El acuerdo al que ha llegado el Gobierno de la Generalitat con el Gremio de Cines de Cataluña y Fedicine —o sea, con los representantes de los exhibidores y distribuidores cinematográficos, respectivamente— no es un mal acuerdo. Sobre todo si se repara en que viene a sustituir una ley autonómica de corte totalitario, aprobada el día después de que el Constitucional hiciera pública su sentencia sobre el Estatuto y en la que se estipula que las empresas distribuidoras deberán repartir un 50 por ciento de las copias de cada nuevo largometraje en catalán. Y digo que viene a sustituirla, por cuanto todo indica que esta ley, en la medida en que viola la normativa del mercado interior de la UE, está a punto de ser impugnada por la propia Unión. Así las cosas, el Departamento de Cultura habría emprendido la negociación con las partes afectadas a sabiendas de que la coacción por la que había optado el anterior Gobierno —con el beneplácito legislativo, no vayamos a olvidarlo, de quienes ahora ocupan el Palacio de la Generalitat— no va a ser de recibo allí donde, gracias a Dios, no manda el nacionalismo. En todo caso, lo importante es que aquel 50 por ciento obligatorio de la ley se convertirá en 2012 en un 11 por ciento pactado. Y, más importante aún, en un 11 por ciento condicionado: subirá o bajará en el futuro, según la demanda. Eso sí, a los contribuyentes catalanes el pacto del cine les va a costar 1,4 millones. Como también les cuesta toda la prensa, de papel y digital, y todas las radios y televisiones cuya lengua de expresión es la llamada propia. O los premios y galardones de lesa patria. O las embajadas culturales. O el voluntariado y el comisariado lingüísticos. Y así, sumando sumando, hasta alcanzar los más de 159 millones de euros que la Generalitat reconoce haber gastado en 2010 en política lingüística. Y es que en Cataluña —nunca mejor dicho— la lengua es el mensaje. Obscenamente gravoso, sobra añadirlo.

ABC, 1 de octubre de 2011.

La lengua y el bolsillo

    1 de octubre de 2011