Así tituló Georges Brassens una de sus tiernas, jocosas, instructivas y, sin duda, maravillosas canciones. Se refería a la competencia entre, por una parte, las mujeres que ejercían la prostitución y, por otra, todas las demás, sin distinción ninguna. Jóvenes, maduras, burguesas, marujas, colegialas, marquesas; todas eran culpables, a su juicio, del estado de necesidad en que se hallaban las profesionales del sexo. Y lo eran por entregarse desaforadamente a los placeres de la carne, por acostarse con cualquiera, por dedicarse, en definitiva, «gratis et amore», a una actividad que contaba, desde el umbral de los tiempos, con sus reglas y sus ejecutantes.

La canción tiene casi medio siglo. Brassens la compuso cuando la liberación de la mujer, que incluyó, como es sabido, la sexual muy en primer término. Pero, más allá del amable retrato costumbrista, «Concurrence déloyale» contenía una sentencia que no puede por menos de calificarse de premonitoria. «La manía del acto gratuito se expande», decía el poeta. En esas estamos, en efecto, si bien el acto, ahora, ya no es el acto por antonomasia, ni siquiera el consistente en descargarse ilegalmente un archivo informático —y que el extinto presidente del Gobierno bendice gustoso—, sino cualquiera. No hace mucho, en una sobremesa, me enteré de dos casos harto significativos. El de un periodista que abandonó el oficio para dedicarse de lleno a la publicidad y que ha vuelto a escribir en los papeles a cambio del simple placer de escribir, y el de un profesor universitario recién jubilado que ha vuelto a dar clase a cambio del simple placer de dar clase. En ambos casos, claro, sin que ese placer vaya acompañado de retribución alguna. Como ni uno ni otro precisan el dinero, se avienen a trabajar de balde y a quitarle la plaza a quien sí necesita cobrar por su trabajo. ¡Maldita crisis! A este paso, acabaremos todos en la calle, haciéndola o paseándola.

ABC, 17 de diciembre de 2011.

Competencia desleal

    17 de diciembre de 2011