo, de este modo, engrandecerla no parece haber sido, pues, un buen negocio. Para la cultura, al menos.


ABC, 25 de octubre de 2011.

Con la cultura

    25 de octubre de 2011