Todo indica que el tres es necesario. No hay dos sin tres, dice el proverbio —y lo dice en más de una lengua—. Puede que esa percepción del número tres como complemento imprescindible tenga sus raíces en la cultura cristiana. Piénsese en la Santísima Trinidad, por ejemplo. O quizá se diera ya en otros tiempos y en otras culturas. En todo caso, después del dos viene el tres, de eso no hay duda. Y la mayoría de las veces viene para bien. O así lo cree la gente cuando sueña con la segunda repetición de algo benéfico, ya sea un hijo, un empleo, un premio en la lotería o una simple oportunidad en esta vida. Por otra parte, tres son también las dimensiones espaciales en que nos movemos —sobra añadir que, de no existir más que dos, mal andaríamos—. Y tres, como mínimo, los puntos de apoyo requeridos para que un asiento sea realmente un asiento.

Pero, cuando pasamos del mundo cardinal al ordinal, el asunto se complica. Está, por supuesto, el tercero como lugar en una lista, en una serie. Es el caso, sin ir más lejos, de esta página en la que me leen, por más que su indiscutible valor antonomásico nos haga olvidar a menudo sus orígenes. Pero está también el tercero como expresión de lo que no es —porque no puede o porque no quiere ser— ni primero ni segundo. Así, aquel Tiers État de los tiempos del Ancien Régime y la Revolución francesa. O el tercero como punto de encuentro, como solución de compromiso entre un primero y un segundo manifiestamente antagónicos y en gran medida irreconciliables. Repárese, por ejemplo, en la Tercera Vía, esa suerte de síntesis entre socialismo y capitalismo, entre economía centralizada y libre mercado, de tan largo recorrido y cuya bandera fue enarbolada, en las postrimerías del pasado milenio, por la izquierda europea —y, en concreto, por Tony Blair y Gerhard Schröder—. (También fue enarbolada en aquella misma época, si bien algo más tarde, por un desconocido diputado socialista, José Luis Rodríguez Zapatero, en el XXXV Congreso de su partido. Claro que, en su caso, el ejercicio de síntesis quedó circunscrito a la pragmática congresual o, como mucho, al campo filológico, en la medida en que la Nueva Vía que capitaneó era hija, a un tiempo, del «Third Way» del británico y del «Neue Mitte» del alemán.)

Sea como fuere, algo de esos dos últimos significados del ordinal hay en el concepto de Tercera España. Algo hay y algo hubo, puesto que el sintagma, acuñado en plena guerra civil por el ex presidente de la Segunda República Niceto Alcalá-Zamora, nació ya como alternativa a las dos Españas —y poco importa cuál era la primera y cuál la segunda— entonces enfrentadas a muerte. Como alternativa a los contendientes, en tanto en cuanto esa Tercera España pretendía congregar a quienes no se sentían representados ni por un bando ni por otro, y como alternativa a la contienda misma, dado que el objetivo manifiesto de Alcalá-Zamora en aquel momento era alcanzar la paz mediante un acuerdo entre las partes. Por supuesto, no fue este el caso. Y, aunque la fórmula siguió empleándose en las décadas siguientes —en especial, por quienes, como Salvador de Madariaga, porfiaron sin desmayo por construir una opción democrática al régimen dictatorial—, lo cierto es que no fraguó. Entre otras razones, porque los integrantes de esa España que no era ni la una ni la otra no constituían conjunto homogéneo alguno. Ni siquiera las individualidades que a ella se adscribían —políticos, intelectuales, periodistas—, caracterizadas en general por su liberalismo, pueden considerarse, a juzgar por su trayectoria en la guerra y la inmediata posguerra, ajenas a los bandos en liza.

En definitiva: de existir, la Tercera España sería lo más parecido a un desvencijado cajón de sastre, cuando no a un cascarón vacío. O sea, a algo informe, incorpóreo. Tanto es así que, puestos a buscar un nombre que la represente, sólo se me ocurre el de aquel pequeñoburgués liberal, de profesión periodista, llamado Manuel Chaves Nogales. Sí, ya sé que un nombre es muy poco. Pero es que no conozco a ningún otro, de entre los más ilustres que lograron poner entonces tierra de por medio, que denunciara a su debido tiempo la barbarie de uno y otro bando —A sangre y fuego, fechado en 1937 y recientemente reeditado por Libros del Asteroide, da fe de ello de punta a cabo— y siguiera luego al pie del cañón, ya en Francia, ya en Inglaterra, defendiendo con la palabra y con la vida, desde la más febril individualidad, los ideales por los que siempre había luchado —esto es, la libertad y la democracia, esa pareja indisociable—.

Pero, así como puede decirse que aquella España alternativa nació casi muerta, puede afirmarse también que terminó gozando de una segunda existencia, mucho más feliz. Me refiero, claro está, a la que le procuró, no sin grandes trabajos, nuestra transición política. Si bien se mira, la Transición no fue otra cosa que el intento —por lo demás, exitoso— de superar el enfrentamiento entre las dos Españas. Pero no por la vía de la alteridad, sino de la síntesis; no echando mano de una Tercera España hasta entonces agazapada y durmiente para que arrinconara a las dos restantes, sino fundiendo en un proyecto único de convivencia a cuantas Españas se consideraran con derecho a existir. Fue, pues, el concierto entre contrarios y, hasta cierto punto, la disolución del viejo antagonismo lo que llevó a creer que aquella España nonata —y, con todo, viviente, aunque sólo fuera en la imaginación de muchos— había por fin triunfado.

Nada más ilusorio, por supuesto. Bastó con que el PP, allá por 1996, diera signos de poder alcanzar el Gobierno de la Nación para que se oyeran los primeros clarines llamando a combatir a la «derechona», o sea, a la derecha de siempre, a la heredera de la guerra civil. Y cuando dicho partido, cuatro años más tarde, revalidó con una mayoría absoluta su victoria, esos clarines vengativos arreciaron de lo lindo. Aun así, no fue hasta 2004, con la vuelta del PSOE al Gobierno de la Nación y la puesta en marcha del proyecto de ley para la recuperación de lo que, desde hacía ya algún tiempo, la izquierda insistía en denominar «memoria histórica», en que empezó a desvanecerse del todo aquella Tercera España de cartón que tanto había costado construir. El viejo antagonismo no sólo presidía de nuevo el debate público, sino que encima contaba con el empuje gubernativo —y, muy en primer plano, con el del propio presidente del Gobierno— y la promesa de un ulterior amparo legal.

Lo que ha venido después es de sobra conocido. E irreparable. No estamos, por suerte, en julio de 1936. Pero, no obstante los tres cuartos de siglo transcurridos, la Tercera España del consenso sigue siendo, como entonces, una quimera. Sí, mal que le pese al proverbio, hay dos sin tres. Tal vez no quede más remedio que resignarse a vivir —como se resignaba Jorge Semprún en su última entrevista televisiva, según nos recordaba jubiloso Jon Juaristi en estas mismas páginas— «con dos memorias colectivas distintas y rencorosas, pero evitando siempre que cualquiera de ellas se convierta en hegemónica».

ABC, 2011.

Dos sin tres

    27 de julio de 2011